En un momento decididamente enmarañado para Italia -trágicos desembarcos de refugiados en sus costas sureñas; debates parlamentarios agotadores sobre uniones civiles homosexuales y adopción por parte de esas parejas (que muestran, siniestros, la hilacha de una cada vez más tenaz fuerza oscurantista, de matriz católica, que apesadumbra al país); incidentes diplomáticos a raíz de la censura de estatuas clásicas, encerradas en torpes cajas de madera para no herir la sensibilidad del presidente iraní, Hassan Rouhaní, de visita en Roma para, entre otras cosas, cerrar millonarios acuerdos comerciales-, tomarse el día para visitar la flamante Fundación Prada de Milán adquiere connotaciones extrañas.

En el maremágnum de escándalos públicos y privados, corrupción política, derechismo chanflón, evaporación de la izquierda, economía semicolapsada, en fin, en ese desastre permanente que llena las crónicas y las cabezas italianas, este museo, inaugurado en mayo del año pasado, parece más que la enésima, un poco caprichosa, institución cultural privada: un recordatorio de que sí, pese a todo, todavía existe en la península la tan mencionada “excelencia itálica”, casi la materialización del optimismo incondicional y bobo promulgado por el primer ministro, Matteo Renzi.

Parece asegurar que la cultura mueve al capital (mientras es obvio que es el capital el que mueve a la cultura), que el radical chic no murió todavía y que hay que seguir así, en la atolondrada exaltación de superhombres que producen un superarte y, por ende, una superhistoria. Y, por supuesto, que todo tiene que ser lindo.

Efectivamente, es hermosa esta ex destilería de principios del siglo XX convertida en megaespacio expositivo por la archistar Rem Koolhaas, ya proyectista de varias de las tiendas de Prada en el mundo: lo suficientemente “movida”, pero también lo suficientemente hierática, lo suficientemente gigantesca (Koolhaas siembra desde hace décadas el gusto por lo desmedido), pero también lo suficientemente íntima (algunas habitaciones pequeñas que parecen escenarios de sit-coms y la claustrofóbica “torre encantada”), con zonas “crudas” y escombros industriales a la vista, pero también despilfarro de materiales nobles.

Todo eso parece coagularse en las hojas de oro (de verdad) que cubren enteramente dicha torre, un dorado que satisface a todos: a los sofisticados que lo leen como una interpretación contemporánea de los fondos bizantinos y a los mundanos que piensan en un guiño a los vestidos de lamé de quién sabe qué alfombra roja. El brillo, aun bajo un débil sol invernal, cautiva.

Famosos prêt-à-porter

El museo/centro cultural milanés es, en realidad, la última (cronológicamente) etapa de un recorrido que Miuccia Prada -la modista que en los años 80 relanzó, junto con su esposo, Patrizio Bertelli, la empresa familiar y la convirtió en una de las maisons más importantes del mundo- empezó en 1993.

En poco más de dos décadas, gracias a las fortunas ganadas y al valor simbólico logrado en escala internacional -en 2005 la revista Time ubicó a Prada en su lista de las 100 personas más influyentes del mundo-, constituyó una colección deslumbrante, abrió otro museo en Venecia (recuperando un edificio del siglo XVIII que da sobre el Canal Grande) y produjo decenas de muestras, festivales de cine, publicaciones y otros acontecimientos culturales, con lo que difundió y consolidó, básicamente, aquel mix de elitismo, impudor y protagonismo “hollywoodense” que es el fundamento del encuentro entre arte contemporáneo, moda y grandes finanzas.

Esta nueva sede ha tomado, desde el principio, rasgos pomposísimos, pese a su estilo arquitectónico que tira al minimalismo. El superintendente artístico y científico de los 12.000 metros cuadrados abiertos al público es nada menos que Germano Celant, vale decir, el curador más costoso del mundo (en 2014 generó una gran polémica su retribución, más de 800.000 dólares, por la curaduría de un pabellón de la Expo de Milán).

Sus primeros dos ciclos de cine (una de las actividades centrales del nuevo espacio) fueron programados, respectivamente, por el controvertido mito Roman Polanski y por Alejandro González Iñárritu, con el Oscar todavía caliente en la mano.

El restaurante fue pensado y realizado, como si fuera una escenografía, por otro peso pesado del cine de hoy, Wes Anderson, quien ha recreado, con muebles y adornos que imitan a la perfección a los de la época, un café de la Milán de los años 50, bautizado Bar Luce (difícil entender si el ruido insoportable y el acre olor a sándwich quemado fueron planificados también por el director estadounidense o una mera contingencia del día de mi visita).

Pese a la evidente megalomanía que se filtra por doquier y a una visión empresarial del producto artístico, la Fondazione Prada Milano tampoco se puede liquidar definiéndola como el enésimo locus amoenus vacuo del arte reducido a mero espectáculo y signo de poder y fascinación, aunque ésa es su faceta más patente.

Es cierto que la mayoría de su público está compuesto por adinerados varios, hipsters y otros especímenes de la fauna artsy y fashion, pero es cierto también que, en definitiva, se trata de un centro de propulsión de conocimiento que, necesariamente, aunque sea sólo por un cálculo de probabilidad, tiene un gran potencial de divulgación (el precio de la entrada es como el de cualquier otro museo italiano; la relación montaje/contenido de las exposiciones es alta; la cartelera de su cine, variada; el proyecto de una futura biblioteca especializada abierta las 24 horas, muy alentador).

