El 19º Festival Internacional de Cine de Punta del Este se hizo con un equipo nuevo, en función del cambio de gobierno departamental y de una parte del equipo que lo venía manejando. La dirección general fue asignada a Fernando Goldsman (responsable por el Festival de Cine Judío que se realiza anualmente también en Punta del Este), y la programación estuvo a cargo del crítico Jorge Jellinek. La licitación se hizo recién a fines del año pasado, y el festival fue adelantado (quizá para incidir mejor sobre el público potencial de veraneantes), dejando poco más de un mes para las titánicas tareas de programación, organización y difusión. Contó además con menos recursos económicos que en pasadas ediciones.

Tal vez por la prisa, la menor experiencia y el aprieto presupuestal, hubo percances organizativos accidentales, que comprometieron algunas de las primeras funciones. Esos problemas casi desaparecieron con el paso de los días y, por otra parte, hubo una notoria mejoría de la calidad de proyección y de sonido en la sala Cantegril con respecto a pasadas ediciones. El aspecto que más se resintió tuvo que ver con una faceta que no es perceptible para el público, pero que, a la larga, aporta mucho al valor cultural de un festival: la posibilidad de intercambios entre críticos, organizadores, cineastas, distribuidores y otros profesionales (incluidos los integrantes del jurado), aunque hubo fructíferas oportunidades para todo eso en las conferencias de prensa, en las posibilidades de entrevistas, en los almuerzos, en el cóctel final e incluso en las conversaciones entre función y función. Se habló mucho de cine y se compartieron experiencias entre gente de distintos países y distintas generaciones, como suele ocurrir en los festivales. En esos días vi, por ejemplo, a un cineasta brasileño alentar y aconsejar a otro sobre las ventajas de coproducir con Uruguay (debido al muy buen nivel técnico que viene alcanzando la cinematografía de aquí, al know-how para lidiar con bajos presupuestos, y a los sueldos mucho más bajos que los de Brasil). Vi a un cineasta consagrado hacer elogios contundentes e inspiradores a la ópera prima de un joven realizador. Vi a un veterano crítico explicarle a una joven cineasta el sentido histórico de lo que dijo una entrevistada en su propia película. Es el tipo de cosas que no llega en forma directa e inmediata al gran público, pero forma parte esencial del cultivo cultural que, de modo impredecible y diluido, alimentará realizaciones futuras que mucha gente disfrutará (hechos similares en anteriores festivales fueron posiblemente parte de la savia de muchas de las películas que ahora se exhibieron). Pero el Festival de Punta del Este, siendo menor dentro del panorama mundial, tenía la virtud de caracterizarse por un grado excepcional de intercambio y de informalidad (en el mejor de los sentidos), que ahora se atenuó (sin llegar en absoluto a anularse) debido a varios factores: la mayoría de los periodistas fueron invitados a sólo tres o cuatro días de los nueve que duró; estuvieron todos en un mismo hotel mientras la mayoría de los cineastas se alojaba en otros; y las comidas -salvo unas pocas- no fueron para todos a la vez. La mayoría de las películas se exhibió una sola vez, así que si alguien recomendaba una, no solía haber otra chance de verla en el propio festival.

Se exhibieron unas 50 películas en tres salas de Punta del Este y en la Casa de la Cultura de Maldonado, con ciclo itinerante adicional en seis localidades de Maldonado y Rocha. La competencia oficial (enfocada en lo iberoamericano) incluyó obras de Argentina, Brasil, Cuba, Chile, España, México, Perú, Portugal y Uruguay (algunas en coproducción con otros países). El ciclo Panorama contempló algunas de esas mismas nacionalidades y además a Canadá, Francia, Italia e Israel. Hubo un ciclo (Filmusic Fest) de documentales sobre música, un Panorama Documental, un ciclo de cine fantástico y uno de Nuevas Miradas.

