Hace unos días atravesaba 18 de Julio con la cabeza quién sabe en qué planes o qué vacío. De pronto, un muchacho que pedaleaba su bicicleta y llevaba a una muchacha sentada en el manillar me enrostró un asunto que vengo masticando, con una mínima frase inscrita en amarillo, con caligrafía de antaño, en la parte de atrás de su remera azul: “Alergia a las plumas”.

En principio, mi desconocimiento de los asuntos futbolísticos (que no de sus metáforas) me llevaron directo a mi asunto y decodifiqué esa frase como un símbolo que se me incrustó en la boca del estómago y me hizo tragar saliva con gusto a mierda; el símbolo filtraba de forma perfecta la herida que mi cuerpo acusaba. Entonces me largué sin más a la asociación de ideas.

Era evidente para mí que el tipo, un muchacho, casi se había tatuado en su cuerpo (es la hipérbole de la metáfora) el odio profundo a los emplumados, los gays, las maricas, los putos. Sufrí el golpe duro en la mandíbula de un supuesto machito ignorante y agresivo.

Más que asco o molestia, sentí miedo. Miedo profundo por uno de esos hombres cabríos con los que uno tiene que negociar todo el tiempo, esos que están en las paradas de los ómnibus, arriba de los ómnibus, en el almacén, en los boliches fuera del circuito (y dentro del circuito de pertenencia también, pero aquí uno se defiende mejor y convierte su debilidad en fortaleza; la burrez, la ignorancia o la homofobia ajenas, en el problema del otro), esos que están en todos lados y nos rodean. Pero esta vez el ignorante era yo. Le estaba errando en la interpretación del símbolo. Gracias a la observación atenta de un editor, recapitulé y el texto y mis hipótesis quedaron guardadas en el cajón de los equívocos.

Le estaba errando, sí, pero con los días me dí cuenta de que ese eslogan con caligrafía refinada podía aplicarse a mis conjeturas. Es que en el fútbol las plumas se refieren a las gallinas, a los enemigos, a los cobardes, a los putos, y entonces volvemos, por arte de discurso, al principio: a los emplumados.

No vamos a repetir con lujo de detalles lo que todos más o menos sabemos, pero a veces viene bien recordarlo: el cántico soez de las hinchadas, aunque sólo sea sublimatorio o un espacio delimitado para descargar las furias, el grito, la pasión descontrolada, también es una representación exquisita del discurso homofóbico que, como un caballo desbocado, relincha su odio (y a veces lo practica) cuando expresa rompimientos de culo, putos por doquier y a aniquilar, sometimientos o sodomizaciones de antología.

Varios amigos, varones heterosexuales y amantes del fútbol, me advirtieron durante años (todos los que yo he sostenido esta hipótesis, por cierto, no muy original) que ese espacio es ese espacio y que allí se queda todo: en la descarga que, si bien toma a la figura de la homosexualidad como ofensa o castigo evidente, se desprende de ella. Y claro, sé que mis amigos, luego de querer “matar putos” en la cancha, no lo harían en la vida, pero también sé que ellos saben de la diferencia de esos estadios y que otros, no.

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No es cierto que todo ese odio o asco se queda en la cancha. A veces uno se atreve (pongámoslo apenas en un gesto nada grandilocuente) a mirar a ese hombre que va sentado enfrente y en el asiento “de los bobos” al final del ómnibus, y se permite la posible seducción compartida. Pero también se expone, por una caidita de ojos, al grito hiriente y a todo volumen del otro: “¿Te debo algo? ¿Qué mirás, puto?”. Y uno se hace el bobo (quizás ayude el asiento), baja rápido en la siguiente parada y por la puerta delantera o contesta con todo el coraje de que es capaz en ese momento: “¿Qué te pasa, estás loco?”, frente a la sordera aguda de todos los usuarios, que en ese instante es decir del planeta.

