Vergüenza y símbolo de la hipocresía de la democracia estadounidense, con el tiempo la “caza de brujas” del macarthismo -la persecución de integrantes del Partido Comunista de Estados Unidos a principios de los 50, impulsada por el senador republicano Joseph McCarthy- y la elaboración de las listas negras de Hollywood han pasado a formar parte del acervo (o acerbo) histórico del que suele nutrirse la industria cinematográfica estadounidense a la hora de contarle la historia del mundo al resto del planeta. En realidad, y a pesar de que el rol de los grandes estudios fue tristísimo en aquellos días (jamás hubo una obligación legal de elaborar listas de artistas y cineastas censurados, pero los propios estudios decidieron -tras un pequeño amague de resistencia- curarse en salud y censurar ellos mismos a sus empleados políticamente dudosos), la reacción autocrítica del cine estadounidense fue bastante rápida, y no sólo ya en los 60 las principales figuras de esas listas negras habían sido reincorporadas a la industria, sino que en 1976 Martin Ritt estrenaba El testaferro, una película honesta acerca de aquellos días oscuros. E incluso mucho antes, films contemporáneos a las persecuciones y tan exitosos como el western clásico A la hora señalada (Fred Zinneman, 1952), el drama Heredarás el viento (Stanley Kramer, 1960) o incluso la ambigua pesadilla de ciencia ficción La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956) fueron leídas como alegorías de la persecución sufrida por los comunistas estadounidenses y su progresivo abandono por parte de quienes los rodeaban.

Aunque en un principio se volvió una cuestión moral alinearse con los acusados y resistirse a los interrogatorios que los acosaban por pertenecer a un partido político legal, lo cierto es que, a medida que los días pasaban y las ofertas de trabajo escaseaban, fueron muy pocos los que consiguieron mantener una actitud digna al respecto. Algunos abandonaron la lucha y realizaron una suerte de mea culpa, como los actores Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Otros se hicieron los ingenuos dando excusas pragmáticas, como Bertolt Brecht (nada menos que el principal propagandista del comunismo en Occidente, quien no tuvo problemas en negar que hubiera estado alguna vez afiliado al partido, alegando, además, que no entendía bien el inglés de los interrogadores). Otros directamente pasaron al colaboracionismo, como Elia Kazan. Otros reinventarían su rol más tarde bajo una luz mucho más heroica que la real, como la escritora Lillian Hellman (ex pareja de una de las auténticas víctimas del macarthismo, Dashiell Hammett, y notoria apropiadora del calvario de este). Otros simplemente no hicieron nada. Muy pocos aguantaron la toma y permanecieron fieles a su voluntad de no colaborar con la persecución, pagándolo con el desempleo o incluso la cárcel, y entre ellos el más célebre fue el guionista Dalton Trumbo (1905-1976), quien se convirtió en la figura emblemática de los victimizados por negarse a cooperar, y cuya reivindicación en 1960 es considerada generalmente el acontecimiento que marcó el fin del período macarthista. Pero aunque el tema había sido ampliamente tratado por el cine, hasta ahora no se había realizado un film exclusivamente dedicado a la figura de Trumbo, algo que la presente biopic sobre aquel perseguido guionista corrige con resultados satisfactorios pero dispares.

De héroes y villanos

Para entender la importancia simbólica y específica de su caso, hay que señalar antes que nada que Dalton Trumbo no era simplemente un guionista más de Hollywood, sino el más cotizado y prestigioso de su momento. Descarado en su condición de militante comunista y formalmente afiliado al partido, Trumbo se integró rápidamente a la farándula hollywoodense de aquellos días y formó parte de lo que Tom Wolfe llamaría más tarde “la izquierda exquisita”, en la que hizo esgrima ideológica con personajes como Sam Wood o John Wayne, hasta que la Guerra de Corea radicalizó las posiciones y cada izquierdista declarado pasó a ser señalado como un enemigo público. Identificado como promotor de huelgas y organizador de asociaciones laborales, Trumbo fue declarado en desacato por el Comité de Actividades Antiestadounidenses que el propio McCarthy presidía, y encarcelado por 11 meses, tras lo cual se mudó a México y siguió escribiendo guiones bajo seudónimo (algo más o menos sabido tras las bambalinas del mundo cinematográfico, y tolerado distraídamente por sus principales productores). Dos de ellos -Vacaciones en Roma (1953) y El bravo (1956), ganaron, para sus autores inexistentes, el Oscar a mejor guion, lo que prueba lo valioso que era Trumbo para los estudios cinematográficos y por qué figuras como Otto Preminger y Kirk Douglas emplearon todo su peso para que volviera a firmar con su nombre producciones del tamaño de Éxodo y Espartaco, por lo que se reintegró al cine con mayor facilidad que otros colegas, y sin verse obligado a hacer ninguna bajeza a cambio.