También se realizaron homenajes especiales al veterano actor uruguayo George Hilton (que actuó sobre todo en spaghettiwesterns) y a la actriz brasileña Glória Pires, que vino a presentar su nuevo trabajo, _Nise, el corazón de la locura, dirigido por Roberto Berliner. Ese film cuenta la historia real de la psiquiatra Nise da Silveira (1905-1999) quien, desde 1944, revolucionó la sección de terapia ocupacional del centro psiquiátrico de Engenho de Dentro, en Río de Janeiro, con un enfoque cálido y gentil hacia los pacientes. Se armó un taller de pintura y escultura que llevó a que algunos de ellos, considerados crónicos incurables, violentos e incapaces de comunicarse, lograran en pocos años -sin recibir orientación técnica fuera de lo más elemental- realizar obras que llamaron la atención de un célebre crítico de arte y terminaron en una llamativa exposición de “arte moderno”, que daría origen al Museo de Imágenes del Inconsciente. La postura de la película es unilateral y maniquea, pero la historia es realmente muy fuerte, Glória Pires exhibe su fuerza habitual, y son notables los actores que hacen los papeles de locos. Ignoro si alguno de aquellos pacientes pudo “curarse”, pero hay señales (corroboradas por imágenes documentales hacia el final) de que esas personas realmente lograron una convivencia más armoniosa y feliz entre ellas y con el personal del manicomio, además de legarnos algo bello y una historia ejemplar.

Ruy Guerra

En muchos años en que vengo acompañando a este festival, no recuerdo la presencia de un personaje históricamente tan importante como el cineasta brasileño-portugués Ruy Guerra, una de las figuras principales del Cinema Nôvo, que vino a presentar su película Casi memoria. Su conferencia de prensa estuvo tan buena como las mejores películas. Guerra empezó observando que el de Punta de Este es el festival más antiguo de América Latina, y que eso combinaba con él, “el cineasta más antiguo de América Latina”, una hipérbole para sus vigorosos 84 años, llenos de proyectos.

A partir de la noticia de que está preparando una coproducción con Uruguay, comentó la importante función del cine para el acercamiento entre países latinoamericanos, y enganchó con eso una afirmación sobre el carácter político de cualquier obra de arte. Defendió un cine autoral y desestimó la noción de que los artistas tienen el cometido de encontrar su propio público (esto correspondería a los mecanismos de difusión y distribución). Señaló que los atributos de un artista deben incluir dominio técnico y talento, pero que lo crucial es el atributo adicional del coraje, en el sentido de incurrir en riesgos estéticos.

Guerra fue enfático en rebatir la noción de que el Cinema Nôvo haya sido un movimiento epigonal de la Nouvelle Vague. Afirmó que entre ambos hubo diferencias que tienen que ver con las existentes entre franceses y brasileños: según dijo, los primeros tienen la tendencia a mirar la realidad mediada por la cultura: si un francés va a escribir sobre el pomelo, lo hará a partir de referencias al pomelo en la literatura y en la filosofía, mientras que un brasileño tiende a ir a la fruta misma, a la vivencia. Pero también señaló, en un plano más profundo, que la Nouvelle Vague fue un movimiento de burgueses -de lo que él llama el “cine de los Champs-Élysées”- mientras que el Cinema Nôvo fue político. Apuntó asimismo que los participantes en el Cinema Nôvo eran tan conocedores del cine estadounidense y europeo como los de la Nouvelle Vague, pero con la ventaja (inherente a los artistas de países oprimidos) de conocer además el cine de su alrededor, el de los países pobres. Dijo que muchas de las películas del Cinema Nôvo estaban “mal hechas”, sí, pero que la idea de lo “bien hecho” en cine no tiene sentido, ya que la obra creativa, por definición, no obedece a reglas.

