“Cuando salís una noche de medias can can y no se rompen, es porque no deberías haber salido”. La nota mental corre por cuenta de Bonnie Bang Bang (nom de plume de Victoria Noya Salvioli) y es difícil encontrar una cita que resuma de mejor manera El infierno te odia y tu mamá no puede ayudarte. Hay una cita hermana, en la que la escritora cuenta una mínima historia que parece resumir el vínculo con una amiga y con ella misma: “Me prestó sus medias can can preferidas y me dijo: ‘cuidámelas como tu vida’. Se las devolví todas rotas. No se enojó, supongo que se lo esperaba”.

Bonnie va por la vida como esas medias agujereadas, un programa de vida a ensayo y error, deambulando por el mundo, saltando de Panamá a Costa Rica, de Costa Rica a México y después nuevamente a Uruguay, bailando en la oscuridad sin miedo a tropezarse, o más bien haciendo de sus tropiezos una auténtica danza. El libro no llega a ser una crónica, ni un diario íntimo, ni un blog llevado a papel, pero es innegable la herencia del formato virtual, en la medida en que las historias se presentan con una notoria emergencia, como si todo lo que sucediera en los pequeños fragmentos, esas esquirlas de la vida explosiva de Bonnie, fueran notas de Facebook escritas por la fuerza de una resaca anticipada.

Algo curioso del libro es que, pese a la variopinta fauna de personajes que pueblan El infierno te odia..., todos parecen estar difuminados, como si fueran torsos con cabezas intercambiables. En ese detalle paradójico, que fácilmente podría tomarse como una falla, se ve, sin embargo, la fragilidad de una narradora tomada por un yo devorador, una máquina que va convirtiendo sus vivencias en literatura, pero no en tiempo pasado, como bien les queda a muchos autores del yo, sino en una escritura que da la impresión de que toma forma en el momento mismo de los hechos, con todos los excesos y errores de juicio presentados de una manera completamente transparente.

Otro modo de reviente

En todo esto que se viene diciendo, el término que aparece una y otra vez es el reviente, y no parece una exageración del lector: tenemos páginas y páginas de Bonnie tomando ron del pico, vomitando en la puerta de boliches, resaqueada, llegando dura como una tabla a una jornada laboral, pero más que nada montando las olas de su dolor físico o espiritual.

Las letras uruguayas tienen una relación bastante íntima con el reviente, especialmente los textos posdictadura, anclados emocionalmente en los años 80, pero casi todos florecidos en los 90 y a comienzos de este siglo (siempre es buena la ocasión para remarcar la frase de Leandro Delgado en una entrevista realizada para el blog Yateconté: “Los noventa son la consciencia de los ochenta”). Consideremos los casos de Julio Inverso, Lalo Barrubia, Gabriel Peveroni, Gustavo Escanlar, Nelson Díaz, Daniel Mella (especialmente en Pogo), Pedro Dalton (publicado mucho más tarde con La cara del ángel, pero sin dejar de tener una tónica y una estética profundamente ochentosa): en varios de ellos el reviente era un tema longitudinal a sus obras, pero siempre funcionaba de una manera peculiar, no enteramente cerrada sobre sí misma. Quizás el libro más sincero sobre lo autodestructivo de aquella generación perdida (o con vocación de perderse) sea Arena (Lalo Barrubia, 2004), que empieza con una descripción algo celebratoria del pichuleo punk en la costa rochense, para ir tomando cada vez más ribetes de oscuridad, hasta llegar a un momento estático, un congelamiento total, de pura y aterrorizante autocrítica, en el último tercio de la narración (en el que personajes como La Potro o La Araña pierden progresivamente toda su dulzura original). Sin embargo, en los excesos relatados por Barrubia había una especie de búsqueda, un intento de encontrar algo verdadero detrás de todo ese cuerpo machucado, como el niño que rompe un juguete para ver cómo funciona por dentro. Por su parte, Inverso y Peveroni tenían una herencia gótica, medio dark y romántica, que hacía difícil no rellenar de hermenéuticas a la muerte y la violencia. En Escanlar, por otra parte, el reviente contenía en sí mismo el germen de la sátira, algo que iba más allá de los personajes y era usado para comentar, o para poner al borde de la mesa el jarrón de lo social, o más específicamente de “lo uruguayo”.

