Ustedes no conocieron a Figuerón. Se podría decir que él era mi tío abuelo, porque eso es lo que es el esposo de la tía de la madre. Siempre lo conocí así, por su apellido, y ex profeso así lo llamaré.

Figuerón era al mismo tiempo serio y divertido, y cada vez que lo veía, en los cumpleaños de su familia, allá en Colón, me daba la imagen de un hombre muy, muy, muy trabajador. Y me consta que lo era.

Yo era un niño que ya piraba por la pelota y que, apenas salía de la escuela, jardinera, primero, me gustaba vestirme completamente de futbolista, con unos botines Goleadores de Funsa, que eran muy calurosos. Él era futbolero viejo, así que siempre era como el primer vínculo. Mi interés por sus historias seguramente le hacía redoblar en su relato.

Era un hombre mayor, y cada vez que lo visitaba recuerdo que, por mi fanatismo por el fútbol, me hacía comentarios de antaño. Fue la primera persona que me contó que había estado en la inauguración del estadio Centenario el 18 de julio de 1930, en el primer partido de Uruguay en el Mundial -que ya había empezado en la Estación Pocitos y en el Parque Central-, con el estadio absolutamente lleno y con el cemento aún fresco. A Uruguay le costó una enormidad ganarle a Perú en 1930. Como el otro día, lo hizo apenas 1-0, con un gol del inolvidable Manco Castro.

Figuerón había estado ese día, y mucho antes de que, en la lejana primavera de mi vida -con la colección 100 años de fútbol sólo para mí, que apenas llevaba un año de experiencia en aprestamiento de lectura bajo el método global-, tuviese todos los detalles de aquella gesta, yo ya sabía de lo enormemente dificultoso que había sido aquel partido con los incaicos el día del centenario de la Jura de la Constitución.

Los peruanos siempre fueron rivales difíciles, no sólo en 1930 y en 2016; también en Santa Beatriz en 1935, cuando fue acuñado el concepto de “garra charrúa”, e incluso cuando nos dejaron fuera del Mundial en 1981, en las Eliminatorias para el campeonato que se jugó en España al año siguiente.

“Estuvo jodida la cosa. Yo estaba ahí, era botija todavía: iba a cumplir los 20”, decía, y yo volaba a esos lejanos-cercanos años de chambergo y corbata, rancho de paja y chaleco, del día de la inauguración de aquel impresionante monumento viviente, dragón de cemento y pasto, de cuya inmensidad no había extraño que pudiera sustraerse.

Cargando el De Lorean

Figuerón era de 1910. El dato no es menor; por el contrario, es determinante de parte de la felicidad, de los empujes de emotividad y goce con los que administró el trajín de la vida. Era un tipo humilde que echando literalmente el lomo se había hecho su casita, redoblando horas y más horas de laburo. Pero era absolutamente rico, muy rico en glorias deportivas.

Él y los otros 35.000 uruguayos que nacieron en aquel lejano 1910, en el que Uruguay contaba con 1.100.000 habitantes, fueron los privilegiados que vinieron al mundo con la gloria y la disfrutaron, lenta, pausadamente, durante cuatro décadas. ¿Vos sabés lo que es haber nacido en Uruguay en 1910? De entrada, nomás, ya agarraste el nacimiento de la celeste, que, una vez más, parece necesario aclarar que no tienen ningún vínculo con los símbolos patrios, sino que es hija del destino del triunfo del viejo River FC sobre el Alumni argentino. Un delegado de Wanderers, Ricardo Le Bas, presentó una moción para que Uruguay usara en el partido con los de la Aduana la camiseta con la que le había ganado a los galácticos de allende el Plata. El 15 de agosto de 1910 nació la celeste en Belvedere, y ese día nacía la gloria, como ellos, como esos 35.000 orientales que parió ese año.

¿Vos te das cuenta de que esa gente, a los 14 años, ya estaba en la plaza escuchando cómo Perucho los embocaba en Colombes y el Terrible Nasazzi hacía recorrer paso a paso el estadio para saludar a la gente? Con 18 festejaron, tratándose de usted, el pase de Tito Borjas al Mago Scarone -“¡Tuya, Héctor!”- para ser campeones en Ámsterdam.

¡Ni te digo del 30! Ir, como Figuerón, bien emperifollado al campo chivero donde estaba firme, reluciente y con olor a mezcla aún humeda el majestuoso estadio Centenario, y ver flamear la bandera de los otra vez campeones del mundo en la Torre de los Homenajes. Si querés, para hacer boca con tus 25 pirulines, te vas hasta el puerto a recibir a los campeones sudamericanos de 1935 en Santa Beatriz, Lima, Perú, porque se va a retirar el más grande de todos, el Terrible José Nasazzi. O ya a los 32, de nuevo al Centenario para ver la boina fantasma de Severino Varela, campeón sudamericano de 1942, otra vez ganándoles a los argentinos. Ni te digo de recibir maduramente la gloria del Maracanazo, con 40 abriles.

Ahora decime: ¿no hubieras querido nacer en 1910?

