“Mujerhombre

me has fornicado y te he fornicado

hemos hecho algo parecido al amor

y aun así prefieres dormir a los pies

de la cama y con la luz encendida”.

(“Mujerhombre”) Santiago Pereira.

I.

Es de noche y hace frío. Me bajo de un inter y me siento en la parada oscura. Mando mensaje. “Venite nomás”, me dice. Camino. Voy por un barrio con calles de pedregullo. “Cerca del aeropuerto, en la estación se lo indicás al guarda”. Voy por un barrio con calles de pedregullo y no logro diferenciar las ganas del miedo. Mi anhelo: una experiencia transgresora y fulminante. Una mujer con pija. Serlo todo al mismo tiempo y olvidarme de que existo. Llego. Me mira por la ventana. Me hace gestos: está abierto. El portón, la puerta por el costado. Con su peluca y su ropita de puta se oculta de las miradas del barrio. Está sola. ¿Quizá también se oculte de la mirada inocente de una esposa? Pero la cama es de una plaza; el desorden es de un soltero. En el centro de la habitación y sin música nos empezamos a tocar. Ansiedad. He viajado durante más de una hora para que ocurra esto que ahora está ocurriendo.

Le manoseo el jean, ella me baja el pantalón. Puedo sentírsela bien dura y eso me vuelve loco. Lo quiero todo. Quiero llegar más allá de lo que me permito. Me la agarra y me la besa, yo no paro de tocar. Bajo la presencia mortuoria de la luz de un monitor (otros chat aún pendientes) me conduce hacia la cama. Es un hombre viejo, pienso. Es un hombre viejo que se levanta temprano para ir a laburar. Me conduce hacia la cama, he dicho. Me pregunta si me gusta que me cojan. Sí, me gusta, le contesto. Me gusta, me da miedo, me siento humillado. No puedo decirlo todo. Yo sólo soy un pendejo. Con el asco y el deseo entreverados, yo la espero en cuatro patas y anticipo el dolor del golpe.

Luego priman las convenciones. Me toca a mí, soy el hombre. Lo penetro contra la pared de la cama y siento la decadencia. No estoy con una persona. Empujo, digo groserías. La agarro de la peluca y ella me mira espantada. Se me zafa y la levanta del suelo como a un objeto muerto. Tirate en la cama, me ordena. Se sienta, cabalga, me desborda mi ansiedad y ya no aguanto. “Avisame. Avisame así me acabo contigo”. Uno, dos, tres, ¡ahí, ya viene!, le grito. Acabamos los dos juntos y siento el semen en mi panza. Fin del juego.

Entonces me visto, me acompaña hasta el corredor. Se me acerca y luego intenta darme un beso. La rechazo, no quiero eso. “Son todos iguales: vienen, gozan y no aceptan siquiera un mimo”. No hay humanidad posible. No hay remedio para el frío. No digo amor. Humanidad. La carretera de nuevo y el invierno omnipresente.

II.

Han pasado varios años, pero el frío no se ha ido. Un cíber céntrico de los tantos y yo tratando de salvar la noche. MSN, elchat.com. No consigo nada o nada que me conforme. Entonces la veo conectada. Le hablo, no es la primera vez. Está que se parte. Perfectita, toda operada. Me la imagino en la cama, me la imagino viciosa. Es merquera y me lo dice. Es merquera y le encanta ser activa. Me contesta. Que en qué ando. Acá, con ganas. “¿Querés venir para casa?”. No le creo. La última vez que hablamos me dijo “no sos mi tipo”. Las fotos, siempre las fotos. Aprovecho el equívoco o la sed y no le doy tiempo a pensar: le pido la dirección y me voy a su casa. Tres Cruces. En 15 minutos llego.

La movida era fiestera. “Tengo a un par de amigos acá, ¿no te molesta la joda?”.

No, claro que no. Mejor. Por las calles de La Aguada mi deseo se enardece. Camino, apuro el paso. Puedo sentir el sudor a pesar del rocío, y el olor de la noche pasada de hora y de vino. Soy feo. No encajo, sé que no le voy a gustar. Gordo, barbudo, intelectual. Soy otra víctima de la estética imposible de los cuerpos. Encuentro la dirección de la casa. Golpeo.

Es alta, rubia, de piel oscura. Me mira y sé que le cuesta comprender. Duda un segundo y me meto sin dejarla pensar. “No sos igual”, me reprocha, “no me dijiste que habías cambiado”. Me confunde. En el medio de la sala veo a los dos tipos tirados. Una botella de espumante. Se me para adelante, decidida. “Escuchame, mi amigo se siente mal”. Y ahí mismo me explica que hoy esto no se va a dar, que me tengo que ir, que si le pasa algo a su amigo ella lo tiene que cuidar. Me acompaña hasta la puerta, me empuja con la mirada. No hay humanidad, ni redención, ni palabras. Afuera. Otra vez el frío. La dictadura de la superficialidad y todas las calenturas de una noche mal apagadas.

III.

Pero también estuve en un apartamento de Malvín Norte y las cosas fueron distintas. Noche de primavera, brisa caliente y cerveza. Ella se mueve en la silla y yo dejo lentamente que el deseo me penetre. Hablamos. ¿Tiene 40? Vive en el interior y viene de vez en cuando. Cuida al hermano, cuida a la madre. Recientemente ganó su nombre y se siente muy orgullosa. Sin operaciones, con la dignidad de ciertas veteranas independientes. La casa es humilde y se abren las puertas para el invitado. “Vos sos un pibe. ¿Y qué te gusta? Contame”. Yo seguía siendo un pibe, pero algo había cambiado. No me importa si no cojo, aunque sé que me gustaría. Ella me habla del Frente, de las ventajas logradas. No tiene un cargo. No es licenciada.

Yo sigo siendo un pendejo, intelectual y complicado, y sin embargo nos entendemos. “¿Entonces vos sos rockero? ¿Y dónde queda tu pueblo?”. Me convida con un cigarro. Se ha logrado la empatía. Me mira, y con el gesto amanerado de un viejo me hace pasar al cuarto.

“Sacate la ropa, papi”; el lugar común del puto pero dicho con un genuino acento maternal. No me acuesto con ella por todo lo que haya sufrido o haya tenido que pagar, porque se haya fumado las puteadas y a pesar de la incomprensión criolla haya salido adelante. Pero tengo que reconocer que hay algo de eso que admiro. Por la ventana entra una ráfaga de aire tibio y finalmente nos besamos. Nos besamos, todo se vuelve abrazo. Ella, yo, contingentes. Luego regreso a la noche y también me siento persona.