La relación de Hollywood con el racismo es larga, culposa y abundante en cuentas pendientes. Al fin y al cabo, fue la industria cinematográfica estadounidense la que más hizo para extender la leyenda de la conquista del Oeste como una labor civilizadora en tierra de salvajes, o para presentar como un enemigo despiadado a cualquiera que tuviera los ojos rasgados o afición a usar turbantes, dependiendo de la guerra en la que el país estuviera enfrascado en el momento. En relación con el racismo interno hacia los afroamericanos en particular, la postura de Hollywood ha sido cuestionable. Cabe recordar que de allí surgió el mayor aparato de promoción del movimiento por la supremacía blanca Ku Klux Klan -la película El nacimiento de una nación (DW Griffith, 1915)- y que hasta hoy el film hollywoodense más emblemático junto a Casablanca sigue siendo Lo que el viento se llevó, que para muchos no es otra cosa que un canto nostálgico a los dulces días en que los patrones blancos del sur bebían té y se enamoraban mientras los negros trabajaban en los campos de algodón.

Se puede decir que semejantes despropósitos son cosas del pasado, pero sigue siendo bastante evidente que la proporción de artistas negros, “latinos” o de origen oriental representados en el cine de Estados Unidos sigue siendo muy inferior a la proporción de estas etnias en la población y en la cultura de ese país, y que su presencia entre los nominados y ganadores de los premios de la Academia de Hollywood es particularmente pobre, algo sobre lo que se han tejido muchas hipótesis pero que, sin duda, está relacionado con una menor oferta de guiones y proyectos importantes para los artistas afroadescendientes y una decisiva mayoría de votantes blancos entre quienes eligen las películas seleccionadas. En un año en el que ese tema estuvo muy presente en la política interna estadounidense a partir de la emergencia del movimiento Black Lives Matter, generado como reacción a varias muertes injustificables de muchachos negros a manos de policías blancos (que generalmente fueron disculpadas por sus mandos superiores), una selección de nominados en la que llamaba la atención la ausencia casi total de aspirantes que no fueran blancos desató muchas susceptibilidades en las redes sociales. Éstas desembocaron en un boicot a la ceremonia, impulsado por la esposa de Will Smith, Jada Pinkett Smith, y el director Spike Lee, que alcanzó una gran repercusión pública y determinó que toda la 88ª edición de los premios Oscar estuviera signada simultáneamente por ese boicot y por la reacción de la Academia para disminuir daños. Para ello hizo una suerte de mea culpa público que transformó a la última gran fiesta de Hollywood en un evento marcado por la sobrecompensación, la culpa asumida y un despliegue de corrección política como nunca se había visto en una celebración de estas características. El resultado fue un espectáculo de tres horas contradictorias, con varios fallos inexplicables y una sensación de asfixia discursiva que tal vez sea una señal de hacia dónde se encamina la expresión artística en el siglo XXI.

Entre palmas y cachetadas

Había algunas defensas lógicas que la industria cinematográfica estadounidense podía adoptar ante las acusaciones de racismo. La más sencilla era la evidencia de que en 2015 no hubo grandes películas o roles a cargo de personas negras -nada comparable, por ejemplo, con 12 años de esclavitud en 2013 o Selma en 2014-, de modo que la falta de diversidad racial en las nominaciones más recientes debería vincularse más con un problema estructural que con una desviación de los criterios de selección el año pasado. No obstante, la primera y más sencilla medida de reducción de daños adoptada por Hollywood fue cubrirse en lo más inmediato y superficial: eligió como presentador de los premios a prácticamente cualquier actor negro, latino u oriental que no se hubiera sumado al boicot, e incluso convocó a Cheryl Boone Isaacs, la presidenta de la Academia de Hollywood y la primera mujer afrodescendiente en ocupar ese puesto, a hacer una suerte de mea culpa y un llamado a la diversificación de las nominaciones, en el que citó a Martin Luther King. Pero el gesto más significativo fue el de llamar a Chris Rock -un comediante que se ha especializado en un humor muy crítico en sus observaciones raciales, pero tolerable para el gusto medio- para desempeñar el rol de anfitrión y, de alguna forma, “vengar” la ausencia de negros entre los nominados.

El desempeño de Rock fue ecuánime -criticó la predominancia blanca en la celebración, pero también reservó algunos dardos para el ego de los impulsores del boicot- e irregular en lo humorístico, y dejó el momento más gracioso de la noche a la breve aparición de su blanquísimo colega Louis CK, quien hizo una hilarante pero incisiva reflexión sobre el amor al cine de los realizadores de un género tan poco redituable como los cortos documentales. Pero, como decíamos antes, Rock se las arregló para mantener cierto equilibrio entre el reproche a la falta de diversidad y el deseo de que la ceremonia no naufragara en el aburrimiento que ha signado sus últimas ediciones.