Fav

Marzo de 2016. Un día antes de que la Asociación Uruguaya de Fútbol cumpla 116 años, mientras viajo de Florida a Montevideo junto con una decena de noveles aprendices -que no advenedizos- de la celeste, para visitar, una vez más, a aquel viejo venerable, el Centenario, que era un recién nacido cuando Figuerón lo pisó por primera vez, siento una enorme compulsión por dejar registrado en letras mi convicción de que estoy -estamos- ante la mejor selección de los últimos 50 años. Si lo pudiera demostrar -cosa que no haré-, te diría que no está nada mal y que, dado que la expectativa de vida por aquí es de 76 años, esta década preciosa le habrá deparado alegrías y emociones a un buen número de los yoruguas que han hecho, hacemos y harán este país.

Está claro que cuando hablo de esta selección no hablo de una oncena o de un campeonato, sino de este nuevo concepto que abarca estructura, trabajo, sueños, presente y futuro, que se puede definir como “la selección de Tabárez”. Hay algo, casi un principio filosófico imperceptible, que nos atravesó y emparejó, entregándonos la seguridad de la organización, la garantía del trabajo, la certeza de la racionalidad, la gloria del pasado y los sueños del futuro, todo a la vera del camino, como las recompensas de su transitar, el fruto maduro de entender quiénes somos, cómo somos, qué queremos y qué podemos.

Como los del 10, nosotros, los uruguayos de ahora, conseguimos una identificación plena con la celeste, pero nuestros sueños de grandeza son distintos e iguales de lindos: hemos reivindicado el esfuerzo, la planificación, el trabajo y los sueños como plataforma de partida, para, más allá de nuestros días, aplastar al charlatán y compadrito que nos hizo creer que bastaba con ponerse una camiseta celeste para resolver todo.

En el entretiempo del partido en la Ámsterdam, adonde hacía como 30 años que no iba a ver a Uruguay, trato de trasladar mi paz y seguridad a los nuevos ricos celestes que se creen que es verdad que donde juega la celeste todo el mundo boca abajo. Son los aprendices de la selección de Tabárez, los querubines celestes que van desde los ocho a los 20 años, los que sólo han comido con aceite y no saben de Darío, Venancio y Paz, suplentes con Borrás, de “los con hambre”, de las manchas de pintura de Jacinto Cabrera en el aeropuerto, de salir con la bolsa llena, de los que nos querían convencer de que sólo saldríamos de la pobreza poniendo la bañadera adelante del arco.

Ellos están nerviosos, y, tal vez, hasta desconformes por la ausencia de una victoria quick, mientras, de rebote, tienen la rémora de los serruchos que nunca desaparecerán. Mi botellita al mar de 140 caracteres dice: “Eso somos nosotros: un equipo paciente, sin brillos pero con sueños. Un colectivo que maneja mejor las circunstancias que el propio juego. ¡Vamos!”.

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Mientras espero el segundo tiempo, desde otro lugar de la red de redes, la gran Daina Rodríguez suelta un “Tengo 56 años y el fútbol forma parte de mi vida desde que tengo memoria. La foto de Atilio entre banderines tricolores en casa de mi Tata del alma, los domingos en el Centenario, presenciando las discusiones entre mis padres (ella bolsilluda, él manya), el relato de Solé en la radio... El primer recuerdo firme que tengo de la selección es el gol de Espárrago contra la URSS, en 1970. 46 años hace de eso. Y lo digo ahora, cuando van 45 minutos y cero a cero en el partido Uruguay Perú. Esta es la mejor celeste que vi jamás en una cancha. No importa lo que pase, #GraciasMaestro”.

Y entonces siento que, más allá de que Daina sea mi amiga -y de que tenga uno de los mejores programas de radio que se haya podido escuchar en los últimos años (Efecto mariposa, en Radio Uruguay)-, hay algo que trasciende mi idea y mi pensamiento. Me doy cuenta de que Daina entendió todo cuando volvió a escribir en Facebook: “¿Sabés qué creo? Creo que lo más importante que nos enseña esta selección es a separar el resultado del desempeño. Obvio que el buen desempeño contribuye a buenos resultados. Pero a veces, 5 cm de desvío en la trayectoria de una pelota cambian radicalmente un resultado, y no tienen nada que ver con el desempeño. El público de esta selección ha demostrado que es capaz de separar esos dos aspectos. ¿O no nos hemos sentido muy orgullosos del equipo, aun en la derrota? Mirá las semis en Sudáfrica. Ojalá ese mensaje prospere, porque nos haría mucho bien como sociedad. Soy optimista en cuanto a las nuevas generaciones. No tanto en cuanto a los más grandes, que seguimos midiendo a Cavani por si hace o no goles, y no vemos cómo se mata luchando por el conjunto. O cómo arrastra marca para dejar solo a Luis o a otro compañero. Lamentablemente, ahí es más duro. Cada uno de estos gurises aprendió con el Maestro que ninguno es mejor que todos juntos. Nos lo enseñan todos los días. Si no aprendemos algo de ahí, si seguimos creyendo que el único éxito posible es ganar el Mundial, el problema será nuestro. Y será una pena grande. Nos habremos perdido una gran oportunidad de ser mejores personas”.

Y es genial, te juro que es genial sentirlo y sentirse así. Te juro que si en la diaria hubiese clasificados pondría este aviso: “Vendo, o permuto por quedarme con este tiempo, DeLorean de Volver al futuro, único en su estado. Chiche. Nunca taxi”.