En los últimos meses se ha dado una importante suba del dólar en Uruguay, o lo que es lo mismo, una importante depreciación del peso uruguayo. Esto, que en la mayoría de los países pasaría casi desapercibido para la mayoría de la población y sólo sería tema para un puñado de expertos en finanzas o comercio exterior, en Uruguay se convierte en un tema de conversación generalizada y motivo de preocupación para mucha gente. Si bien para nosotros resulta natural, es muy raro en el mundo un país donde más de 70% de los depósitos en los bancos son en dólares, donde hay dos o tres cambios por cuadra en la avenida principal, y donde todos, desde el empleado de un comercio hasta una ama de casa, tienen una idea bastante acertada de la cotización del día.

Estamos tan dolarizados que, incluso, no podemos pensar en cifras altas en pesos uruguayos. Si alguien me dijera “esta casa cuesta dos millones de pesos” mi primera reacción sería convertirlo mentalmente a dólares, para hacerme una idea de si se trata de un precio alto o bajo, porque, como todo uruguayo, estoy incapacitado de pensar en pesos para valores más o menos altos.

Es que Uruguay conforma un caso extremadamente raro de país altamente dolarizado, tanto así que, desde un punto de vista técnico, es correcto afirmar que somos un país bimonetario; porque tanto el peso como el dólar cumplen algunas de las funciones que definen al dinero.

¿Qué es el dinero?

Se entiende por dinero un activo que cumple, total o parcialmente, tres funciones, a saber: “medio de pago”, que implica que el activo es generalmente aceptado como medio de pago para la compra de bienes y servicios; “depósito o reserva de valor”, que refiere a que el activo sirve para ahorrar, es decir, para transferir capacidad de compra desde el presente hacia el futuro, y, finalmente, “unidad de cuenta”, que implica que el valor de los bienes y de las deudas y los activos se miden en dinero.

Un rápido repaso a estas funciones nos permite ver que la primera (que además es la esencial) el peso uruguayo la cumple más o menos bien, aunque las transacciones que involucran bienes de alto valor (propiedades, autos) se pagan directamente en dólares, e incluso bienes importados no tan caros, como televisores y hasta licuadoras son frecuentemente pagados en esa moneda.

Por lo tanto, el dólar también cumple parcialmente esta función. La segunda, la reserva de valor, como ya se adelantó, es cumplida casi totalmente por el dólar y casi nada por el peso. La última es otra vez compartida: los bienes cotidianos se expresan en pesos, pero los de alto valor casi exclusivamente en dólares. Así que a no dudarlo, somos un raro caso de país con dos monedas.

¿Por qué pasa eso y cuál es el problema?

El origen de esta situación está en la larguísima historia de altas inflaciones que vivió Uruguay. Desde mediados de la década de los 50 hasta mediados de los 90 del siglo pasado (cuatro décadas), la inflación se ubicó casi invariablemente en dos dígitos, y generalmente osciló desde niveles de 30% anual hasta picos de más de 100%, lo cual implicaba que quien retuviera pesos por períodos de algunas semanas encontraba que, cuando los iba a gastar, habían perdido buena parte de su valor y le rendían mucho menos. Esto cimentó en lo más profundo de la conciencia de los uruguayos la idea de que el peso no es confiable, y que siempre conviene tener dólares. Además, una temprana y radical liberalización financiera a principios de la dictadura permitió la libertad absoluta para comprar, poseer y vender, así como nominar contratos, en moneda extranjera. La transmisión intergeneracional de este concepto es tan fuerte que incluso en los últimos 12 años, ya con más de una década encima de inflaciones bajas y con un dólar que se desplomaba, casi no hubo variaciones en los aspectos centrales de la dolarización. Y esto a pesar de que, durante ese largo período, ¡quienes ahorraron en dólares perdieron plata a carretillas! Esta situación genera varios inconvenientes. En primer lugar, se trata de una moneda que no es emitida por el país, y las políticas que determinan las variaciones en su valor son decididas en Estados Unidos de acuerdo a sus intereses. De esta manera, la coexistencia del dólar con el peso quita poder a la política monetaria local, la hace menos efectiva, privando al gobierno de un instrumento vital de política económica. Pero además, al variar su valor de acuerdo a decisiones tomadas fuera del país, sus oscilaciones sorpresivas generan permanentes transferencias no deseadas de riqueza entre acreedores y deudores en dólares.