En Casi memoria, Carlos, un viejo algo delirante y desmemoriado, se encuentra con su yo más joven (de 1967), y ambos comparten recuerdos de su padre. El estilo es no naturalista: parlamentos poéticos, actuación teatral (grave e intensa cuando lidia con Carlos, caricaturesca en los flashbacks referidos al padre y sus allegados). Esa teatralidad es parte de las estrategias de extrañamiento caras al director, y además es reminiscente de clásicos del Cinema Nôvo, incluidas obras del propio Guerra, como Los fusiles (1963) y Los dioses y los muertos (1970). En distintos momentos los protagonistas ponen en cuestión la naturaleza de sus recuerdos, al punto de plantear que ellos son ficticios y comentar la “cobardía” de los narradores con respecto a sus personajes, a los que suelen privar de información crucial (y lo dicen mirando a la cámara, como un reproche). Es especialmente intenso (y extenso) el monólogo del personaje de Tony Ramos cerca del final. El trabajo sonoro-musical de la película, a cargo del gran compositor Tato Taborda, es especialmente creativo y efectivo.

Brasileños

Brasil fue el país representado con mayor cantidad de películas en este festival. Al igual que Nise, el corazón de la locura, El otro lado del paraíso, de André Ristum, tiene un tratamiento clásico y trata asuntos políticos en forma esquemática y maniquea, pero con un convincente sustrato emotivo. La historia transcurre en 1963 y 1964, y el personaje principal es un adolescente cuyo padre (de índole soñadora, utópica, militante) decide mudarse a Brasilia, para sumarse a la mano de obra que seguía levantando la nueva capital (inaugurada tres años antes). El niño va a acompañar el involucramiento del padre con los sindicatos obreros, mientras una maestra bondadosa lo estimula a escribir, a leer y a aprender, y un cura de izquierda hace razonamientos que acercan la prédica cristiana a las aspiraciones populares. Un primer amor adolescente contribuye a incrementar la temperatura emotiva. La dictadura va a cortar la alegría general y buena parte de las esperanzas. La narrativa está enriquecida con la interpolación de espléndidas imágenes documentales y con el privilegio de una canción especialmente compuesta e interpretada por Milton Nascimento.

Más compleja y llamativa es Obra, la ópera prima de Gregorio Graziosi, que aborda la dictadura desde el presente. Un edificio construido en 1972 acaba de ser demolido para dar lugar a una nueva construcción. El arquitecto encargado de dirigir la obra encuentra entre los escombros los restos mortales de 12 personas. El hallazgo implica un conflicto de fidelidades, porque el terreno pertenecía al abuelo de ese arquitecto, que por lo tanto estuvo probablemente involucrado en lo que, según todo indica, fue una operación relacionada con detenidos desaparecidos. En un blanco y negro de un poder plástico excepcional, la película enfatiza aspectos de la arquitectura de San Pablo, su belleza plástica que es también de una frialdad inhumana, de un poder atemorizante y de un encierro opresivo. Aspectos de las fachadas riman visualmente con los encuadres simétricos o con, por ejemplo, la estantería de remedios de una farmacia. Los problemas de columna vertebral del arquitecto se vinculan con las columnas arquitectónicas. La banda de sonido está impregnada de elementos ubicados en una zona indeterminada entre el ruido y la música: martillazos, sierras, máquinas que podrían ser el ambiente no visible de la escena o una especie de música concreta. Algunos gritos humanos, que tampoco

parecen vinculados directamente con lo que sucede, traen evocaciones de tortura y asesinato. El trabajo paralelo del arquitecto en la restauración de la cúpula de una iglesia enfatiza conexiones cristianas (los 12 apóstoles pintados en la cúpula y los 12 cadáveres, el rostro borrado de un personaje de la pintura -al parecer un “hombre de pueblo”- y la foto semidestruida por la humedad en la billetera junto a uno de los esqueletos). Ese trabajo magistral de poética audiovisual no condice, por desgracia, con la parte actoral y verbal de la película, que tiene unos diálogos toscos y una de esas puestas en escena en las que uno siente todo el tiempo las instrucciones del director (movimientos coreográficos, ritmos estudiados). Es una falla que no quita varios logros memorables, aparte del mérito ético de lidiar con un asunto muy a contracorriente en Brasil, y es todo un hallazgo el empleo de la canción “Trastevere”, del mismo Milton Nascimento, no sólo por las implicaciones de su texto, sino también por el clima algo siniestro de la música.

