El martes, en un texto que la diaria publicó en contratapa, Lila Michalski contaba sus experiencias en un viaje reciente a Brasil. Hablaba de la violencia desatada sobre todo el que viste de color rojo (la camiseta vermelha del Partido de los Trabajadores -PT- se ha transformado en una consigna ambulante: não vai ter golpe), de la desmesura de la distancia entre ricos y pobres, de la presencia de carteles que piden el auxilio de las Fuerzas Armadas no se sabe bien si para combatir la corrupción (eso es lo que dicen los que alcanzan a decir algo) o sencillamente para poner en su lugar a esa manga de rotosos que tienen la desvergüenza de cobrar planes sociales, exigir formalización y pretender que se les pague por su trabajo, que antes hacían prácticamente gratis. Confesaba que le “cuesta” Brasil, y decía, para describirlo, algo que me parece crucial y que no suele decirse: “esa máquina obscena de consumo”.

También estuve en Brasil en estos días. No me tocó permanecer en ninguna ciudad grande, de esas en las que hay manifestaciones a favor o en contra del gobierno, pero atravesé unas cuantas ciudades chicas (si bien palabras como “ciudad” o “chica” ameritarían, para el caso de Brasil, todo un ensayo sobre urbanismo y sociedad) y pasé algunos días en destinos balnearios. Y fue precisamente en esos lugares, en las playas más concurridas de los balnearios más “internacionales”, que asistí a un fenómeno aterrador, entre obsceno y penoso: la construcción de algo que ocupa el lugar que debería ocupar una subjetividad, pero que es, notoriamente, otra cosa. Una cosa opuesta, podría decirse. Una cosa que hace difícil, si no imposible, la constitución de una “subjetividad” en sentido clásico. Digamos que si una subjetividad (un sujeto) se constituye desde la falta, desde el trauma, desde lo oculto, esto otro se fabrica desde el exceso, desde lo manifiesto, desde lo ostentable. La ostentación es el camino, la verdad y la vida.

En las playas de Búzios ya hay, pasada la Semana Santa (allá es Santa, no como acá, que es, o solía ser, “de Turismo”), pocos uruguayos y argentinos, pero todavía llegan brasileños. Paulistas, la mayoría. Los delata la “r” algo arrastrada, muy notoria, parecida a la del inglés americano. No son, necesariamente, de la capital del estado, pero allá cualquier ciudad de segunda o de tercera es un mundo, así que no podríamos, ni haciendo fuerza, imaginar que proceden de lugares parecidos a pequeños pueblos del interior uruguayo. Paulistas, entonces, de distintas ciudades de ese inmenso territorio.

Se sacan fotos. Constantemente se sacan fotos. Llegan en parejas, o en grupos de parejas. Ellos son notorios metrosexuales (o como sea que se llame ahora esa comunidad de hombres de pecho depilado, pelo corto en la nuca y los costados y cuerpos fatigados por el gimnasio); ellas bajan a la playa ataviadas con algo que parece un négligée o un déshabillé, una especie de bata negra o blanca semitransparente, larga hasta los tobillos, abierta adelante y con un lazo, siempre con algún detalle que simula encaje o bordados, y no se lo sacan en ningún momento. Están maquilladas, usan sombreros y mucha bijou en el cuello, en las manos y hasta en los pies (en cada espacio que la bata deja libre). Calzan chancletas de taco alto adornadas con perlas truchas, pedrería, brillos de todo tipo. Se sacan selfies. Constantemente se sacan selfies. Las miran, las comparan con las de las otras, vuelven a fotografiarse.

A poco de llegar sacan, de alguno de los enormes bolsos también adornados con pedrería, una bolsa plástica que contiene varias copas flauta de plástico. Copas descartables para tomar champán o cualquier otra bebida espumosa. Las reparten, entre risas, y rescatan una botellita de espumante que mantenían, bien helado, en la conservadorita (los brasileños no van a la playa sin sus conservadoras). Llenan las copas, brindan, simulan tomar, se sacan más selfies. Hay 30 grados de temperatura. El sol se siente en la piel como un enemigo, como un atacante despiadado e infatigable, pero ellas siguen portando sus joyas y vistiendo sus négligées de tela sintética, maquilladas y sonriendo para los celulares. No están en la playa. Están en su propia película. En un film hecho a imagen y semejanza de programas de cable como Lujo al alcance.