Será por eso que quizás uno aprende a andar con la cabeza gacha (más en verano, cuando los torsos desnudos e impudorosos alteran las hormonas), a moverse en los circuitos culturales y sociales de pertenencia progre o a visitar boliches y antros donde la sociedad todavía nos manda a desear entre nosotros o fuera de la vista.

Y aquí, paisito de paz o aldea leguleya, no hay Stonewall, instituto ni grito de guerra que nos proteja, porque casi siempre en estas ocasiones estamos solos. (Idea: “Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”). Entonces, sí, negocia su libertad y su pensamiento, sus prácticas, su forma de andar por la vida; y las negocia, sí, qué duda cabe, con el poder del macho, como negocia con el del capitalismo.

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También uno puede hacer lo contrario y vivir más poéticamente, como si la vida se le fuera a acabar mañana, y tomar como ejemplo a todos los libertarios y libertinos, esos inspiradores: a Pier Paolo Pasolini, a Néstor Perlongher. O al pobre de Oscar Wilde, que, salvando los tiempos, cuando salió de su estética exquisita y decidió jugar al amor (cuando “osó decirlo”) fue apresado. No hubo aristocracia, fama ni exquisitez literaria que lo salvara de la cárcel y el escarnio frente al poder económico y de los hombres de su época. Luego, claro, escribió la que quizá sea su obra más honesta, De profundis. No estamos en ese tiempo, ni qué decirlo, pero saber en el tiempo en el que se está puede servir para no inmolarse en las callejuelas de la vida.

Claro que la estética, la ética y la práctica de la libertad (más cuando copulan con el arte) es la apuesta más pura o exquisita para un ser humano. Pero convengamos en que esa forma artística de vivir (aunque no se sepa que se está viviendo de esa forma) trae el riesgo de un insulto, una paliza, un puño o una puñalada. Yo el miedo lo perdí esquivando cuchillazos en antros de mala muerte. Algo así le decía el chileno Pedro Lemebel a la progresía posdictadura de su país. Pero Lemebeles o Pasolinis, de esos que están dispuestos a todo, hay pocos. Casi todos los demás somos carne de cañón de cabríos con sus pistolas en alto.

Pistolas, cananas, navajitas, aunque tantos de ellos -quién no lo sabe- después piden ser ocupados por todos sus orificios, a veces en tangas fluorescentes y caladas. Pero qué importa esa intimidad si son capaces de convertir sus deseos en puño que lastima o arma que tajea. Sé por qué esto sigue sucediendo (todos lo sabemos: sobran machos de artillería), pero no sé por qué estos asuntos parecen ya no importarles a mis supuestos colegas, sobre todo a los militantes que sólo hablan de colores y alegría. A veces creo que viven en un tupper o que, en verdad, le tienen alergia a la tristeza.

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En muchas instancias de mi vida, y cuando nos referimos a varios ámbitos del ágora, pienso que a veces mejor sería dejar, sin filtro, que todos esos hombres se expresaran sin más. Y que eso no fuera una incitación al odio ni ninguna de esas figuras penales, sino la simple corroboración de la realidad. Una especie de identidad del orgullo al revés. Hasta un derecho a ser conservador o nazi. Porque de ese que andaría con una inscripción literalmente homofóbica (o racista o de clase) estaría advertido, y me podría hacer a un lado.

No así del otro, de aquel que un día me miró, lo miré, todo a plena luz del día y casi frente al monumento a Artigas en la plaza Independencia, y con el que a pasos tímidos y cuidados nos fuimos acercando. Un muchacho de estos tiempos, de gestos e indumentaria de mi supuesto circuito cultural, al que, como el tonto más tonto de los tontos, le pregunté si conocía a un hermoso (haciendo hincapié en hermoso) personaje literario. Me sonrió. Y empezó a largar trompadas y me aflojó un diente con uno de sus puñetazos mientras yo huía del desconcierto y de su furia.

Parece que sí, que el tiempo de los piropos (aunque sean los más cursis del planeta) ha acabado. Y que la literatura y la vida están tan lejos o tan cerca como uno quiera que estén. Hoy me alejo, no sé cómo, de ambas.