Cualquiera que tenga una deuda en dólares (un porcentaje absurdamente alto de uruguayos) sabe lo que implica para su situación económica que el dólar suba de forma imprevista. Pero, además, esas variaciones del valor del dólar, muchas veces independientes de la política local, afectan el precio de todos aquellos bienes o servicios nominados en esa moneda. Así, si bien en cualquier país, particularmente en uno pequeño y abierto, la depreciación de su moneda genera aumentos de precios internos (contribuye a la inflación), en Uruguay esa situación está exacerbada por el hecho de que como muchos precios son nominados directamente en dólares, ese efecto es completo e inmediato. Es frecuente que los países necesiten depreciar sus monedas, y en la mayoría de los países, si la depreciación no es dramática, eso no genera demasiadas perturbaciones internas, mientras que en Uruguay es siempre un drama por todos estos motivos.

El problema en el mercado inmobiliario

En el mercado inmobiliario el tema de la dolarización es especialmente prevalente, al punto que prácticamente no existen propiedades que se transen en pesos; el dólar es la moneda casi exclusiva. Esto genera un montón de problemas a un mercado ya de por sí bastante problemático. Las frecuentes burbujas inmobiliarias y su posterior pinchazo en el mundo causan grandes crisis sistémicas, lo que da la pauta de que los mecanismos de mercado no funcionan nada bien en éste. Pero una particularidad a mencionar es que, en realidad, no existe ningún motivo para su dolarización. No se trata de bienes importados, y los costos asociados al mercado (materiales de construcción y mano de obra, fundamentalmente) se transan en pesos mayoritariamente.

El segundo aspecto a considerar es que, dada la particularidad del mercado, la dolarización implica un riesgo muy importante para los compradores. El tema es sencillo, y seguro que muchos conocemos a alguien a quien le sucedió. Desde que se firma el compromiso de compra-venta (en el que se establece el monto, casi siempre en dólares) hasta que se realiza la transacción (lo que suele suceder uno o dos meses después, una vez que los escribanos han comprobado que los papeles están en regla o que se gestiona el préstamo), el valor del dólar puede aumentar, lo que genera que al comprador la vivienda le termine costando mucho más de lo que previó.

Y aunque se financie con un crédito en pesos (o unidades indexadas), la situación es la misma, porque a la hora de fijar el monto del crédito se hace al valor del dólar del día. Así que, aunque se tratara de una oscilación de corto plazo y luego el dólar volviera a caer, el comprador habrá contraído un crédito a 20 o 25 años que refleja el valor excepcional del dólar al momento de la firma. Por ejemplo, un aumento nada extraordinario de un peso en la cotización del dólar en una propiedad que cuesta 100.000 dólares implica una pérdida de 100.000 pesos; ¡además de los intereses!

El segundo problema se asocia a las distorsiones extra que generan las variaciones del dólar en el proceso de ajuste del mercado. Es que, al estar nominados los precios en dólares, cuando el dólar sube, como ahora, aumenta el precio de las viviendas para quienes, como casi todos, tenemos ingresos en pesos. Y si bien la lógica del mercado debería operar para equilibrar los precios, lo cierto es que es un proceso que ocurre (como en tantos otros mercados) lento y mal.

Hay varios motivos que explican la lentitud de los ajustes de precios, entre los que se destacan que primero es necesario que el propietario se convenza de que al precio anterior no puede colocar su vivienda, lo que implica varios meses, e incluso años, de “prueba y error”, y que el propio aumento de precio puede generar demanda especulativa por parte de quienes quieren comprar la vivienda como una inversión, para venderla más cara unos años más adelante. Así, el propio aumento de precios, en vez de disminuir la demanda y presionar a la baja, puede ocasionar lo contrario y postergar indefinidamente el ajuste necesario.

En una nota publicada recientemente en El Observador, se expone cómo los precios de las viviendas se han incrementado, de la mano de la suba del dólar, en relación al ingreso de los uruguayos; justo en un momento en que la economía se enfría y la demanda de propiedades está cayendo. De esta forma, la dolarización se suma como un obstáculo que dificulta aun más los ajustes, en un mercado que de por sí presenta grandes problemas para ajustarse.

A esta altura resulta urgente visualizar este problema y diseñar medidas para atacarlo. Es verdad que han existido algunas medidas para afrontar el problema general de la dolarización, pero no se han enfocado específicamente en los mercados más problemáticos. En el mundo existen ejemplos que van desde medidas legislativas que prohíben promocionar bienes con precios en moneda extranjera, pasando por no aceptar legalmente contratos nominados en esas monedas, hasta otras, más “amigables con el mercado”, de estímulo para el uso de la moneda nacional. Quizá, un buen punto de arranque en Uruguay podría ser que las viviendas amparadas en la Ley de Vivienda Social, subsidiadas por toda la sociedad, sólo puedan transarse en moneda nacional.