El asunto es deprimente. Y es un asunto pequeño, de un tipo que no suele calificarse como “problema social”, pero que afecta a muchas personas, casi que por definición desconectadas entre sí. Cristina es hija única y está por cumplir 50. Hace añares que su madre viuda está enferma, casi no camina y tiene que recibir inyecciones con frecuencia. Cristina prácticamente dedica toda su existencia a cuidarla, lo cual implica no tener una vida propia. Por más amor filial que sienta, se frustra con su cotidiano monótono y opresivo, y da la sensación de que su vida se va por el caño mientras se dedica a las pequeñas tareas domésticas y los muchos cuidados que su madre necesita.

La madre, para colmo, no es la más simpática de las criaturas: autoritaria, conservadora, un poco demandante, comprensiblemente malhumorada por una vida aburrida, confinada y llena de dolores físicos. El cumpleaños de 50 de Cristina no parece suyo: es ella en su casa vieja (mal iluminada, llena de muebles anticuados), rodeada de viejas reaccionarias y amargas que charlan de enfermedades y chusmean con maldad. Viven, al parecer, en una ciudad mediana no identificada, sin la variedad de opciones de una grande. El ambiente es muy católico, con misas, visitas dolidas al cementerio donde está el marido muerto y confesiones con un cura veterano que no se luce mucho por el brillo de sus consejos.

El elemento que dispara el poco movimiento que tiene esta película es el regreso a esa ciudad de Sandra, compañera de liceo de Cristina. Vuelve para el entierro de su padre, se queda un tiempo y retoma la amistad con Cristina. Pasa a ser su única amiga, en realidad. Mientras Cristina es apagada, resignada y reprimida, Sandra es extrovertida, se viste en forma más luminosa, le gusta bailar y jugar en el casino, fuma sin problemas de conciencia y tiene una actitud menos convencional hacia el sexo. El vínculo con Sandra parece ser el disparador para el evento más o menos dramático del final.

La película está filmada en forma tan austera y pequeña como su asunto. Con cámara en mano, sin música incidental. Casi todo el tiempo son primeros planos de las tres protagonistas, sobre todo de Cristina, quizá como un isomorfismo de su situación. Aun cuando ella camina por ahí para tratar de despejarse, nunca tenemos la sensación de espacio abierto, porque la pantalla está ocupada mayormente por su cabeza y apenas vislumbramos el paisaje. En muchas ocasiones la vemos ante un espejo (y en un momento frente a dos, triplicada), o sea que el espacio “vacío” a su alrededor sigue siendo su rostro fatigado, dolido, tenso, desesperanzado.

La madre del cordero podría describirse como una película de denuncia si el tipo de situación que trata fuera considerado un problema social. Como no es así (y eso es parte de lo que el film, potencialmente, denuncia), tendemos a verla como un drama íntimo, personal.

Quizá el inconveniente principal es que la obra se parece demasiado a la situación que describe, sin que tengamos una línea abierta de diálogo con el narrador que nos asegure que se planta fuera del mundo descrito. Ningún personaje, ni siquiera Sandra, parece tener muchas luces. Realmente no sabemos qué podrá hacer Cristina libre de la carga de su mamá: no parece tener aspiraciones de tipo alguno, sexuales, amorosas, profesionales, artísticas o de otro tipo. Y si las tuviera, no parece que el medio en que se mueve sea apto para satisfacerla. Con esa ausencia de perspectivas, ella aguarda la muerte de su madre y nosotros, el final de la película.