La editorial española José J de Olañeta se caracteriza por un gusto exquisito no sólo en la elección de los títulos sino también en las finas artes de la presentación. El catálogo de la casa, que en sus distintas colecciones publica libros de narrativa, viajes, mística y ensayos de todo tipo, incluye joyas de autores como Rainer Maria Rilke, Arthur Schopenhauer, Marcel Proust, Honoré de Balzac, Rudyard Kipling, ETA Hoffmann, Herman Melville, Friedrich Nietzsche y Johann Wolfgang von Goethe, entre otros.

Las dos obras que aquí se comentan pertenecen a la colección Centellas de esa editorial y tienen el seductor formato de 9 x 14 cm, lo que las convierte en delicadas joyas que los lectores sibaritas sabrán apreciar.

Edvard Munch en sus textos

El pintor noruego Edvard Munch (1863-1944) perdió a su madre antes de cumplir los cinco años, y nueve años después a su hermana, ambas víctimas de la tuberculosis. Esa cercanía con la muerte y la enfermedad, unida a la sensibilidad propia de un artista extraordinario, signaron el desarrollo de su obra. A esto más tarde se añadió el alcoholismo y lo que, a falta de un diagnóstico más preciso, se podría llamar “crisis nerviosas”.

Munch fue uno de los precursores del expresionismo y tuvo un papel decisivo en el desarrollo del arte contemporáneo. Los trazos líquidos de su pintura, la soledad y la angustia expresada en sus temas, así como su particular modo de integrar a los personajes en un paisaje que refleja los sentimientos, lo convirtieron en una personalidad insoslayable a la hora de considerar la evolución de la pintura. Para comprender la importancia de este pintor bastaría con pensar que lo que él tenía más a mano era el impresionismo, un estilo que privilegia los efectos de la luz. El salto que da Munch no sólo se produjo a nivel técnico, sino también -y más que nada- al adentrarse en los abismos de la naturaleza humana. La deformación de las figuras, en esta materia clave en el expresionismo, habla no sólo del objeto pintado sino también del artista.

De modo paralelo a su actividad pictórica, Munch escribió en papeles dispersos (servilletas, tickets de viaje, cuadernos) una gran cantidad de narraciones, poemas y comentarios sobre arte, ciencia y filosofía. Muy poco de esto se publicó en vida de su autor, pero actualmente se han podido recuperar nada menos que 15.000 documentos manuscritos, que se conservan en el Museo Munch de Oslo. Esta institución emprendió en 2006 la tarea de digitalizar los textos, que actualmente están disponibles en internet.

El libro Escritos (Selección) representa una mínima parte de esa obra, pero aun así resulta muy ilustrativo y disfrutable. Incluye una esmerada nota introductoria a cargo del traductor Abel Vidal, grabados, fotografías y cuatro textos de Munch: “El manifiesto de Saint-Cloud” (versión de 1889), “El grito”, “Alfa y omega” y “Cristalización”.

El primero de esos textos recoge las impresiones del pintor durante una visita a un cabaret parisino. El segundo es el poema en prosa que acompaña a la famosa pintura homónima. El tercero fue la introducción a una carpeta de 18 litografías cuyo tema era el origen de la humanidad. El cuarto, que es el más extenso, se compone de fragmentos que revelan la visión filosófica, mística y artística del autor, y resulta muy útil para acercarnos a su pensamiento, que intentaba conciliar ciencia y religión, y para conocer detalles de pinturas que hoy figuran entre lo más selecto del expresionismo.

El libro en su conjunto, compuesto por textos poéticos y libres, proporciona un alucinante viaje a la mente de un artista genial (no es raro encontrar en “Cristalización”, por ejemplo, frases como “En el fondo de mí todo luce y resplandece”, “Hay planetas en nosotros” y “Nosotros no morimos, es el mundo el que nos abandona”). Importa conocerlo, porque, más allá de los temas expuestos, se destaca el tratamiento particular que les da el autor. Él mira lo mismo que miran todos, pero lo hace de un modo distinto. En su punto de vista están presentes su personalidad y su condición de pintor, como lo ejemplifica este fragmento sobre el mencionado cabaret: “[...] en el escenario, colores más vivos resplandecían -como en las cajas de colores que teníamos cuando éramos pequeños-, el blanco deslumbrante y el rojo vivo de los trajes rumanos - y también el amarillo y el verde (el decorado de las palmeras y el agua)-, el humo del tabaco se elevaba en espesas nubes azul-verde que lo sumían todo en la niebla”.

Egon Schiele, censura y falsas memorias

El pintor Egon Schiele (1890-1918) fue, junto con Oskar Kokoschka, uno de los máximos representantes del expresionismo austríaco. Lo más característico de sus dibujos y acuarelas es el erotismo mórbido que se aprecia en los desnudos. Delineaba los cuerpos con trazos firmes y dramáticos, y con sutiles toques de rojo aplicados sobre los cuerpos lívidos lograba un efecto perturbador. Muchas veces, al contemplar sus obras, uno puede sentir que el aspecto enfermizo o deteriorado de los cuerpos exhibidos, después de una primera impresión de repulsión, contribuye a aumentar la carga erótica de la imagen. Ese es, para mi gusto, el mejor truco de Schiele. Y es probable que en el fondo haya sido lo que más molestó a los censores: tener que enfrentarse a sus propios demonios.

Sin embargo, lo que decidió el breve encarcelamiento del artista en 1912 fue que se atreviera a pintar desnudos de niños y adolescentes. Aunque estos trabajos distan mucho de la pornografía, fueron demasiado para la moral de la época. A esto hay que sumar los rumores acerca de que Schiele corrompía a los menores que retrataba. El artista fue absuelto de los delitos que se le imputaban, pero mientras su situación se aclaraba pasó 24 días preso. Egon Schiele en prisión. Notas y dibujos. Edición de Arthur Roessler, publicado por primera vez en 1922 (cuatro años después de la muerte del pintor), recoge esa experiencia. El desprevenido lector podría creer, de buena fe, que se trata de un testimonio del propio Schiele, pero no es así. En realidad, la obra (escrita en primera persona, lo que ayuda a la confusión) es de Roessler, biógrafo y amigo del pintor. Más allá de este detalle, en rasgos generales el texto está bien planteado. En primer lugar, porque Roessler conocía todas las circunstancias que rodearon el caso, y también porque utilizó un buen punto de partida: las acuarelas, con pequeñas anotaciones, que el propio Schiele pintó en prisión. Las obras se titulan: “La puerta de la cárcel”, “La naranja era la única luz”, “Me siento purificado más que castigado”, “El movimiento orgánico de la silla y la jarra”, “El arte no puede ser moderno, el arte es eterno”, “Perseveraré de buen grado por el Arte y por mis seres queridos”, “¡Cautivo!”, “Dos de mis pañuelos” y “Autorretrato como prisionero”. Con este material a la vista, y siguiendo el orden que acabamos de detallar, Roessler se mete en la piel de su amigo y revive aquellos días de cautiverio.