El reciente episodio político e ideológico provocado por las declaraciones del ministro de Defensa Nacional en torno a la portación de armas no debe sorprender a quienes sentimos y pensamos que la ciudad y la sociedad se están pareciendo cada vez más a una selva, alegoría que nuestra imaginación asocia con la ausencia de civilización (de cultura, de civismo), un ámbito sumido en la naturaleza bruta donde reina “el más fuerte”. Hace algunos años, una visionaria publicidad del Banco de Seguros del Estado representaba la escena urbana como una jungla, el lugar de una feroz competencia entre distintas especies de animales: cebras, leopardos, tigres, saltamontes.

La idea de la falta de civilización y, por tanto, del imperio del más fuerte también está asociada históricamente a las zonas de contacto y conflicto entre culturas: las fronteras entre civilizaciones. El que ha tenido más prensa, más cine y más juguetes es el Lejano Oeste: tierra donde “nosotros-los buenos” (los cowboys, los ejércitos) debían someter y aniquilar a “ellos-los malos” (los indios, los mexicanos) y donde la ley se imponía a punta de revólver. La conquista de América en el siglo XVI y las “campañas del desierto” en el siglo XIX, mediante las que los estados nacionales colonizaron y sometieron sus respectivos “patios traseros” y posesiones coloniales, también fueron en su momento el lugar donde primaba “la ley del revólver” o de los ejércitos que poseían la superioridad tecnológica (el rifle, el ferrocarril, el telégrafo). De la Argentina de ayer a la Libia de hoy, toda la saga que va de los héroes a los superhéroes, del Far West a Ciudad Gótica, descansa en la idea de una civilización o bien imposible o bien fracasada que sólo se resuelve por la fuerza y por fuera de la ley. Aquí residen la razón de existir y el carácter de una serie de héroes medio delincuentes pero simpáticos y justicieros que van de Rocambole al Zorro, pasando por Robin Hood, El Llanero Solitario, Josey Wales, Rocco Schiavone y tantos otros. También de aquí toma su energía simbólica y encanto la estirpe de los vengadores: Harry el Sucio, el protagonista de V de vendetta, William D-Fens Foster (el de Un día de furia), Bombita (el personaje de la multipremiada Relatos salvajes con el que nos identificamos todos) y nuestro vernáculo “Vengador Ciudadano”.

La ley de la selva, la ley del revólver, la ley del más fuerte, se me presentan como justamente lo contrario a una sociedad -un colectivo humano y un ecosistema- organizada en torno a los principios, valores e ideales de la razón, la verdad, la justicia, la solidaridad, la civilidad.

La realidad y el comportamiento selváticos -la cultura del Far West- avanzan y se consolidan como resultado de la conjunción de diversos vectores, de experiencias cotidianas que se acumulan. El destrato y las relaciones laborales abusivas, los precios y calidades sin controles, las contestadoras automáticas que nos dejan colgados y “loopeados”, las veredas rotas y llenas de excremento de perro y autos atravesados, la radio a todo lo que da en el ómnibus convertido en camión de ganado, el tránsito hecho una jungla sin ley y toda clase de violaciones impunes, la marea de basura que sube y baja, la usura y el juego, la diseminación de construcciones y barriadas espontáneas. Sí, también el manotazo a la cartera, el empujón y la fractura, las hinchadas enardecidas e insultantes, la muerte para uno del cuadro contrario.

Cuando experimentamos estas situaciones a diario, y a diario constatamos la ausencia de la ley -y de quienes ganan un salario para hacerla cumplir- y de la moral -de los valores y parte que le toca a cada uno-, se instala y crece la vida de la selva, la ley del más fuerte.

En este sentido, prefiero tomar -y lamentar- las palabras y la forma de pensar del ministro como una mentalidad que se ha instalado, con los años, en la sociedad y en la vida de la ciudad, en nuestro relacionamiento, que como vimos es una forma dominante y con una larga historia. Una forma que se ha “naturalizado” y a la que nos acostumbramos a resignarnos mientras continuamos sufriendo el abuso del conductor que se impone y amenaza la vida del peatón, el del señor que no recoge la caca de su perro, el del obrero del volante que nos fuerza a escuchar a Petinatti, el del vecino que se nos viene encima porque le pedimos que se comporte civilizadamente.

A la insuficiencia de presencia estatal -y a la impunidad y el desmadre resultantes- se puede responder de varias maneras. Por un lado, de manera individual(ista) -al estilo Batman, Harry el Sucio o Bombita, o la paradójica posición del funcionario estatal aludido-. Por otro, reclamando una mayor presencia y protección del Estado, que oscila entre la variante hobbesiana del Estado temible (y su extremo, el terror de Estado), al estilo estadounidense, o de un Estado educador, disuasivo pero presente, atento y dispuesto a intervenir con mesura frente a los abusos de los poderosos, o a los que pasan olímpicamente -viveza criolla mediante- de ciertas imprescindibles reglas de convivencia, y que es la forma en que imagino a un policía londinense o suizo (seguramente sea mi imaginación) o al viejo “guardiacivil” de cuentos y recuerdos.

También existen variantes “comunitarias” de izquierda y de derecha, respectivamente: los vecinos que ejercen de educadores y fiscalizadores, y las organizaciones de “vigilantes”, una variante fascistoide de aquella: grupos de vecinos armados que se arrogan el derecho de ejercer justicia y castigo por mano propia.

Está, por último, la parte que le toca a cada uno y que se llama ética y comportamiento ciudadanos, que uno admira en ciertas ciudades del interior y también en algunas ciudades del mundo.

Vuelvo al comienzo: las declaraciones del ministro no pueden sorprender: transparentan una mentalidad -un modo de vida- que se ha instalado, que responde a la experiencia de la vida urbana de una manera: la manera del Far West y, pronto, de Sin City. Para evitar los extremos y excesos del Leviatán o el peligro de las bandas de vigilantes, es preciso que tanto el Estado como la sociedad civil se hagan presentes y actúen, y que cada uno de nosotros empiece por hacer su parte.