Se viene hablando de una película en la que el papa Francisco actuará de sí mismo (título tentativo: Más allá del sol, como el canto de alabanza). En noviembre del año pasado el viaje de Francisco a África significó el punto más alto de la épica mediática construida alrededor de un papa que restituyó el lustre de celebrity internacional que le había sabido sacar a su figura Juan Pablo II, y que se había deslucido bastante con Benedicto XVI.

No tengo nada que decir del amor que los fieles africanos sientan por quien consideran, de sus hermanos, el más cercano al dios en el que creen. Tampoco me interesa ahora calibrar el mensaje pastoral (y político) de Francisco. Es de la cobertura mediática del viaje que me permito una lectura secular. Dicho esto, para no mezclar papas con boniatos, largo sin embargo los zapallos que siguen esperando acomodarse solitos en el carro.

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La primera imagen que vemos es la de los rostros exquisitamente maquillados de los jóvenes wodaabe. Por momentos parecen cantar, pero lo que oímos en el film no es el sonido ambiente de la ceremonia (Gerewol) sino el Ave María en una fina voz femenina. Así comienza Wodaabe, los pastores del Sol (1989), un documental a la manera del cineasta Werner Herzog.

Los wodaabe son un pueblo nómada de África. Las fronteras de la descolonización los dejaron fundamentalmente dentro de la República de Níger, aunque sus desplazamientos al ritmo de las estaciones cruzaban límites que no existían en la vasta región subsahariana del Sahel. Esta misma contradicción entre el territorio móvil del nomadismo wodaabe y la fijación demarcatoria del colonialismo europeo es la que pone en primer plano Herzog al yuxtaponer el Gerewol y el Ave María, usando de manera irónica el clásico recurso del documental de las “cabezas parlantes”. ¿De qué dan testimonio aquí los jóvenes wodaabe como extraños coreutas del Ave María?

En Ojos imperiales: literatura de viajes y transculturación (un libro más o menos contemporáneo del film de Herzog), Mary Louise Pratt estudia las “zonas de contacto” del colonialismo: “espacios sociales donde culturas dispares se encuentran, chocan y se enfrentan, a menudo dentro de relaciones altamente asimétricas de dominación y subordinación”.

El film de Herzog predica la zona de contacto con el acento pícaro del doble sentido. El Gerewol es justamente una ceremonia de “contactos”: los jóvenes en edad de merecer, uno al lado del otro, hacen muecas, muestran unos dientes blanquísimos, abren exageradamente los ojos; todo un despliegue gestual propio de la tradición que les dicta el cortejo ritual. Una a una las muchachas irán eligiendo a su compañero.

Al revés de los usos más corrientes del levante occidental, donde la mujer suele ser la más “producida”, aquí son los hombres los que se maquillan. Y al revés del ideal cristiano de familia, las mujeres casadas también pueden elegir un nuevo amante, bajo la forma, eso sí, de un melindre que parece no querer renunciar al famoso gustito por lo prohibido: la mujer se finge raptada por su Don Juan.

El Ave María “cantado” por los jóvenes wodaabe es una fuerte intervención autoral con la que Herzog da una imagen crítica de la zona de contacto, buscando eludir, por otro lado, el berretín de neutralidad en la mirada de cierta idea de lo documental.

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Vuelvo a Francisco en África. ¿Qué clase de contacto “documentó” la cobertura mediática de su visita de noviembre de 2015? Si la yuxtaposición en Herzog tenía un giro irónico que no hacía del Ave María un planchazo de autoridad, la marca Francisco se sobreimprimió a unos envases de lo africano que se llamaron Kenia, Uganda y República Centroafricana, en un in crescendo de “zonas en conflicto” y “etapas riesgosas” que agigantaban a su vez la imagen del papa.

Copio y pego al azar: “Ni bien aterrizó hoy en República Centroafricana, un país sumido en la anarquía y arrasado por una violenta guerra civil -la última y más riesgosa etapa de su gira africana-, el papa dejó en claro por qué quiso viajar a toda costa hasta aquí, pese a los riesgos”.

Por supuesto, no estoy negando los peligros concretos de pasear en papamóvil por las calles de un país que busca dejar atrás una guerra civil. Lo que digo es que el interés mediático estuvo menos en indagar en la madeja de esos conflictos que en construir un evento performático que por sí solo diera respuesta a una pregunta que ni siquiera importó tanto: Jorge Bergoglio como un intrépido Indiana Jones de la fe buscando el tesoro perdido de la paz.

Según dicen, dijo Francisco: “África siempre fue explotada por otras potencias que sólo buscan tomar sus grandes riquezas”. Pero la maquinaria mediática (menos papista que el papa) no advirtió que estaba haciendo lo mismo: fue a África y tomó la riqueza que tenía para ofrecer en ese momento, un papa en peligro. El recurso, por suerte, es renovable: Juan Pablo II ya había estado en estos mismos países.

Y para que el recurso siga siendo rentable, África deberá seguir siendo una fatalidad: “Los que dicen que de África vienen todas las calamidades o todas las guerras no entienden bien el daño que le hacen a la humanidad ciertas formas de desarrollo”, dijo también Francisco, como si tuviera en mente Mitologías, de Roland Barthes.

En el apartado “Gramática africana”, Barthes desnuda la retórica oficial del colonialismo francés en los años 50: “Aquí se escamotea el estado de guerra bajo la vestimenta noble de la tragedia, como si el conflicto fuese esencialmente el Mal y no un mal (remediable). La colonización se diluye, se deshace en el halo de una lamentación impotente que reconoce la desdicha, para instalarse con más fuerza”.

La industria mediática en torno al papa compró tragedia (como un commodity africano) para revender en sus mercados algo así como héroe (valor agregado papal). ¿Política económica en hora de misa? Volvamos a Barthes: “La palabra política se vuelve un eufemismo, entonces significa: sentido práctico de las realidades espirituales, gusto por la sutileza que permite a un cristiano partir tranquilamente a ‘pacificar’ África”.

La imagen privilegiada de esta zona de contacto en clave de comercio exterior simbólico fue “La foto del papa que conmueve al mundo”: Francisco bendiciendo niños desnutridos en un hospital de Bangui. El pontífice sumo y el África desvalida.

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Permítanme una última escena de viaje. Un fin de año de la década del 50: John L Brom (documentalista y escritor checo-norteamericano) recorre África en un auto siguiendo la huella de uno de los más célebres exploradores del siglo XIX, el misionero escocés David Livingstone. Brom pasa la Navidad en el último poblado del Congo belga y parte hacia una Uganda todavía bajo mandato británico.

En su libro 32.000 km por la selva africana relata un encuentro del camino: “Un alto nativo surgió del matorral. Vestía un short y una sucia y andrajosa camisa y llevaba arco y flechas: indumentaria europea y armas nativas. Era uno de esos cazadores furtivos que no logran amoldarse a los géneros de vida antiguos, pero tampoco pueden asimilarse a la civilización”. A cambio de no denunciarlo ante las autoridades como cazador en una zona reservada, Brom lo toma como su ayudante.

Más de 60 años después algo de esa coacción “amistosa” subsiste en el chantaje emocional de “La foto del papa que conmueve al mundo”. Por supuesto que hay imágenes piadosas, y es de buen cristiano (y de buen musulmán, buen animista o buen ateo) conmoverse con ellas. Pero la cuestión está en no hacer de su uso acrítico (repitiendo a Barthes) una lamentación impotente que reconozca la desdicha, para terminar instalando con más fuerza sus causas.