Es de noche, estoy solo con el televisor, la radio, el smartphone. No tengo espejo, pero estoy seguro de que los músculos faciales están en modo on en el botoncito de expresión de felicidad y, sin necesidad de una tomografía del alma, sé que estoy en un admirable estado de paz y felicidad que estiraré a mi favor cuanto pueda.

No han pasado grandes cosas para los creadores de realidad virtual, pero mi mundo, que creo que es también el del vecino de enfrente, el del bolichero de la esquina, el del que atiende la mueblería del centro, el de la agencia de loterías y quinielas -ah, me olvidaba, también el de la esposa del pollero-, se ha modificado sólo por un partido de fútbol.

Sólo ha terminado un partido que el mundo de la información -que muestra botines iluminados y con firmas, que intercala imágenes de clubes ingleses propiedad de jeques árabes, dirigidos por un latinoamericano y con una dupla ofensiva japonesa-burkinesa- ignora. Y sólo podrá entrar en contacto con la noticia por intermedio de sabelotodos o licenciados que, a duras penas, podrán identificar esos nombres a los que la nomenclatura técnica les hace llevar estúpidamente apellidos como Capital, Interior, Sector, que terminan hundiendo en el ostracismo al pueblo que se llama Florida a secas, Nueva Palmira, Young, San Gregorio o Batlle y Ordóñez.

Es una alegría fuerte, pero intuyo que efímera, por eso la aprieto contra el teclado y la fotografío en la angustiante hoja en blanco. Es una felicidad candorosa y no superflua, finita pero con la caducidad extendida en el tiempo tanto como la pueda recrear con mi gente. No ha pasado nada, sólo que una vez más los nunca favoritos, los siempre desde atrás han llevado el milagro hasta el minuto final.

Todo yuyo

No parece un gran plan arrancar a escribir pensando que habrá que lidiar con posibles excluidos entre los potenciales lectores de este borrador. Es que los que no nacimos o no nos criamos en la muy fiel y reconquistadora, esos a los que los montevideanos nos llaman “canarios”, sin importarles si somos de Canelones, Paso de los Toros, Melo, Agraciada o Trinidad, sabemos de la enorme dificultad que tiene o tendrá un capitalino a la hora de trasladar ciertas emociones, visiones e informaciones sobre una de nuestras pasiones en común, el fútbol, que es el mismo pero puede ser tan difícil de decodificar si aprendimos a vivirlo en el pueblo y no en la metrópolis, o viceversa.

Lo planteo en esos términos porque, como miles de ustedes o sus padres, vi la luz en el hospital del pago; aprendí la vueltita de la o en la escuela Artigas; supe que había que mirar para los dos lados antes de cruzar la calle buscando autos viejos, ciclomotores, bicicletas y hasta gauchos a caballo; y llegué a la metrópolis con horas de fútbol en campos de verdad, con abrojos y yuyos, sin saber jugar en la calle a dos paños ni confiar en el grito alerta de la mancha hielo del fútbol: “¡auto!”.

El más allá

Aquel incienso, alquimia de aceites y masajistas, corporizado en viejas piernas lustrosas, te sacaba de ambiente y te conducía a un mundo de fantasía, de caballeros y héroes guerreros que, con pesados pasos de león, se abrían paso entre sus vecinos de todos los días. Los niños podríamos estar potreando por ahí, o de la mano del padre, abuelo o tío, padrino de aquel bautismo de esa compleja emoción colectiva, pero todo se congelaba ante la menor señal de que se acercaba aquel momento de efímera comunión y máxima emoción, en el que los futbolistas, murguistas cantando entre la gente, daban el tono con el estridente sonido de sus tapones marcando una marcha triunfal. Ahí, en medio de la gente y ante nuestra pequeñez y asombro, avanzaban con seguridad y miedo hacia la batalla, a veces al campo de la gloria, otras tantas al infierno tan temido, pero siempre enhiestos, serios, grandiosos.

Soy un canario con carta de ciudadanía y todos los derechos adquiridos de la metrópolis, con el culo gastado de sentarme en el Centenario, con callos en las manos de alambrados estrangulados, con disfonía crónica de gritarle al línea que baje esa bandera y de apoyar con un “¡buena, 4!”, un “¡bien, botija!” o un “¡ojo la espalda!” al pibe de la cuarta que hoy tuvo que jugar y que nadie sabe cómo se llama. Tengo horas de televisión viendo a ignotos clubes como Sportivo Desamparados de San Juan o Alavés -que no Chelsea o Paris Saint-Germain- y sufriendo locas pasiones por El Tanque Sisley, Central Español y Villa Teresa; pero sólo con la selección siento que mi vida cambia y logro estadios de placidez, alegría, calma y paz sorprendentes, si uno se da cuenta de cuál es la razón de ese ansiado y esperado estado.

Efímera pero no superflua

Y ahí está un posible intento de respuesta a mi pregunta aún no formulada: me gustaría saber si esa alegría efímera pero no superflua, finita pero lo suficientemente perecedera para embarcar definitivamente mi humor a una sensación de placidez, tranquilidad y esperanza que a veces me da el fútbol, el deporte o esa camiseta que nos une, es trasladable a la mayoría de los casos, a todas las ciudades, a los barrios de rascacielos y a los pueblos que tienen calles que se llaman 60 Metros o Ruta Vieja.

