Consejos

En una de las entregas de “La bolsita de Minerva”, columna satírica de la revista L’Espresso en la que Eco opinó desde 1985 hasta su muerte sobre el uso del insulto, la función de los intelectuales y los rumores malignos sobre el papa, por nombrar sólo sus últimos aportes, se leen “40 reglas para escribir bien en italiano”. Va de suyo que la traducción de algunas de ellas aspira a preservar, en nuestra lengua, su original función didáctica.

• Al comienzo del discurso usa la captatio benevolentiae para ganarte al lector (pero quizá ustedes sean tan estúpidos que ni siquiera entiendan lo que les estoy diciendo).

• Recuerda (siempre) que el paréntesis (aun cuando parece indispensable) interrumpe el hilo del discurso.

• Usa la menor cantidad de comillas posibles: no son “finas”.

• Sé avaro con las citas. Decía justamente Emerson: “Odio las citas. Dime sólo lo que tú sabes”.

• No seas redundante: no repitas dos veces lo mismo; repetir es superfluo (por redundancia se entiende la explicación inútil de algo que el lector ya entendió).

• Sólo los soretes usan palabras vulgares.

• La hipérbole es la más extraordinaria de las técnicas expresivas.

• Colocá, las comas, en el lugar justo.

• Sé conciso, trata de condensar tus pensamientos en el menor número de palabras posible, evitando frases largas -o divididas por secciones que inevitablemente confunden al lector poco atento- para que tu discurso no contribuya a esa contaminación de la información que es ciertamente (en especial cuanto está inútilmente rellena de especificaciones inútiles o por lo menos no indispensables) una de las tragedias de nuestro tiempo dominado por el poder de los medios de comunicación masivos.

• Escribe de manera exacta los nombres extranjeros como Beaudelaire, Roosewelt, Niezsche y similares.

• Nombra directamente a los autores y personajes de los que hablas, sin perífrasis. Así hacía el mayor escritor uruguayo del siglo XIX, el autor de Los cantos de Maldoror.

• No te abandones a los arcaísmos, hapax legomena u otros lexemas inusitados, como tampoco a deep structures rizomáticas que, aunque te parezcan cautivantes epifanías de la diferencia gramatológica e invitaciones a la deriva deconstructiva -pero sería aun peor que resultaran discutibles en el escrutinio de quien lea con exactitud ecdótica- excedan las competencias cognitivas del destinatario.

• Cuida puntiyosamente la hortografía.

La cuestión de si Umberto Eco fue, narrativamente, un autor posmoderno, como se lo “acusó” de ser luego de su primera incursión en la narrativa (tardía, a los 48 años) con El nombre de la rosa, pierde todo sentido en nuestros tiempos, que todavía no hallaron una etiqueta como aquélla para definirse. Sin embargo, Eco -fallecido a causa de un cáncer el viernes, a los 84 años- había anticipado y luego desarrollado un rasgo fundamental de la posmodernidad: la fluidez para pasar de los tópicos y nombres más serios a los triviales, sin pudor ni encorsetamiento, pero a la vez, y a diferencia de una parte ingente de los posmodernos, sin perder casi nunca su típica claridad y agudeza de análisis.

Es cierto que esa extrema flexibilidad, con la que saltaba de la escolástica medieval a Superman o de Finnegans Wake a Twitter, y que hoy es moneda corriente pero en los años 60 producía cierto shock, se había construido gracias a la rigidez de su formación. Primero que nada, a la religiosa, que lo llevó a destacarse en la Acción Católica de su ciudad natal de Piamonte, Alessandria, y luego a la universitaria, en cuyo marco se especializó en la Edad Media, con una tesis sobre Tomás de Aquino (quien, según su paradójica afirmación, determinó que se alejara definitivamente del catolicismo, para abrazar una posición que oscilaba entre el ateísmo y el agnosticismo).

