Spotlight (“foco”), título original de esta película, es el nombre de un equipo especial, dedicado a investigaciones de fondo, del diario The Boston Globe. Ese equipo ganó el premio Pullitzer de 2003 por la denuncia periodística que dio visibilidad a los casos de abuso infantil por parte de curas católicos, dejando en evidencia su abundancia y la forma en que la iglesia católica suele taparlos: no sólo tratando de impedir que ganen conocimiento público, sino incluso protegiendo a los culpables y, al mantenerlos en actividad, permitiendo que prosigan sus prácticas pedófilas.

La película que describe esa investigación tiene cierto sabor a pasado. Un poco, obvio, porque la acción transcurre en 2001 y 2002. Pero también por el estilo y el espíritu, que reflejan algunas tradiciones hollywoodenses. La más evidente es la del cine de investigación periodística con ribetes políticos. El referente más claro es Todos los hombres del presidente (Alan Pakula, 1976): el ambiente de la redacción, la jerarquía interna, el espíritu vocacional y la habilidad con la que los periodistas van destapando el caso, que al inicio es un hecho menor y aislado pero de a poco va ganando dimensiones mucho más amplias y cruciales, que permiten reconsiderar aspectos del poder. Este tipo de cine es una subespecie del “cine de profesiones”, es decir, películas centradas en determinada ocupación, que muestran sus atractivos y también su imprescindible utilidad social. Es un subgénero específicamente estadounidense, y desde afuera lo podemos apreciar como un factor significativo de una sociedad que se esfuerza por convencer a los ciudadanos de que cada una de sus piezas es esencial para el funcionamiento del todo.

La tradición del cine de investigación periodística se fusiona aquí con la de las misiones de equipo, en las que cierta tarea le es encomendada a un grupo de personajes. Entre éstos puede haber una jerarquía interna, y aquí tenemos toda una cadena: el editor general del diario, Marty Baron; el supervisor, Ben Bradlee; el líder de Spotlight, Robby Robinson; y los otros tres integrantes del equipo, Mike Rezendes, Sacha Pfeiffer y Matt Carroll. Como es habitual, cada uno tiene un perfil bien definido, en este caso, incluso, resaltado con estilos de actuación contrastados: los polos son Liev Schreiber (Baron), ejemplo extremo de cierta “expresividad inexpresiva” que estuvo en boga en los 70, y Mark Ruffalo (Rezendes), que, al revés, es explícito, físico (corre, gesticula, grita, se descontrola). No hay un protagonista individual neto (las candidaturas al Oscar de Ruffalo y Rachel McAdams como “actores secundarios” son dudosas, porque no hay nadie que sea más “principal” que ellos). Eso no implica que no haya escalones de protagonismo, no coincidentes con la jerarquía interna: Robinson, Rezendes y Pfeiffer ocupan el mayor tiempo de pantalla, y cuentan con la mayor carga de empatía y de sinceramiento individual. Baron viene después, luego Carroll y luego Bradlee. Hay un prólogo ubicado en 1976 (justo el año de Todos los hombres del presidente) que ilustra uno de los casos de denuncia de abuso seguido de encubrimiento. Es el único momento de la película en el que no estamos junto a uno de esos seis periodistas.

Dado que el énfasis está en la investigación, la acción física es muy reducida. La opción por repartir el protagonismo es uno de los múltiples recursos del film para sostener el interés, y sirve para darle agilidad al ritmo mediante escenas alternadas, que implican además locaciones variadas. La realización es clásica e involucra, en casi todos los rubros, dosis extraordinarias de talento, detallismo y fineza, en el montaje, en la composición de los planos, en el découpage de las secuencias, en la construcción de las secuencias de montaje, en los diálogos, en los actores y la manera en que están dirigidos (bien se merece algún premio como actor secundario Stanley Tucci, en el papel de un abogado trabajólico, idealista y huraño). Fineza, digamos, a lo Hollywood, lo que siempre implica algo que algunos podemos tomar como sobreexplicación (la cantidad de secuencias en las que, luego de alguna referencia a la pedofilia, vemos una placita con niños, o niños pasando en bicicleta; o, aun más patente, la secuencia de montaje en la que la ambientación cerca de Navidad se explicita con un coro infantil cantando “Noche de paz”). Esa habilidad está volcada también a la manera clásica, sin llamar mucho la atención sobre sí misma: no hay exhibición de virtuosismo técnico, sino un trabajo desde la idea de “invisibilidad” de los recursos, puestos al servicio de que el espectador se mantenga conectado con el asunto y vinculado con los personajes.

La película tiene sabor setentista, pero es de ahora. Ello se hace sentir sobre todo en la música de Howard Shore, con su tono de ternura teñida de melancolía desilusionada que termina resultando empalagosa, ya que todo el tiempo está direccionando a “¿se dan cuenta de qué triste es todo este asunto?” Probablemente en los 70 la música se habría permitido conectar de vez en cuando con la adrenalina de la investigación y la satisfacción con sus frutos, sin obsesionarse tanto con señalar la dirección ética que necesita ostentar ante el tribunal virtual de corrección política. A su vez, la expresión facial de McAdams como Sacha equilibra la fuerza del propósito justiciero con unos ceños permanentemente elevados para indicar que está compungida.