En Bonnie Bang Bang, el reviente no parece seguir ninguno de esos fines, sino que se vuelve un fin en sí mismo, de tal modo que las revelaciones suceden como picaduras de mosquitos molestos, muy diferentes del graznido gótico de aquellos cuervos llenos de sabiduría. Lejos de considerar esto un punto negativo, o muestra de un nihilismo sin pies ni cabeza, es interesante pensar a Bonnie, con sus apenas 28 años, como un fruto de su época. En tiempos en que los millennials comienzan a pasarse de las drogas duras a los estimulantes para rendir dentro y fuera de sus estudios, bastante incrédulos en relación con los cruces a nado por el Aqueronte de sus hermanos mayores -o incluso de sus padres-, el personaje de Bang Bang es igual de suspicaz, pero elige enfrentarse a la disyuntiva redoblando la apuesta de sus antepasados, por la vía de quitarle todo lo trascendente al asunto.

Otro modo de feminismo

Por supuesto, hay momentos de reflexión (de hecho, el libro está repleto de ellos), pero no parece haber una sistematización, del mismo modo en que Bonnie parece darse una y otra vez contra los mismos obstáculos, pero sin que queden tras ellos más que resacas y moretones.

Esta dinámica es gran parte de lo bello del libro y también uno de sus puntos en contra. A los efectos de la lectura, por momentos tanta circularidad tiende a repetir algunas imágenes y ciertas conclusiones, de forma que uno va agarrándole un poco la mano, y se vuelve capaz de anticipar que después de todo, pase lo que le pase, la protagonista terminará de todas formas tomando un whisky y cagándose de la risa. Por otro lado, la entrañable desprolijidad invocada a veces termina contaminando un poco el texto, al que le faltó una edición un poco más minuciosa. Finalmente, hay algo que no funciona del todo en las “notas mentales”, que en su intento de abstracción suelen resultar más banales que los pequeños capítulos entre los que se encuentran diseminadas. Bonnie brilla, más que nada, cuando el razonamiento queda en suspenso y se limita a narrar lo absurdo de las situaciones que atraviesa (por ejemplo, la iniciática descripción de su primera menstruación adentro de un pelotero).

En esta serie de defectos y virtudes, la parte más encomiable de El infierno te odia... es un curioso posicionamiento de lo femenino, en tiempos en los que el feminismo ha crecido exponencialmente, ganando batallas justas pero también, en algunos casos -especialmente en la academia estadounidense-, hipertrofiándose en un trabajo de escolástica victimizante y paranoica. El mundo de Bonnie que describe este libro es genuina e insularmente feminista. Tratando de encontrar un término que abarque el espíritu de la obra, hay algo interesantísimo vinculado con la idea de “hacerse cargo”, una especie de ausencia completa del miedo y una lucha por lo que el personaje protagónico quiere y busca, en la cual enfrentar a un hombre que invade su espacio significa patearle las bolas, pero patearle las bolas en serio, en un sentido físico literal, no literario.

Otro modo de fortaleza

Todo esto podría hacer pensar que estamos ante un personaje “superado”, con un criterio demasiado sólido acerca de todo lo que “le resbala”, pero El infierno te odia... no sería igual de efectivo -y no funcionaría desde lo feminista- si Bonnie no fuese al mismo tiempo completamente frágil, contradictoria y peligrosa para sí misma (de otra manera, sólo sería un modelo totémico inalcanzable y frío). Hay una especie de sinceridad, incluso cuando se contradice, especialmente cuando se enamora y desenamora, que la saca del pedestal, aun cuando el personaje, en sus delirios egomaníacos, quiere volverse a colocar sobre él. Un pasaje resume perfectamente esa especie de ética interna: “tuvimos una pelea definitiva, en la cual él juzgó mi vida con argumentos razonables (visto bajo el punto de vista de un pobre esclavo de quien sabe cuántas estupideces sociales) y yo juzgué la suya (visto bajo el punto de vista mío, que hacía quince minutos estaba en pijama hablando con un pollo en la calle)”.

El corazón de El infierno te odia y tu mamá no puede ayudarte está allí, en una ferocidad cultivada en la fragilidad, con lo vital ennegreciendo las ojeras, un motor que se hace fuerte en la misma medida que se arruina.