Prueba de coraje, de Roberto Gervitz, es una coproducción con Uruguay y quizá la más convencional de las películas presentadas: un drama que podría ser una versión condensada de una telenovela, con una realización también telenovelesca, sobre el dilema de un hombre: cumplir su sueño de escalar un pico muy difícil en Tierra del Fuego o quedarse a acompañar a su pareja durante un embarazo de riesgo.

Tres destaques

Hubo tres películas especialmente notables entre las que vi. Una es la peruana Solos, que cuenta la historia de cuatro treintañeros que dedican algunas semanas a recorrer el interior recóndito de Perú en una camioneta con una pantalla inflable y un proyector, haciendo funciones gratuitas para gente que, en su mayoría, nunca vio cine en su vida. Hay escenas recurrentes de las distintas proyecciones, pero el contenido de la pantalla está siempre fuera de foco, y la obra proyectada no parece emitir sonido. Los poquísimos espectadores que se interesan en la propuesta están siempre lejos y también desenfocados. Lo que vemos es a los cuatro militantes del cine mirando cómo miran las películas esos escasos asistentes, siempre con esperanza de que en la siguiente función haya más. Es una reflexión algo amarga sobre la disparidad -que suele acosar a tantos realizadores latinoamericanos a contracorriente- entre el amor por un arte en el que depositan toda su fe, y la sensación descorazonadora de un público cercano a cero. La directora Joanna Lombardi (hija de Francisco Lombardi, el más famoso realizador peruano) elabora de cierto modo algo biográfico: su anterior largometraje tiene el récord registrado de ser la película peruana con menos espectadores en unos 30 años. Pero Solos, al tiempo que elabora esa relativa frustración (siempre matizada por la alegría de hacer), es también una road movie, hecha casi sin guion. La cámara acompaña, muchas veces en largos planos estáticos, conversaciones informales sobre tópicos varios: la vocación, el sexo, los vínculos amorosos. Hay también entrevistas documentales con algunos lugareños. Las composiciones visuales son singularmente ingeniosas. Hay varios planos memorables, muy especialmente uno de Wendy al atardecer, ante el panorama desenfocado de una ciudad: luego Wendy se aparta pero el foco no se corrige, permanece unos cuantos segundos en un “vacío” de impresionismo radical. Al mismo tiempo que comenta la pasión/frustración de hacer un arte solitario, el film ejemplifica perfectamente, para el que quiera y sepa ver, el fundamento de una esperanza que nunca merma.

La uruguaya Clever (de Federico Borgia y Guillermo Madeiro) fue uno de los éxitos populares del festival. Algunos de los críticos y cineastas extranjeros observaron con admiración una fuerte identidad de “cine uruguayo”, referida a lo que aquí a veces se refiere como el estilo Control Z. Y es cierto: es la misma onda de historia mínima, personajes silenciosos y apáticos, ociosos por vocación y por falta de opciones, con observaciones entre desencantadas, ácidamente críticas y solidariamente comprensivas, de cierta pequeñez (la pequeñez de objetivos y perspectivas, y la inherente a una ciudad del interior en la que casi nunca pasa nada). Pero esas características -presentes en 25 watts y Whisky- están recargados en su aspecto quirky, quizá con una influencia importante de los hermanos Coen. La película, que combina drama íntimo, comedia absurda y road movie, está realizada con creatividad, pericia técnica, inteligencia y swing en todos sus aspectos. La banda musical es de Ismael Varela (Señor Faraón), y es probablemente la mejor música de película que se haya hecho en Uruguay.