La seriedad y el rigor los aprendió de Luigi Pareyson, su director de tesis y uno de los más eminentes filósofos italianos de aquel momento, y se movió siempre muy cómodamente con la toga del gran académico. A mediados de los años 50, un acontecimiento marcó su postura intelectual ulterior: ganó un concurso para entrar a trabajar en la RAI, la empresa pública italiana de radio y televisión, donde pudo palpar directamente las formas y espiar los mecanismos de una nueva encarnación cultural, la masiva. Trayectoria fulminante: de 1954 a 1961 trabajó para la incipiente televisión italiana, fue nombrado codirector de la editorial Bompiani, histórico coloso del libro de la península, y obtuvo una cátedra en la Universidad de Turín (a la que siguieron otras).

Fenomenología de Umberto

Enamorado de la escolástica, una corriente de pensamiento en la que prima el concepto de autoridad, Eco desarrolló prontamente, como reacción a esa fascinación intelectual, un fuerte interés por la ruptura de las normas, dedicándose a estudiar la literatura experimental de la primera mitad de siglo XX, y sobre todo a James Joyce. En ese contexto se puede leer las dos pasiones centrales que determinaron las característicasde su carrera.

Por un lado, la profundización de la semiótica o semiología (sobre diferencias y similitudes entre ambos términos aportó bastante el propio Eco) a principios de los años 60, cuando la disciplina se estaba retomando internacionalmente como instrumento privilegiado de lectura de una realidad, la tardo-industrial, cada vez más compleja, adquiriendo así un carácter decididamente innovador. Fundamental, también para su fama (Eco nunca tuvo problemas con la faceta más mundana de su trabajo), fue el libro Obra abierta, de 1962, en el que rescataba la figura del lector como ineludible coautor de las obras, y sobre todo de las que estimulaban, por su complejidad y deliberados vacíos, que el público las completara.

Por el otro lado, la asunción de un rol activo en relación con las letras italianas, aunque todavía no como creador, sino como crítico: Eco fue uno de los primeros miembros (aunque no uno de los fundadores) del Grupo 63, integrado por una treintena de jóvenes escritores que, focalizándose en la dura experimentación formal y el rechazo de cualquier guiño al lector, trató de revolucionar el plácido ambiente cultural de Italia posterior al boom económico. En aquel período, Eco se interesó cada vez más en ámbitos generalmente postergados por los intelectuales, como los de las historietas, las novelitas de amor, la publicidad y, sobre todo, la televisión.

En 1961 escribió un ensayo que lo catapultó hacia un público mucho mayor que el de los interesados en el análisis literario, titulado Fenomenología de Mike Bongiorno: en él atacaba a ese amadísimo presentador de shows televisivos, explicando el éxito del personaje como un resultado de su total chatura y mediocridad, que eximían a la audiencia de toda reverencia ante él. Siguieron ásperas reacciones (Bongiorno recordó incluso que Eco había escrito para algunos programas suyos), pero por primera vez en Italia la “gente común” comentaba lo que había escrito un profesor universitario hiperculto.

Como guía para analizar el cambio radical en Eco a partir de los años 80 se puede tomar, entre otros, su libro escrito en 1964, cuyo título se ha vuelto un eslogan: Apocalípticos e integrados. Allí se definían de manera precisa y tajante las cualidades y los defectos de la cultura de masas (el mundo de los integrados) en oposición a la de elite (el de los apocalípticos). Durante los años 70, el piamontés se alejó de las coordenadas del Grupo 63 y de la idea de una obra deliberadamente experimental como la delineada en Obra abierta, al tiempo que aplicaba ciertas reglas de la cultura popular muy bien analizadas en su producción como semiólogo de las comunicaciones de masa.

Finalmente, todo eso se condensó en El nombre de la rosa (1980). Esa novela policial sigue una trama típica del género (cosa aborrecida por sus amigos neovanguardistas y leída en su momento como una traición), pero está repleta de citas cultas, y su ambientación, en una abadía en pleno Medioevo, le consintió alardear de sus inmensos conocimientos. Una fórmula perfecta: el libro fue un éxito extraordinario, vendió más de 30 millones de copias y fue traducido a casi 50 idiomas. Muchos pensaron (y piensan) que se trataba de una pura operación comercial, y en cierto sentido Eco aplicaba con esa primera novela una estrategia, como lo había hecho Bongiorno, pero el juego no era de identificación con la audiencia, sino de seducción intelectual simplificada.

