Y el muchacho hizo una carrera, pagó mil cursos, se especializó y ahí está, pendiente del celular o del mail, esperando a que alguien lo llame (y no precisamente Dios, aunque a veces ruega) para la changuita quincenal, del mes o, cuando la suerte o el milagro lo acompañan, para el gran golpe: seis meses o un año ininterrumpidos en un proyecto que se convierte, quizá, en el trabajo más duradero de su vida.

Es el freelancer, nombre altanero asociado a ciertos oficios o profesiones, las de las nuevas tecnologías, los trabajos creativos o relacionados con el pensamiento, todo ese largo pergamino engrosado año a año por un impulso irrefrenable y social hacia la comunicación o el expresarse: periodistas, diseñadores (gráficos, de prendas o de objetos), fotógrafos, los de los oficios de las artes (en el teatro, en el cine), ni que hablar de los egresados de las carreras humanísticas y una larga lista a la que cada uno le puede agregar su etcétera.

Pero no voy a hacer el rosario de las quejas del pobre freelancer, porque creo firmemente que uno de grande sabe, más o menos, a qué se expone cuando hace algunas elecciones, aunque es cierto que el entorno no lo ayuda en su libre albedrío. Como si todo nos empujara, desde tiempos inmemoriales, a la vieja condena del trabajo en un mismo lugar (empresa privada o el sueño siempre reeditado del Estado) hasta la jubilación y la muerte. Ése es el precio que quizá no pagan los freelancers: la repetición, día a día, del mismo escritorio, la jefa con ínfulas de dueña de uno, el fantasma que rodea la conciencia y murmura al oído “tenés que irte de acá, tenés que irte de acá” mientras las manos y la boca articulan la gestualidad aprendida, el estar firme, el aguantar, el puta madre de cada mañana, el ya queda menos del mediodía, es una horita más y afuera en la tarde.

Tampoco hay que condenar al que transita ese camino. A veces lo hace por pereza, otras porque no tiene más remedio, muchas porque prefiere la seguridad del fin mes, las vacaciones pagas y los convenios colectivos, el vacacional, una jubilación al final de un trayecto. Aunque en su gran mayoría éstos no sean los del pergamino de profesiones ya nombrados, sirve la asociación para decir lo que sigue: justamente todo eso es lo que no tienen los freelancers, esos changadores contemporáneos.

El que puede tomarse la vida con calma y espera mientras sigue mandando mails y casi que presentando su currículum cada vez que extiende la mano o esboza sonrisas precontractuales -por si acaso- la pasa mejor, podría decirse, porque ha incorporado una inmunidad que lo protege mucho más que al otro tipo de changador (me gusta más que freelancer; me parece más autóctono, más criollo), el ansioso, el que espera y desespera y vive la angustia de la cuenta impaga, del anticipo de los fideos con queso.

Tampoco ayuda, la verdad, este Estado regulador e hiperlegalista (y a veces ni los compañeros organizados) que, en su afán del trabajador con todas las de la ley, no deja trabajar al que, inevitablemente, es empujado a estar fuera de la ley. ¿Qué sentido tiene que para vender un trabajo de, digamos, 4.000 o 5.000 pesos estos changadores contemporáneos tengan que abrir unipersonales invirtiendo días de trámites y pagando por mes casi lo mismo que lo que pueden llegar a facturar?

Y a veces ni eso, pagando por si sale alguna changa. Todos sabemos del trasiego de facturas prestadas o compartidas -“después me pagás el IVA”-, de la hipocresía que implica a veces la igualdad entre trabajadores. Apostar a cierta igualdad es tratar desigual a los desiguales. Aquello de que pague más el que tiene más o dejar en paz a los que recién empiezan o facturan apenas para la luz (que ya es mucho) por mes.