Era una historia ideal para el director progresista Jay Roach, quien cuenta en su haber con un par de estupendos films sobre recientes campañas políticas (Recount, de 2008, y Game Change, de 2012), y decidió narrar el periplo de Trumbo enfocándose casi exclusivamente en sus conflictos ideológicos y su rol dentro del grupo de resistentes conocido como “Los diez de Hollywood”.

Trumbo (perdón por no usar el título que le pusieron en castellano, pero suena pelotudo en exceso para una película relacionada con algo serio) es un film muy convencional, posiblemente demasiado, y como tal necesita, aun más que la confrontación de filosofías, la definición antagónica de un héroe y un villano. En el caso del héroe, la elección y su subsiguiente construcción están dadas desde el título (al menos el original) y la selección del personaje principal. Para contraponerse a Trumbo, se le otorga un lugar privilegiado a la periodista de chimentos y furibunda anticomunista Hedda Hopper (que interpreta casi de taquito Helen Mirren), una mujer que si bien cumplió un rol importante en la persecución de Trumbo, no dedicó su vida a ella, como la película parece sugerir. Pero su villanesco rol termina siendo muy útil al recordarnos lo cerca que está el periodismo chimentero de la simple delación y el buchonerío profesional, algo que en el caso de Hopper arruinó vidas y carreras con el tono con que se dice una pícara infidencia menor.

La película presenta una imagen casi angelical de Trumbo, hombre tan porfiado como coherente, pero no disimula en absoluto lo que para el público estadounidense puede ser su arista oscura, es decir, su pertenencia al Partido Comunista, lo que en 1950 era, para la mayor parte de la opinión pública del país del norte, casi el equivalente a que hoy en día fuera simpatizante de Estado Islámico. Pero Roach tampoco se preocupa mucho por situar a Trumbo en su auténtico pensamiento ideológico, salvo por una pequeña charla (inevitablemente infantil) que el guionista tiene con su hija pequeña acerca de lo propio y el valor de compartir. En general, se lo presenta como un bon vivant, y más como un simpatizante de la Unión Soviética -algo bastante lógico a pocos años de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en la que ese país había sido el principal aliado de Estados Unidos- que como un auténtico y convencido estalinista (no era otro que Iósif Stalin quien dirigía el comunismo mundial de aquel entonces). Cualquier posible ambigüedad moral no sólo es suavizada por el tratamiento de la historia por parte de Roach, sino también por la actuación del formidable Bryan Cranston (conocido sobre todo por su rol en la serie Breaking Bad), cuya interpretación (que le valió una nominación al Oscar) se inclina generalmente hacia lo melodramático. Cranston es un actor sensible y muy expresivo, recursos que utiliza en este film hasta el borde del exceso. Alrededor de él se mueven figuras como John Goodman y Louis CK, que no logran justificar mucho su presencia más allá de la voluntad de sumarse a una obra indudablemente bien intencionada.

Trumbo es una película correcta y, mas que nada, informativa, pero no puede evitar cierto estilo de reconstrucción de museo, de mirada distanciada sobre una página negra. Y eso deja sabor a poco, ya que, a 40 años de la muerte de Dalton Trumbo, el fantasma de la batalla que libró sigue sin dudas agitándose en los corredores de la cultura estadounidense: el estreno mismo del film provocó reacciones de críticos de cine derechistas, aún indignados y ofendidos por la antigua identificación del guionista con el partido de la hoz y el martillo. Pero no es esa reacción automática lo que incomoda, sino la incapacidad de Trumbo de reinstalar cierto debate sobre la libertad de expresión y la persecución discursiva, en un tiempo en que las sombras de la autocensura vuelven a cernirse sobre Hollywood, proyectadas esta vez no por el miedo o el exceso de celo de los organismos estatales, sino por los nuevos protocolos acerca de lo que puede o no filmarse sin ganar la enemistad de una legión de colectivos con vocación policial.