En las últimas semanas el Frente Amplio, el presidente Tabaré Vázquez y el gobierno abrieron un nuevo frente de batalla: los medios de comunicación.

Producto del escándalo por la inexistente licenciatura del vicepresidente de la República, Raúl Sendic, el frenteamplismo apeló, como respuesta casi automática, al enfrentamiento con los medios, sin distinguir a unos de otros, grandes de pequeños, privados de públicos y empresarios de periodistas. Las reacciones no se hicieron esperar, y algunos temen que el conflicto continúe y se agudice, y se dé un escenario de polarización.

La polarización gobierno-medios ha sido ensayada en Argentina, Venezuela, Ecuador, Bolivia y, en parte, en Brasil. Los resultados fueron dispares y complejos, y aún hoy se siguen librando muchas batallas en tal sentido. Pero algo semejante a una conclusión ya se puede obtener, y es que, como mínimo, el progresismo gobernante no parece haber salido victorioso de estas cruzadas.

Ubicar a ciertos medios como un partido opositor surgió como una consecuencia natural del accionar reaccionario de los diarios, las radios y los canales más concentrados. A su vez, los gobiernos posneoliberales encontraron dos ventajas considerables en este nuevo enfrentamiento: anular a la oposición político-partidaria y deslegitimar cualquier crítica. Pero, como veremos, esta estrategia implicó riesgos significativos.

Al inicio del conflicto Estado-medios, las oposiciones políticas permanecieron desvirtuadas, e incluso anuladas. Pero, con el discurrir de los años, partidos y medios opositores comenzaron a articularse con inteligencia, y los líderes de la oposición se volvieron una alternativa de poder real, atractiva para amplios sectores de la sociedad.

Por otra parte, esta lucha implicó que los gobiernos, desnudando el carácter opositor de los grandes medios, apostaran directamente a invalidar la comunicación no oficial. Esto es, demostrando casos puntuales en los que ciertos medios habían mentido y manipulado información, se pretendió deslegitimar cualquier crítica, acusándola de ser parte de una operación de prensa. De este modo, se constituyó un escenario en el cual -según el Estado- los medios oficialistas decían la verdad y el resto siempre mentía, operaba e intentaba desestabilizar.

Pero los resultados no fueron los esperados, porque contando con medios más poderosos y ya instalados como referencia en el imaginario colectivo, con un uso infinitamente más sofisticado y menos burdo de la comunicación, y denunciando (muchas veces con razón; otras, mintiendo descaradamente) los errores y las omisiones del Estado, las oposiciones políticas y mediáticas lograron anular, o al menos debilitar, la ya pobre comunicación oficial.

Argentina es un ejemplo bien claro de ello: la leyenda kirchnerista “Clarín miente”, usada para deslegitimar cualquier denuncia que saliese del grupo mediático más temible del país, tuvo su respuesta en una especie de “El gobierno miente”, que consiguió invalidar buena parte del relato de los logros de la era K. Un juego de suma cero en el que, a la larga, los oficialismos terminan perdiendo.

Pero volvamos a Uruguay y seamos realistas. La cultura política uruguaya, el buen relacionamiento que aún sostiene el oficialismo con importantes medios privados y la tendencia de los gobiernos frenteamplistas a evitar enfrentamientos reales con poderes establecidos hacen pensar que la polarización Estado-medios (al nivel de otros países de la región) aquí no tendrá lugar. No obstante, el actual contexto se presta para advertir que, si lo que se pretende es enfrentar a los medios de comunicación más poderosos, hay fórmulas que no han funcionado.

La apertura de medios privados torpemente oficialistas y sostenidos por la pauta estatal, medios públicos convertidos en usinas de una propaganda alevosa (sólo consumible para simpatizantes), la sobreexposición de figuras de gobierno en programas amigos, el exceso de cadenas nacionales, la acusación de conspiración y desestabilización mediática ante cualquier crítica… Nada de esto ha dado los resultados esperados.

Desde luego, los monopolios y los oligopolios mediáticos siguen siendo un problema para la democracia, una amenaza real que, articulada con la Justicia y los partidos opositores, puede derrocar gobiernos o, al menos, debilitar las instituciones. También hay que reconocer las intenciones de gobernantes, académicos y referentes mediáticos que, en las últimas décadas, han librado numerosas batallas en favor de la pluralidad de voces y la democratización del espacio radioeléctrico. Pero con las intenciones, e incluso con los hechos, no alcanzó.

No sin antes aclarar que considero ridícula la idea de una década perdida a nivel nacional y regional, parece evidente que algunas decisiones económicas y políticas, así como las estrategias comunicacionales que intentaron sostenerlas, deben ser revisadas.

La comunicación de los gobiernos progresistas latinoamericanos falló. Y, si bien esta no es la explicación única de sus derrotas o debilidades actuales, es una de sus razones.

Iniciando su segundo gobierno (el tercero del Frente Amplio), Vázquez tiene la posibilidad de evitar dos tentaciones. Por un lado, el conflicto con los medios como un facilismo intelectual y político, una forma de negar toda crítica asociándola a una conspiración, para terminar recostándose en la mera propaganda oficial, ineficaz. Por otro, que las recientes críticas al cuarto poder queden reducidas a una anécdota, un pataleo coyuntural sin debates serios o acciones de fondo, y continuar así perpetuando el injusto esquema comunicacional con que cuenta nuestro país.

Sin grandes referencias teóricas o prácticas, la izquierda del siglo XXI debe ensayar nuevos modelos políticos y económicos, así como también debe pensar nuevas formas de comunicación. Y no es poca cosa partir de la base de que ni una monolítica propaganda oficial ni las leyes del mercado nos conducirán a una comunicación nueva para una nueva sociedad. Un sistema de medios alternativo no debe suplantar una verdad por otra, un pool de empresarios por otro, sino que debe promover el pensamiento crítico y la pluralidad de voces en un esquema en el que la concentración (privada o pública) no tenga lugar. En tal sentido, el presidente Vázquez puede comenzar por aplicar la ley de medios.