De pronto se escucha un breve diálogo (brevísimo, puramente casual) entre el mozo de playa y algún turista. Alguien es uruguayo, parece. Los bebedores de espumante no tienen idea de lo que es ser uruguayo. No saben, ni quieren saber, qué países tienen frontera con el suyo. No sé si conceptos tan abstractos (país, frontera, mapa) significan algo para ellos, a menos que alguna necesidad concreta (un viaje, por ejemplo) los obligue a incorporarlos. No le dan valor alguno al conocimiento, tal como solemos entenderlo los que tenemos cierta edad y cierta educación. Lo que valoran, lo que los vuelve importantes, lo que los hace existir es la ostentación. Existen en las fotos (incontables, interminables) que suben a las redes continuamente, en cada intervalo entre que se sacan una y se sacan otra. Se disfrazan de ricos. Se sienten ricos. (Recordé, viéndolos, una anécdota que alguna vez escuché en la tele: Mariana Nannis, la excéntrica esposa de Claudio Paul Caniggia, se paseaba por la piscina de no sé qué hotel de lujo en pleno verano enfundada en un tapado largo de piel, llena de joyas y calzando botas de taco. Decía que ella vivía en Europa, así que se regía por la estación de allá).

◆ ◆ ◆

En las posadas de los pequeños balnearios del litoral paulista ofrecen televisión por cable. En una se pueden ver siete canales: dos son agropecuarios y los demás son de distintas iglesias. Son curiosos los canales de las iglesias. Algunos tienen un informativo en horario central que, más o menos, da cuenta de los hechos que cualquier informativo cubre, pero en la mayoría lo que se ve es un simulacro milagroseado de los canales de televisión no religiosos: concursos de canto (religiosos), telenovelas (de tema religioso), informativos (sobre actividades de la iglesia o de las que la iglesia tiene algo que decir), programas para la familia que incluyen consejos para salvar el matrimonio o mejorar la convivencia en el barrio, pero, sobre todo, consejos sobre cómo ser más próspero. La prosperidad está directamente vinculada al amor a Dios, y ser próspero es una manera de honrar y servir a la divinidad. Lógicamente, si aumenta la renta debe aumentar el diezmo, así que ser económicamente exitoso es una forma de mostrar compromiso con la congregación. Ayuda a Dios, dice el mensaje, y te ayudarás a ti mismo (una sutil pero significativa inversión de los términos del refrán que dice “ayúdate, que Dios te ayudará”). Estando allá aprendí que la mismísima Compañía de Jesús tuvo que adaptarse para poder pelearles el mercado a evangélicos y pentecostales. A influjos del padre Eduardo Dougherty -un sacerdote católico oriundo de Nueva Orleans que soñaba con ser misionero en África pero terminó acercando la Renovación Carismática a Brasil-, los jesuitas pelean el diezmo y los fieles con una multitud de pastores y predicadores de las más diversas congregaciones protestantes, valiéndose, sobre todo, de las facilidades que brinda, en un país tan enorme, la televisión. La Associação do Senhor Jesus, organización que gerencia el “canal educativo” TV Século 21, ofrece ser “socio de Jesús”, algo que se logra mediante un compromiso económico que transforma automáticamente al contribuyente en evangelizador, sin moverse de su casa. Agreguemos a esa piadosa opción las que ofrecen la Rede Aparecida (también católica, de la Fundação Nossa Senhora Aparecida), la Boas Novas (fundada por el pastor pentecostal Samuel Câmara, de la Assembleia de Deus), la Rede Vida (el mayor canal católico del mundo, según dicen), la TV Novo Tempo (adventista), la Rede Internacional de Televisão (de la Igreja Internacional da Graça de Deus), entre otras cadenas que, a lo largo de todo el día, todos los días, educan a los espectadores en cuestiones relativas a la fe, la esperanza, la autosuperación y la construcción del éxito personal, indiscernible de la cooperación con Dios y con la iglesia. Aunque varias de estas televisoras sean católicas (es decir, reconozcan la autoridad del papa Francisco y adhieran al dogma romano), su práctica es muy semejante a la de sus competidoras protestantes en eso de ser tenaces divulgadoras de las bondades del éxito personal y de la persecución de objetivos inmediatos de prosperidad y crecimiento. En ese contexto, expresiones como “liberarse de las cadenas” no dicen nada acerca de las relaciones de explotación o las razones de la miseria estructural, sino que hablan de dejar atrás el fracaso, siempre personal y arraigado en la propia incapacidad de crecimiento.

