Mientras el mundo melómano apenas se reponía de las sorpresivas muertes en sucesión de Lemmy Kilmister y David Bowie, a quienes sus fans creían inmortales, una aun más inesperada conmovió a todos los medios ayer: la de Prince Rogers Nelson, más conocido como Prince. Tal vez el músico popular negro más importante de las últimas tres décadas, era relativamente joven -57 años-, había nacido en la blanquísima ciudad de Minneapolis y se había enamorado de la música desde niño: compuso su primer canción en el piano a los siete años.

Cuando era apenas veinteañero, comenzó a editar discos marcados por el funk más eléctrico, su talento como multiinstrumentista y el contenido muchas veces explícitamente sexual de sus letras, que llamó la atención tanto de los críticos como de los censores voluntarios que abundaban en los Estados Unidos de la era Reagan. Pero poco a poco se fue haciendo un lugar con una música que, como la de David Bowie, amalgamaba influencias que iban desde la psicodelia estridente de Jimi Hendrix al funk enrarecido de Parliament, Sly Stone y Funkadelic, pero introducía también elementos de un género tan blanco como el glam rock, adoptando la versión compacta y sensual del groove que popularizara T-Rex y devolviéndole sus no siempre evidentes raíces negras, mediante un uso del falsete que recordaba que todo comenzó con Little Richard.

Mientras se desarrollaba como músico, también lo hizo como personaje, presentando una figura escénica mucho mayor que su pequeña anatomía y creando shows en los que el ritmo y el baile eran tan importantes como el sentido del dramatismo y un desempeño instrumental que no se veía desde los días del rock más virtuoso. Como una esponja capaz de absorber a la vez el entonces ascendente sonido del hip hop y la exuberancia escénica de Led Zeppelin, Prince fue definiendo un sonido ambiguo e inclasificable tanto en su sensualidad como en términos étnicos, fusionando la música blanca y la negra como nadie lo había hecho desde los días de The Rolling Stones y Jimi Hendrix. Un sonido con la confusión, la energía y la elegancia exactas para una década que rebosaba esas cualidades: los años 80.

La década en la que el príncipe fue rey

Prince como instrumentista era inhumano, era un bicho; debe haber pocos ejemplos (me vienen a la cabeza apenas dos tan disímiles como Paul McCartney y Jaco Pastorius) de músicos que no sólo saben tocar una infinidad de instrumentos, sino que en todos los casos lo hacen con virtuosismo. Se jactaba de haber tocado los 27 usados en su primer disco, pero era con la guitarra que directamente deslumbraba; más de un peludo metalero debe haber quedado con la boca abierta al ver a ese pequeñísimo moreno de aspecto andrógino acometer sus solos en guitarras rosa de diseño ridículo y lograr un sonido feroz y voluptuoso capaz de despeinar a la mayoría de los guitar héroes contemporáneos (es famosa su participación en un tributo a George Harrison, donde esperó hasta los compases finales de “While my Guitar Gently Weeps”para irrumpir con un solo salvaje -y nada gentil- que relega inmediatamente al olvido al maravilloso original de Eric Clapton). Alcanza con decir que tenía entre sus fans nada menos que a Miles Davis, no precisamente un músico afecto a reconocer el talento de colegas.

Pero, a diferencia de Hendrix, Prince no va a ser recordado principalmente como un enorme instrumentista, sino como el compositor extraordinario que de 1982 a 1987 lanzó seis discos que modelaron toda la música de los 80. Si bien Michael Jackson -con quien siempre tuvieron una no muy amistosa rivalidad- fue claramente el músico más popular de aquella década, el prestigio y la influencia de Prince entre sus colegas era incomparable, y sus huellas inconfundibles pueden encontrarse en los trabajos de casi todos sus contemporáneos, desde Peter Gabriel hasta Fito Paéz. La seguidilla de álbumes que va desde 1999 hasta Sign o' the Times formó el catálogo de sonidos e ideas -sobre todo rítmicas, porque Prince, como decía Miles Davis, parecía soñar con tambores- a los que toda la elite del pop y el rock de esa década acudía a inspirarse, y que presentaban desde el melodrama eléctrico de “Purple Rain” hasta el maquinismo casi germano de “When the Doves Cry”, pasando por la calentura de “Kiss”, la neopsicodelia de “Raspberry Beret” y la ambigüedad romántica de “If I Was Your Girlfriend”, todas canciones que se volvieron parte de la banda de sonido de todo el mundo a fines de los 80.

Prince no sólo dominaba los medios con sus discos; también protagonizaba y dirigía películas más bien horrendas, aunque siempre salvadas por sus bandas de sonido y su encanto extravagante, más allá de lo kitsch o del buen gusto clásico. Además, se había convertido en uno de los mejores showmen del mundo y, como si fuera poco, mientras lanzaba un disco perfecto tras otro, compuso para otros artistas algunos de los mayores éxitos de sus carreras, como “Manic Monday” para The Bangles y “Nothing Compares to U” para Sinnead O’Connor. Reinaba desde su complejo de mansiones en Paisley Park, mientras salía con las actrices más hermosas del planeta y ofrecía las más controvertidas declaraciones. Como se dijo antes, Michael Jackson podía ser el rey del pop, pero en el ambiente musical muchos sostenían que el príncipe era el mejor. Y entonces empezó, desde un punto de vista comercial, a hacer todo mal, o -como muchos pensaron- a pirar.