Ninguno de los films que vi alcanza el nivel de actuaciones y diálogos de Vida sexual de las plantas, de Sebastián Brahm (Chile). El compañero de la protagonista sufre un pequeño golpe en la cabeza y las secuelas no son drásticas, pero lo inhabilitan para su trabajo de abogado. Ella tiene buena parte de la responsabilidad en el accidente, y quizá sea el sentimiento de culpa el que la lleva a no poder seguir al lado del hombre. Intenta una vida con otro novio, pero no logra liberarse de su vínculo anterior. Uno acompaña con interés la anécdota y el juego emotivo en el que hasta la protagonista encara con cierta sorpresa sus propios sentimientos, poderosos más allá de lo que la ética dicta que deberían ser. A otro nivel, se nos arma toda una inefable trama de intercambios metafóricos, que tienen que ver con la fertilidad femenina y la presencia constante de lo vegetal (el trabajo de paisajista de la protagonista, el noviazgo con el hombre que le encarga un jardín, el hallazgo de una flor rara). Lo vegetal puede ser también representación de cierta pasividad. La filmación es especialmente íntima, con varios primeros planos preciosos y muy expresivos. También es una película muy sexuada.

Medianoche y cierre

El ciclo Al Filo de la Medianoche (cine fantástico) fue programado por Alejandro Yamgotchian. Pude ver Australiens, de Joe Bauer (Australia), realizada al parecer con sólo 20.000 dólares pero con mucha pericia, tesón y canjes varios. Lidia con una invasión alienígena a Australia e involucra, entre otros asuntos, la ofensa de Estados Unidos porque los extraterrestres se hayan equivocado de país. Un núcleo familiar muy friqui se va a dedicar a salvar el planeta. La realización es caricaturesca, un poco en el tono de las primeras películas gore de Peter Jackson, y los efectos son explícitamente primitivos. La mayoría de los chistes son asumidamente pavos, como si fueran de un sketch de Capusotto, y junto a momentos totalmente estúpidos hay otros que, si uno se abre al estilo, están entre las maravillas de la comedia reciente, y en un estilo felizmente apartado de la “nueva comedia americana” (aunque alguna influencia hay).

Ninguna película fue tan debatida como la que cerró el festival, la coproducción argentino-uruguaya Mi amiga del parque, de Ana Katz. Liz es una joven de clase media que acaba de tener un bebé y cuyo padre se encuentra ausente; en esa situación fragilizada, desarrolla una amistad con Rosa, una mujer de situación social inferior. Rosa es medio garronera e invasiva, y, quizá por la diferencia de códigos o de necesidades, nunca termina de suscitar confianza. Pese a ello, Liz parece sentirse más a gusto con ella que con los integrantes de su círculo de amigos más adinerados. El film está planteado de una manera que deja abiertas posibilidades muy distintas: algunos sienten empatía por Rosa y terminan compenetrándose con el afecto de Liz, otros no ven verosimilitud alguna en el sentimiento y las actitudes de Liz ante a una mujer quizá peligrosa (por malintencionada o, al menos, por su irresponsabilidad e impredecibilidad).

Premios

Los festivales de cine suelen ser inabarcables, así que toda cobertura periodística es siempre parcial. En este caso, el problema se acentuó por el hecho de que la mayoría de los periodistas fueron invitados para menos de la mitad de los días de exhibición. Así que no pude ver La luz incidente, de Ariel Rotter (Argentina), que ganó el premio a mejor película, al parecer en forma muy merecida (había recibido el premio de la crítica en el reciente Festival de Mar del Plata), y le valió a Érica Rivas ser premiada como mejor actriz. Tampoco vi La patota, de Santiago Mitre (Argentina), que ganó el premio del público, ni La delgada línea amarilla, de Celso García (México), por la que Damián Alcázar fue premiado como mejor actor.

Clever ganó una mención a mejor ópera prima. La fotografía de Pablo Baião para Casi memoria, con sus coloridos intensos en los flashbacks y un sepia casi monocromático en el presente narrativo, también fue premiada. Resultó especialmente emotivo el galardón a mejor director otorgado a Ruy Guerra en medio de aplausos masivos.