En marzo se realizará en el estadio Centenario un homenaje a Alfredo Zitarrosa por los 80 años de su nacimiento, que se sumará a otros reconocimientos muy merecidos, como los de instituciones estatales uruguayas que decidieron ponerle el nombre del gran cantor a una plaza, un puente, una rambla y una sala de espectáculos; pero persiste como una gran deuda que no se haya logrado, hasta hoy, asegurar el acceso a su obra. En muchos otros países, la discografía de artistas de tal envergadura y significación en términos de identidad nacional ha sido reeditada con sumo cuidado en el tratamiento del audio, en cajas de discos compactos que incluyen notas biográficas y ensayos. Aquí, un investigador interesado en trabajar sobre la obra de Don Alfredo no puede conseguir ediciones en CD de varios de sus discos fundamentales (por ejemplo, Zitarrosa 4, de 1969, que contiene nada menos que sus primeras grabaciones de “El violín de Becho” y “El loco Antonio”), por la sencilla razón de que esas ediciones nunca se realizaron, y debe hacer la búsqueda, en la feria de Tristán Narvaja o en internet, de material que no necesariamente suena bien.

Editar una recopilación de la obra de Zitarrosa que llene los huecos podría ser negocio seguro si el Estado colaborara comprando de antemano algunos centenares de cajas, para regalarlas a escuelas o a visitantes ilustres, pero el problema de fondo no se relaciona sólo con ese artista. Tampoco se editaron nunca en CD muchos grandes fonogramas de Los Olimareños (como el deslumbrante Todos detrás de Momo, de 1971), y la lista de discos que están en la misma situación abarca desde grabaciones de Amalia de la Vega hasta el primer larga duración de Leo Maslíah, pasando por trabajos de Héctor Numa Moraes, El Sabalero José Carbajal, Ruben Rada, gran parte de las bandas rockeras de los primeros años posteriores a la dictadura y muchísimos otros músicos, de los más diversos géneros. De vez en cuando algún sello discográfico se manda la patriada de rescatar materiales, pero el proceso menguante de un mercado que siempre fue pequeño determina que, con el paso del tiempo, los huecos reaparezcan, y después de que se realizan esfuerzos como el de las ediciones asociadas con la revista Posdata en los años 90, que ofrecieron en CD por primera vez una gran cantidad de discos uruguayos, cuando éstas se agotan es difícil que alguien los reedite, porque las empresas suponen que muchos de los interesados en adquirirlos ya los tienen. Quizá pase algo similar con la excelente reedición en tandas de la obra de Jaime Roos que se inició el año pasado (y tomemos nota de que ni siquiera con Roos hubo quien se animara a editar una caja).

En estas condiciones, es obvio por qué una empresa sin fines de lucro como Ayuí/Tacuabé no puede mantener disponible todo su valioso catálogo. ¿Le llegará a este sello, sostenido con grandes sacrificios desde comienzos de los años 70, la hora de una crisis como la de Cinemateca Uruguaya? Y, lo que es aun más importante, ¿qué se puede hacer para prevenir los graves daños culturales que eso traería consigo? Una posibilidad es estudiar la creación de algo similar a la Biblioteca Nacional: una Fonoteca Nacional a la cual se deban entregar copias de todas las ediciones locales y que se aboque, gradualmente, a la tarea de convertir en archivos digitales -con el debido esmero- los fonogramas que nunca han estado disponibles en ese formato.

A los sellos discográficos nunca les ha gustado la idea de que haya música disponible en las librerías públicas (como ocurre desde hace muchas décadas en Estados Unidos). Su argumento, reforzado en Uruguay por la dimensión reducida del mercado, es que si se permite el préstamo de discos es muy probable que eso conduzca a la realización de copias y su distribución gratuita, arruinando el negocio. Incluso aplican el mismo razonamiento para no vender versiones en mp3 de su catálogo, a menor precio que los CD (como se hace en muchos otros países), alegando que por cada persona que compre una de esas versiones puede haber otras que la copien. En realidad, lo mismo puede suceder con un CD, pero les parece que aportar la conversión a mp3 es facilitar consecuencias desastrosas. Sin embargo, la cuestión es que no pueden evitar el copiado sin costo, y su verdadera opción está entre vender menos compactos caros o más mp3 baratos, proyectando costos y beneficios de ambas posibilidades.

Si se consideraran valederos los argumentos de las compañías, podría ser interesante discutir un modelo de Fonoteca Nacional que incluya acceso gratuito para investigadores y otros estudiosos, junto con un sistema de suscripción paga pero de bajo costo para el público en general, del que las discográficas reciban una compensación.

Podemos esperar sentados a que se consoliden modelos de negocios privados que ofrecen ese tipo de suscripciones, como el de Spotify, y luego quedar dependientes de los criterios de alguna empresa transnacional para definir el catálogo disponible. Pero también podemos intentar hacer algo antes de que sea demasiado tarde.