El artista que estaba en conflicto

Luego del cenit que significó Sign o’ the Times, Prince comenzó a dar señales de una inflexibilidad artística que lo enfrentaría con su compañía de discos e incluso con sus fans. Tras disolver la banda que lo acompañó en sus días más exitosos (The Revolution), y apenas unos meses después de editar su obra maestra, compuso y grabó un disco (The Black Album, 1987) mucho más oscuro que los anteriores, tanto en el sonido como en las letras. Pero cuando las primeras copias ya habían sido enviadas a las disquerías, se arrepintió e hizo que las retiraran y destruyeran, alegando haber tenido la “revelación” de que era un disco demasiado oscuro (esto lo convertiría en uno de los álbumes piratas más buscados durante años, hasta que fue editado oficialmente en 1994). Una decisión controvertida que trató de hacer olvidar componiendo y grabando, en apenas ocho semanas, una obra más luminosa –Lovesexy-, que a pesar de ser un buen disco no llegaba a las cimas anteriores.

La promocionadísima banda de sonido de la película Batman (1989) fue un éxito comercial, pero también un disco flojo y superficial; luego un nuevo film, al estilo del que había acompañado al disco Purple Rain (Graffiti Street, 1990), resultó un nuevo fiasco, esta vez también de ventas. Las cosas mejoraron bastante cuando formó la banda The New Power Generation, integrada por una selección de grandes músicos, con la que lanzó un disco excelente y lleno de hits, aunque algo convencional (Diamonds and Pearls, 1991). Pero entonces Prince perdió el nombre y, al parecer, la chaveta.

Mitad decisión artística, mitad problemas de derechos con su propio nombre, el asunto fue que pasó a firmar con una complicada imagen (mezcla del símbolo masculino y el femenino), irreproducible para la prensa del mundo, que comenzó a llamarlo “el artista antes conocido como Prince”, y para deshacerse de su contrato con Warner Brothers lanzó en menos de un año una sucesión de discos irregulares o simplemente malos. Cuando se desprendió de esa compañía, con un álbum triple pomposamente llamado Emancipation (1996), la saturación era evidente y el mundo parecía haberse olvidado un poco de Prince, o al menos haberle perdido el tren entre tantas ediciones de calidad cuestionable (en las que hay auténticas gemas para quien tenga la paciencia de buscarlas).

La primera década del siglo XXI fue el primer período de bajo perfil para Prince (que dejó de usar el infumable símbolo como nombre y volvió al suyo). Siguió publicando disco tras disco, pero los distribuyó y promocionó en forma deficiente, agravada por la negativa a que sus temas estuvieran en Spotify o Youtube, o se distribuyeran de cualquier forma que él no pudiera controlar. En 2005 los uruguayos lo recordaríamos al unísono cuando le entregó el Oscar a mejor canción a un emocionado Jorge Drexler.

Pero esos años estuvieron salpicados de conciertos arrasadores, y tras abandonar la independencia y firmar con Universal, volvió a ganar notoriedad (aunque manteniendo su aversión a Youtube y formas similares de difusión), en un proceso coronado en 2007 por su deslumbrante presentación en el show del entretiempo del Super Bowl. El mundo estaba listo para el regreso de Prince, pero discográficamente su carrera se enredó en un berenjenal (volvió a Warner, pero a la vez siguió editando en su propio sello), por lo que se volvió difícil saber exactamente qué estaba haciendo. Pero la segunda década del siglo sí parecía que iba a ser suya.

Hola y adiós

Hace no mucho más de un año, cuando parecía que Prince estaba relegado a las noticias chismosas, apareció de la nada con su nueva banda, 3deyedgirl -compuesta íntegramente por mujeres-, en algunas presentaciones en televisión que deslumbraron, a base de una avalancha de virtuosismo y energía que le recordó al mundo que seguía vivo y capaz de dar un tipo de shows del que hoy muy pocos son capaces. Poco después, el artista al que los medios solían ridiculizar por su excentricidad, su fe religiosa de testigo de Jehová y sus hábitos vegetarianos volvió a los medios con “Baltimore”, una canción en honor de Freddie Gray, un muchacho negro que murió en forma no muy misteriosa mientras estaba bajo custodia policial, un hecho que generó enormes protestas en la ciudad que da nombre a la canción. Así cimentó el movimiento Black Lives Matter, al recordar que “la paz es más que la ausencia de la guerra” y que “si no hay justicia, no hay paz”, y siguió apoyando esa causa (intercalada con algunas teorías conspirativas propias de su idiosincrasia). Pero se podría disfrutar poco tiempo de ese Prince más comprometido, afable y humano que nunca: ayer lo encontraron muerto en su residencia. Las causas aún no fueron develadas; había tenido algunos problemas de salud recientemente, pero se lo creía recuperado.

En todo caso, Prince logró de triste manera que todo el mundo lo recordara simultáneamente, y que al revisar su obra y su carrera se volviera a descubrir la magia y el infinito talento de alguien que produjo cantidades gigantescas de música renovadora, excitante y orgullosa, que esperábamos que siguiera haciendo por mucho tiempo más.