El film se mete con un asunto espinoso y lo hace de una manera pudorosa: no hay escenas escabrosas de abuso, no se insiste en personajes villanescos. Acompañamos con los periodistas el descubrimiento de la amplitud del fenómeno: el caso al parecer aislado de un cura abusador lleva a los de unos pocos curas más, luego llega la denuncia de un total de 13, que luego crece a unos 80, y los letreros finales hablan de 249 curas sólo en Boston (uno de cada seis curas de esa ciudad), seguidos de una pantalla llena de otras localidades estadounidenses en las que se constataron situaciones similares, y otra pantalla más con ciudades de otras partes del mundo. Pero la película se mantiene respetuosa (que en este caso quiere decir también acrítica) de la institución religiosa en sí misma. Es más, insiste en señalar la supuesta importancia de la religiosidad para el equilibrio social. Desde esa perspectiva, uno de los problemas graves de la situación denunciada sería, justamente, que se rompa ese vínculo presuntamente saludable y necesario de la gente con quienes deberían ser sus guías espirituales. Así que no se espere ningún alegato anticlerical o ateísta. De hecho, la reacción de la iglesia católica fue -al menos de la boca para afuera- positiva: aplaudieron la ayuda brindada a su filial estadounidense para “aceptar plenamente su pecado, admitirlo públicamente y pagar las consecuencias” (esto fue un comunicado de la Radio del Vaticano).

El cine de profesiones suele ser dialéctico: aquí se destapan podridas varias que tienen que ver con instituciones muy importantes (la iglesia católica, la Justicia, la política, la educación, el propio periodismo, la cultura conservadora de Boston). Pero lo que se muestra es que, siempre que la profesión en foco sea ejercida con responsabilidad y tesón, se pueden lograr imprescindibles acciones de corrección del sistema, contaminado pero con buenos mecanismos de autopurificación. De la misma manera, entonces, el film es denuncia y autobombo, oposición y situación a la vez.

Sin embargo, algo que diferencia a esta película de la mayoría de las de profesiones es un aire de decadencia. La anécdota ocurrió cuando The Boston Globe empezaba a sufrir, como toda la prensa, la competencia de internet y la necesidad de ajustes. El film se hizo en un momento en el que ese problema es mucho más agudo que entonces. El gran diario, supuestamente independiente y con recursos suficientes para realizar ese tipo de investigaciones, con profesionales experimentados, bien remunerados y rigurosos, es una especie amenazada de extinción. En la medida en que la película canta la importancia de la prensa independiente para la salud democrática, hay en el aire una advertencia sobre el debilitamiento de ese mecanismo. Quizá la omnipresente música lamentosa se conecte un poco con esto también.

La estructura periodística está expuesta con la honestidad suficiente para que uno pueda observar un aspecto que no está para nada enfatizado, y que probablemente no hubo ni siquiera intención de exponer: lo muy relativo de la “libertad de información” en nuestras sociedades. El asunto importante y candente de los abusos sexuales por parte de los curas salió a flote porque Spotlight le dedicó una nota de peso (seguida de unas 600 más, de seguimiento) en The Boston Globe. Pero se muestra también que había aparecido en diarios menos poderosos, y que varias fuentes se habían arrimado antes al Globe denunciando ese tipo de hechos sin éxito. Como señala Noam Chomsky, las sociedades capitalistas modernas lograron generar un sistema que, aunque no lleva a cabo censura institucional, canaliza la información de tal manera que restringe el acceso a datos esenciales y su credibilidad. Fue necesario Marty Baron -un nuevo editor oriundo de afuera de Boston (y aun más atípico, por ser judío)- para que se concediera la importancia debida a este tema. Queda implícito que montones de cuestiones cruciales pueden no haber tenido la misma suerte.

La película sí lidia en forma expresa con otro asunto crucial y vinculado con el anterior, que también remite a Chomsky: lo que éste llama “problema de Orwell”, es decir, cómo puede ser que, disponiendo de los datos para llegar a determinada conclusión, logremos persistir en desconsiderarla. Por lo que se muestra aquí (ya desde el prólogo de 1976), lo que “reveló” The Boston Globe era ampliamente conocido, e incluso le había llegado, sin recibir atención, a algunos periodistas de Spotlight. Los hechos narrados en el film hicieron que se avanzara unos pasos en la concientización del problema, pero el principal responsable de los encubrimientos en Boston -el cardenal Bernard Law-, tras ser forzado a renunciar a su posición en esa ciudad, fue reubicado por Juan Pablo II nada menos que como arcipreste de Santa Maria Maggiore, en Roma, donde permaneció hasta su retiro, en 2011 a los 80 años de edad.