Aquí se nos plantea otro asunto carísimo a los principios de esta democracia de papeles. ¿Da para todos? ¿Se puede exigir, sueltos de cuerpo y sin principio de realidad, coberturas de salud y todos y toditos los derechos laborales? Se puede y es muy loable, y un horizonte o un pasado dignísimo y ojalá inextinguible, pero también parece que, como en tantas otras cosas, son el mantra de la repetición de derechos sin mojón en la vida, en el sistema, al menos para miles.

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Son dos amigos diseñadores que se juntan y quizá contraten a un tercero para que sean tres que hagan lo que les gusta y vivan mínimamente de eso, de sus diseños, de sus creaciones, de sus ímpetus. Pero no, cae el Estado y muchas veces las organizaciones sindicales fuertes (las que sí pueden proteger a sus trabajadores y exigir como el marxismo manda) y les arruinan el pastel a los muchachos.

Trabajar en la informalidad está mal, muy mal, es un retroceso y una burla reaccionaria a las conquistas laborales, y entonces es mejor que no trabajes en nada, que arranques, literalmente, para las ocho horas. Y no me hago el bobo y también acuso a mi gremio (del que ya no formo parte), que lanza declaraciones pomposas frente al despido de cualquier trabajador de un gran medio de comunicación y es incapaz de generar un sistema para que los freelancers, los changadores de la prensa, puedan vender su notita a cualquier medio sin tener que crearse una empresa cuando son unos pichis del trabajo intelectual. La famosa solidaridad de clase.

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El trabajador independiente, que al menos una vez al mes se pregunta por esa decisión en su vida, casi siempre la resuelve con dos respuestas: que es lo único que sabe o quiere hacer y que prefiere esa incertidumbre (con todos los riesgos que conlleva) a marcar tarjeta indefinidamente, y entonces se obliga al olvido: no hay vacaciones pagas, no hay aguinaldo ni salud privada (aunque la pública viene bastante bien), no habrá -qué asunto para los uruguayos- jubilación mínima.

Trabajará toda su vida a menos que tenga un último golpe de suerte. ¿Jubilación mínima? Mis padres y cientos de padres de mis colegas changadores después de 40 o 50 años de trabajo ganan una jubilación real, en la mano, de alrededor de 6.000 pesos mensuales. Eso sí, con tablet de regalo. Claro, no son los trabajadores de empresas cotizadas ni los que pertenecen a sindicatos con peso, pero ¿no son la mayoría de los jubilados?

Poniendo el asunto en otro plano, ya radical, y más cerca de la producción (¿para qué, para quién?) y de uno mismo, de su adentro, rememoro aquellas palabras demoledoras de Charles Bukowski: ¿cómo diablos puede un ser humano disfrutar de que un reloj de alarma lo despierte a las 5.30 para brincar de la cama, sentarse en el excusado, bañarse y vestirse, comer a la fuerza, cepillarse los dientes y cabello y encima luchar con el tráfico para llegar a un lugar en donde usted, esencialmente, hace montañas de dinero para alguien más, y encima, si le preguntan, debe mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacer eso?

Esta diatriba que tomo de ese escritor maldito no es contra los que bien se ganan el pan, los que alimentan a sus hijos; no es ni siquiera una diatriba, es una pregunta que todos, los que se ganan el pan y alimentan a sus hijos y los temerosos y los cobardes y los cómodos y los que eligen, realmente eligen, estar de por vida en el mismo lugar de 9.00 a 18.00, todos los que alguna vez, antes de las canas que trajeron la costumbre, se hicieron. Para todos los demás, los changadores en serio y, me faltaba decirlo, que miles de veces crean mierda y otras miles, sentidos estéticos o discursivos, formas nuevas de pensarse, percibirse, sentir; para todos esos que sudan la gota gorda de lo incierto, queda remangarse y saber de la intermitencia entre el arroz y el buen vino, nos queda erradicar de nuestro abecedario vital la palabra jubilación, saber que más tarde o más temprano moriremos o que el destino hará de las suyas, y, a su vez, convencerse de que no trabajar un lunes o un jueves tiene que ver con la incertidumbre y con tragarse la realidad por lo derecho, sin ficción alguna (justo, para los creadores), pero también con la libertad.