Mi primera señal de identidad y pertenencia colectiva me fue dada por unos vecinos inmensos para mi niñez, y -a posteriori me doy cuenta- inmensos para mi madurez, que defendían a la selección de mi pueblo.

Uno nunca va a encontrar lo mismo si vuelve atrás en el tiempo, pero en cada partido del Sur, del Este, del Litoral, cada campeonato del interior me lleva a aquella bella y tensa espera por la albirroja, que 100 kilómetros más allá es la roja, o la tricolor, o la celeste, o la blanca, o la auriverde.

Aquellas bochornosas tardes de siesta de la abuela se asociaban con una larga y casi insoportable espera jugando en silencio a patear como el crack de mi equipo. A pata, nomás, y apenas con un shortcito de baño, imitaba su altivo paso en curva, el pecho henchido, la frente en alto encuadrando aquellos vestigios de jopo que habían engañado a otras colombinas en otros puertos, e intentaba con mi pelota imaginaria clavarla en el ángulo de la vidriada puerta cancel, bastión defensivo de la zona de la siesta, e imaginaba la estéril estirada del atlético arquero de los extraños visitantes que amenazaban con llevarse lo nuestro. A veces, el segundo tiempo contra la siesta permitía alguna escapada por la punta coronada por un helado de crema en el Sportman o en el Café del Centro, y ya en la vuelta, como un joven jalvita que intentaba adueñarse del puesto ajeno, experimentaba en el patio -cuidando las plantas, protegidas por el toldo- o en el garaje -con una inestable pelotita de ping-pong- anticipar los lances de la nochecita con la omnipotencia y la candidez de un niño soñador.

La pradera

Me pasó el otro día y me sentí como arrancado de un cuento de ciencia ficción de Ray Bradbury, porque seguro sólo él y algunos más podrían haber concebido aquel acontecimiento, cuando en 1924 aquellos muchachones caderudos y bien puchereados, la mitad de ellos hijos de uruguayos venidos de los barcos, le daban duro al tiento a orillas del Santa Lucía Chico en la primera final del Sur, entre Florida y San José. Ya hace más de 90 años de aquel inesperado mundo para quienes habían nacido en el siglo XIX. Hoy, en pleno siglo XXI, es natural que nos resulte también sorprendente poder vivir un partido a varias leguas de las casas.

Fueron cuatro horas -primero el partido de juveniles y después el de mayores- con el cuore batiendo fuerte. Lo extraño e inimaginable era estar viendo, sufriendo y gozando por televisión un partido que hace unos años era impensable ver a menos que uno fuese al estadio del pueblo vecino -San José, para el caso, pero bien podría ser Paysandú, Rocha o San Gregorio de Polanco-. Yo, con mis nervios, mi mate y mis sueños, en el estar de mi casa. Ellos, los depositario de mis sueños, los usureros de mis nervios, los candidatos a semidioses de mi ilusión, allá, en el césped del Martínez Laguarda maragato, lejos en kilómetros de cada cebadura de tensión, pero cerca de la esperanza.

Fueron cuatro horas de inocencia y candidez, de ilusión y realismo mágico, de humores que iban y venían, de paradas en la estación de la irracionalidad -los “Santo Pilato, si Florida no gana no te desato” que hubiesen dejado una enorme colección de pañuelos anudados de la vida-, de despejes con la alpargata derecha desestabilizando la vitrofusión que juega de eje central en la mesa ratona.

Cuatro horas en otra dimensión, en la que los problemas y las soluciones del mundo, sus alegrías y sus miserias, quedan encerrados en esos hombres que enfrentan el juego de la vida igual que lo hicieron sus antecesores, que no fueron otros que sus padres, sus abuelos, sus vecinos, que le dan de punta y para afuera si son de Florida y la juegan con paciencia y al toque si son de San José. Y ahí está uno, viejo monaguillo de la religión albirroja, o de la blanca, o de la roja, o de la celeste, o de la albiceleste, o de la azul, o de la verde, o de la que sea. La que lleva a sus vecinos, sus pisteros de estación, sus primos, sus compañeros de clase, sus plomeros, sus electricistas, travestidos por 90 minutos -las noches de enero, un par de meses, o hasta quizá la efímera eternidad aldeana- en apóstoles del fútbol del pago, en héroes de la congregación de la pelota, en nuestros maestros de la pertenencia, en profesores de la adhesión a la causa.

“Radios prendidas hace 100 años, la misma foto cambia de color”, dice el Pitufo Lombardo en Noche fallida, y entonces, entre perfume de glicinas cortado con linimento, siento como música iniciática, como el guacho que mira bien de al lado a la murga, como el primer beso, como aquel gol, las fusas y semifusas que marcan el compás de los tapones sobre el cemento mientras los para siempre inalcanzables cracks de mi pueblo, los que mañana volverán a ser verdulero, vidriero o repartidor, caminan entre sus vecinos haciendo sonar sus tapones, acomodando sus camisetas, arreglándose el jopo o jugando con el algodón embebido en alcohol, rumbo al campo de nuestros sueños.

Avísenle, avísennos que eso es la gloria.