Esta batalla por el corazón y el bolsillo de los fieles tiene su correlato en la competencia que las iglesias dan -también ellas- en el terreno de la ostentación: la construcción de megatemplos. Sólo en el estado de San Pablo se disputan el premio a la desmesura el Templo da Graça (Igreja Internacional da Graça de Deus), el Templo de Salomão (Igreja Universal, a la que adhiere Eduardo Cunha, líder del PMDB y presidente de la Cámara de Diputados), la Cidade Mundial dos Sonhos de Deus (Igreja Mundial do Poder de Deus), la Basílica de Nossa Senhora Aparecida (católica), el Templo da Glória de Deus (Igreja Pentecostal Deus é Amor) y otros (la cadena BBC publicó en febrero de este año un informe sobre el asunto, disponible en internet). La ostentación es el camino, la verdad y la vida.

◆ ◆ ◆

La nota de Lila hablaba de los esfuerzos del PT por combatir la pobreza y repasaba algunos logros: reducción de la mortalidad infantil, caída del desempleo y disminución de la deuda externa. Con acierto, observaba que la matriz capitalista no se había modificado “un ápice”. Y eso es tan notorio, tan doloroso, que obliga a pensar que la reducción de la pobreza es nada (nada, claro, excepto eso: algunos millones de vidas arrancadas a la muerte para mantenerlas en cuidados paliativos) si no se ataca frontal, radicalmente, la riqueza. Porque la riqueza es avasallante y salvaje en cualquier lado, pero en Brasil esa prepotencia, esa impunidad rompen los ojos en apenas unas horas de recorrido por carretera. Gigantescos condominios cerrados, balnearios enteros en los que el acceso al mar está bloqueado por muros o cercas eléctricas (“cadé o horizonte?”, se pregunta un grafiti pintado en un muro de los tantos que aíslan la franja marítima de la Serra do Mar), helicópteros que van y vienen constantemente trasladando a los privilegiados que pueden mirar el océano desde la ventana aunque prefieran bañarse en la piscina. Del otro lado, las ciudades se forman por añadido de piezas: las viviendas se amontonan unas sobre otras como cajas de zapatos levantadas con ticholos del mismo color rojizo que la tierra que dejan ver los morros desmatados. Brasil es un país de empuje, como Estados Unidos, pero si allá los campamentos de trailers son el penoso residuo de un avance hecho en carretas y carromatos, acá las barracas rojizas prendidas de los morros parecen dar cuenta de la pelea original contra la selva; de la imposición de un sueño de desarrollo conseguido a fuerza de machete y desmatadora.

A los costados de la ruta duermen los caños que prometen que en algún momento llegará el saneamiento (habrá elecciones municipales en octubre, y todos los que quieren cargos hablan de eso). Mientras tanto, sudan agua sucia los paredones de los morros y van a dar al agua y a la tierra las deposiciones de miles, de millones de personas que no tienen acceso a ese servicio.

Una máquina obscena de consumo. Esa es, exactamente, la cara que Brasil muestra en sus dos extremos, porque los pobres también quieren consumir, y quieren poder mostrarlo. Porque el que no consume no existe.

En un texto que se llama El caballo académico, Georges Bataille recuerda el esfuerzo de los galos por acuñar caballos en sus monedas, tal como habían hecho los griegos, y observa cómo la sublimación de lo animal en una figura estilizada y noble (la versión helénica) se manifestaba, en las monedas bárbaras de los galos, en una imagen grotesca y absurda, completamente ajena a la comprensión del símbolo que copiaba. Hay algo de eso en el esfuerzo de Brasil por ser un país del primer mundo. Una pujanza, una violencia y una desmesura que dan cuenta de la obscenidad misma de la vida, sin la menor chance de incorporar algo como una racionalidad o un equilibrio. Con suerte, con compromiso, con esfuerzo, tal vez se haga verdad que não vai ter golpe. Que haya justicia ya será otro cantar.