Menos control demostraron otros participantes y ganadores (un buen número de los cuales parecía casi obligado a decir algo antidiscriminatorio que arrancara un aplauso extra), como el inglés Sam Smith, quien, tras ganar el Oscar a mejor canción por el bastante terrible tema que interpretó para la última de James Bond, se arrogó el sitial de ser el primer homosexual asumido en ganar un Oscar, ignorando a una larga serie de artistas (Dustin Lance Black, Stephen Sondheim y nada menos que Elton John, entre otros) que también lo obtuvieron sin tener que disimular su identidad sexual. El momento más bajo de toda la ceremonia en cuanto a demagogia y arte se produjo cuando, sin que nada lo relacionara directamente con el cine, el vicepresidente Joe Biden apareció de la nada para presentar a una de las canciones nominadas para el premio, el tema “Till it Happens to You” (hasta que te pase a ti), una balada más bien horrenda que Lady Gaga interpretó con unos aullidos que fueron considerados “emocionantes” por muchos periodistas con ganas de emocionarse y que es parte de la banda de sonido del documental The Hunting Ground (Kirby Dick y Amy Ziering), que trata sobre los abusos sexuales en las universidades estadounidenses y que no fue nominado, entre otras razones, al comprobarse la debilidad de la investigación periodística en la que se basó.

En medio de estos gestos ampulosos dentro y fuera del escenario, pasó casi inadvertida la dignísima protesta -y ausencia de la ceremonia- del cantante y compositor trans Anohni -antes conocido como Antony Hegarty-, quien, a pesar de estar nominado por la bellísima canción que compuso para el documental ecologista Racing Extintion (Louie Psyhoyos), no fue invitado a interpretar su tema en la fiesta, con la excusa de que no hubo tiempo para ello, no obstante lo cual la Academia hizo publicidad acerca de que era el primer artista trans nominado para un Oscar. Anohni escribió una carta pública en la que señalaba que no eran prejuicios identitarios los que lo habían discriminado, sino una fuerza más poderosa, la del simple carácter comercial de un evento en el que no hay lugar para un artista como él, de corte no demasiado popular, y menos aun interpretando una canción crítica de la devastación ecológica del planeta. Sin victimizarse por su condición de trans, el músico dejó en claro en su misiva que desde su punto de vista no era la brutalidad prejuiciosa de la homofobia la que la discriminaba, sino la simple lógica estadística del capitalismo y el rating.

Lo previsible de las sorpresas

En todo ese panorama, daba la impresión de que lo que menos llamaría la atención serían los fallos, pero alguna sorpresa le dio color a lo que más que la entrega de los Premios Oscar se parecía a un acto de “Aquí no se discrimina a nadie”. La lista de premios es larga y conocida, así que apenas mencionaremos algunos hechos emergentes y casos especialmente polémicos.

Sylvester Stallone no ganó -tal vez porque hay quien lo asocia con el viejo Hollywood discriminador- el Oscar a mejor actor de reparto que bien podría haber recibido por su emotivo rol en Creed, pero es difícil discutirle el mérito para ese premio a quien lo ganó, Mark Rylance, que estaba espléndido en la excelente pero de bajo perfil El puente de los espías. Más discutible fue el tardío y esperable premio a mejor actor para Leonardo DiCaprio, galardón que tal vez no se merecía por El renacido, pero que no se puede decir que algún colega suyo merecía más.

A medida que se desarrollaba la ceremonia, Mad Max: furia en el camino acumuló rápidamente una media docena de estatuillas que a algunos les podía parecer excesiva -y que, sin duda, era extraordinaria para una película estrenada en la primera mitad de 2015 y, por lo tanto, algo olvidada por los votantes de los premios-, pero se quedó sin el premio que se merecía en forma indiscutible por la virtuosísima dirección de George Miller, quien en el juego de compensaciones vio cómo el Oscar iba a parar por segunda vez a las manos del mexicano Alejandro González Iñárritu -una exageración en relación con la obra de un director torpe y pretencioso, cuyas películas se han convertido en objetos agradables de ver tan sólo por el espléndido talento del fotógrafo Emmanuel Lubezki (quien se llevó un merecido tercer Oscar al hilo). Intensa/mente ganó el premio a mejor largometraje animado sin objeción alguna, pero la cuestionable y amarillenta Amy se quedó con el de mejor documental, pese a que posiblemente sea la peor de las cinco nominadas.

La entrega del Oscar a mejor película -a cargo de un Morgan Freeman más afroamericano y majestuoso que nunca- sorprendió a algunos a pesar de que el sistema actual de votación permite que dicho galardón vaya para un film que no obtuvo ninguna otra estatuilla, y si bien En primera plana tal vez no pase a la historia del cine, la elección de esta historia seria, contenida y creíble, que es un canto a ese oficio en vías de extinción llamado periodismo, fue irreprochable.

Finalmente, esta ceremonia signada por lo extraartístico y el complejo de culpa se cerró con un detalle a medio camino entre la concesión final y lo cínico: mientras pasaban los créditos se escuchó el himno antirracista “Fight the Power”, de Public Enemy, canción que se hizo emblemática en el film Do the Right Thing, de Spike Lee, uno de los promotores del boicot al que la fiesta entera terminó dándole la razón, pero también demostrándole lo fácil que es cambiar todo para que no cambie nada.