Es decir que desencadena esa reacción contradictoria que es habitual, cuando estamos de antemano en alerta crítica, ante la cultura mainstream -e incluso directamente “colonialista”-: una perniciosa mezcla de rechazo y atracción.

Vale la pena, entonces, entrar en el detalle del recorrido.

Permanente

Desde sus inicios, la Fundación Prada está acostumbrada a apoyar a artistas cargados de gloria o potencial económico: Anish Kapoor, Laurie Anderson, Steve McQueen, Tom Sachs, entre otros. Tal vez el nombre del alemán Thomas Demand no resuene como los otros, pero su Processo Grottesco es una de las razones que justifican el paseo lombardo.

A esa instalación fija se accede bajando una escalera: en una gran habitación oscura se halla todo el material, tanto de estudio (postales, libros, mapas, videos) como práctico (cartón, luces, cámaras, maquetas), que durante años Demand ha acopiado para generar su “gruta”, que es la imitación a escala natural, en cartón tallado con tecnología 3D (¡900.000 secciones!), de una porción de la caverna mallorquina que el artista vio por primera vez en una postal vintage y que recreó para poder fotografiarla, “imitando” así a la vieja imagen. Juego delirante de reconstrucción milimétrica e hipertecnológica, pero, en definitiva, “rápida”, de algo que ha tomado millones de años para sedimentarse, la pieza dialoga con el género renacentista de las “grotescas”, en un cruce bastante diabólico entre naturaleza y dominio sobre ella, con tonos tétricos y estrafalarios.

Mucho menos entretenido, rozando lo aburrido, es lo que llena la resplandeciente -y angosta- torre: un piso con una instalación de Louise Bourgeois -sugestiva, pero no de sus obras más contundentes- y varias piezas, esparcidas en los otros pisos, de Robert Gober, que no impresionan demasiado (vale decir, no cumplen con la promesa de “Casa de los espíritus” tallada en su nombre).

Temporales

Recién terminó la exposición Recto/Verso (sobre la parte de atrás de los cuadros: extremadamente estimulante, con tres o cuatro piezas extraordinarias, pese a la ausencia de quien ha trabajado el tema en forma más concluyente, Vik Muniz) y se inauguró otra, To the Son of Man Who Ate the Scroll, personal de Goshka Macuga.

Pero, para cerrar, quiero focalizarme en el primer recorrido que se le propone al visitante (y que se puede visitar hasta el 25 de abril): se llama Una introducción y es un florilegio de lo que sus autores, Celant y la misma Miuccia Prada, consideran “el cuento artístico contemporáneo”, por ende, muy revelador acerca del lugar mismo.

A pesar de que no sigue un orden temporal, atraviesa los años 50 (las únicas piezas anteriores son un collage de Kurt Schwitters de 1926 y una “cajita” de Joseph Cornell de 1948), se concentra en los 60, toca los 70, apenas roza los 80 (único y elocuente representante, Jeff Koons), ignora los 90 y del siglo en curso sólo cuenta con dos obras que provienen de muestras personales organizadas antes por la misma Prada: una divertida y desmesurada papa a la que se entra para ver tres videos caricaturescos y abrumadores de Nathalie Djurberg de 2008, y las nueve titánicas copias de los hombrecitos de Alberto Giacometti, aquí convertidos en estatuas de cinco metros de altura, rehechas por John Baldessari en 2010 y bastante chatamente adornadas con accesorios risibles.

La mano de Celant, que fue el teórico del Arte Povera, es evidente en la inclusión de artistas como Pino Pascali, Alighiero Boetti, Piero Dorazio y otros de los que se ha ocupado en varias ocasiones, como Piero Manzoni y Lucio Fontana. No sorprenden las presencias, impostergables, de Yves Klein, Alberto Burri, Antoni Tàpies y Gerhard Richter; sin embargo, a la postre, falta mucho, incluso para tener un cuadro apenas “coherente” del período.

Faltantes

Lo que hay es impúdicamente EEUUrocéntrico (ni rastros de asiáticos, latinoamericanos, etcétera) y con una previsible propensión hacia Italia, despreocupado por los géneros, tanto en términos biológicos (apenas cuatro mujeres y una treintena de hombres) como de categorías (figurativo, abstracto, escultural y digital conviven pacíficamente, aunque la pintura predomine).

Quizá para balancear una selección tan poco sorpresiva, se ha tratado de arriesgar a nivel de montaje: en una sala las piezas de Schwitters, Cornell y Francesco Vezzoli están guardadas dentro de un maravilloso studiolo en madera tallada de 1480, al que los visitantes acceden de a uno, y en otra se han amontonado unos 60 cuadros en tres paredes, en “confuso” estilo quadreria del siglo XVII.

Por un lado, da cierta bronca, porque uno no se puede acercar, sino que debe observar a varios metros de distancia; por el otro, esta especie de insolente alarde de fuerza, no tanto visual (que la hay, por supuesto), sino económica, permite ver algunas obras maestras, pero es imposible que no estimule una reflexión sobre la nauseabunda cantidad de millones de dólares descaradamente apretujados en pocos metros de pared.