Varios paseos por los bosques narrativos

La obra narrativa de Eco (ahora cerrada si no hay eventuales sorpresas póstumas) había empezado en 1966 con dos volúmenes para niños, La bomba y el general y Los tres cosmonautas, ilustrados por el artista Eugenio Carmi, en los que el escritor eligió un público infantil para meterse con cuestiones que preocupan a los adultos: el desarme de las naciones y las relaciones de la tierra con otros planetas. La clave experimental de los diseños-collage de Carmi (estamos todavía en clima neovanguardista) fue quizá responsable del poco éxito de aquellos libros, aunque ni su simplificación para la reedición de los años 80 ni un nuevo relato, Los gnomos de Gnu (1992), lograron cambiar la escasa difusión de esa faceta de Eco.

Pero la popularidad mundial del escritor, como ya se dijo, había dado un gran salto con el boom de El nombre de la rosa, aunque Eco haya declarado en más de una ocasión que odiaba esa novela y que esperaba que los demás la odiaran también, asegurando que las que escribió después eran mucho mejores. Se refería, en primer lugar, a El péndulo de Foucault (1988), en la que se mezclan, en un ambiente contemporáneo, templarios, teorías conspirativas, esoterismo y alquimia, manteniendo la fórmula de El nombre de la rosa en lo relacionado con las citas cultas. Incluía también a las novelas históricas La isla del día anterior (1994) y Baudolino (2000); esta última ligada a un juego autobiográfico que caracterizó varias de sus creaciones: el tiempo medieval de sus intereses académicos y la geografía piamontesa de su nacimiento. Le siguió La misteriosa llama de la Reina Loana (2004), novela ilustrada con especímenes de la cultura pop (tapas de revistas, historietas, textos de canciones, etcétera) utilizados por el protagonista, profesor de literatura con una particular forma de amnesia, para recuperar la memoria. En El cementerio de Praga (2010) Eco volvió a la novela histórica, reelaborando la narrativa del proceso independentista italiano. Sin entrar en sus méritos estéticos, sin duda fue la menos afortunada en materia de crítica: los contenidos brutalmente antisemitas incluidos en la formación de su héroe la hicieron objeto de brutales ataques. El vaivén de contemporaneidad e historia se cerró con Número cero (2015), en la que el semiólogo la emprendía, situándose en 1992, con el ambiente periodístico: en ese breve libro, la presunta fundación de un diario es el tejido que sostiene filosos apuntes sobre la cultura, la política y la ideología italianas. Incluyendo, por supuesto, conspiraciones.

Nadie acabará con los libros

Por supuesto, mientras se sucedían sus novelas, Eco siguió publicando ensayos y textos teóricos como Los límites de la interpretación (1990), Kant y el ornitorrinco (1997), Decir casi lo mismo (2003) e Historia de la belleza y de la fealdad (2005-2007) y, sobre todo, nunca dejó de participar activamente en la vida política y social italiana y europea, ganándose enemigos (por ejemplo, por sus numerosos ataques a Silvio Berlusconi) y causando polémicas (la última el año pasado, cuando declaró que las redes sociales son, sobre todo, instrumentos para que cualquier imbécil pueda hablar públicamente). Su mayor legado, más allá de algunos libros específicos, reside en haber sido el más proficuo mediador entre la pura intelectualidad y el consumo cultural de las masas de los últimos 50 años, siempre manteniendo un sagaz sentido del humor. Su último libro, una recopilación de artículos recientes sobre la actualidad, que lleva por título Papé Satàn aleppe (el verso más misterioso de la Comedia de Dante), saldrá a fines de febrero y sin duda confirmará ese rol.