Los alrededores del pueblo de Choele Choel, en la provincia de Río Negro, Argentina, son realmente paradisíacos: vegetación abundante (y no de la pinchuda), lagos y ríos, un lugar relativamente seguro. Coco, que tiene unos 11 años, puede vivir ahí una infancia a la antigua: vaga con sus amiguitos, se sube a los árboles, charla con la gente del pueblo (donde todos lo conocen), tiene sus escondites, juega a la guerra en las ruinas de una construcción abandonada, se tira al agua. Hay un picante adicional en los mitos del lugar, historias de terror quizá parcialmente verdaderas que los niños comparten, sobre un accidente en el que murieron siete niños y sobre un señor pacato descubierto como asesino múltiple cuando murió.

Ahora que sus padres se separaron, Coco vive con su madre en otro lado, pero cuando empieza la película está en Choele para pasar unos días con su padre, que es como el papá perfecto: lo ampara y lo acompaña, juega con él, le enseña cosas de la vida, lo pone a hacer pequeñas tareas pero también le deja un amplio margen de libertad. El asunto es que, debido a la separación, va a tener que vender la casa, así que quizá esta sea la última temporada de Coco allí.

Esa idea de “última vez”, de paraíso casi perdido, es uno de los elementos que espesan la carga de sentimientos de esta película. Las otras tienen que ver con el despertar sexual-amoroso de Coco. Especialmente porque el padre tiene una “huésped” veinteañera, Kimey -es obviamente su novia, pero no se anima a contárselo al gurí-, de la que Coco se termina enamorando, situación complicada adicionalmente porque no abandona la esperanza de que su papá y su mamá se vuelvan a juntar.

Aunque la historia ocurre en la época actual (hay celulares), tiene, como todo cine “de crecimiento” (de coming of age), un sabor nostálgico que evoca la infancia del espectador. Ese efecto se refuerza un poco porque estamos ante un tipo de infancia que en las grandes ciudades (los grandes centros consumidores de cine) tiende a desaparecer, y también porque, aunque la narrativa está en presente, podemos proyectar sus recuerdos en el futuro Coco adulto.

Así que, entre los paisajes preciosos y los sentimientos que pueden evocar la infancia y el primer amor, esta pequeña historia tiene ingredientes infalibles. Otros no eran tan infalibles y fallan, al menos un poco. A ver: Coco ya no es inocente, y aunque suponemos que no tuvo experiencia práctica alguna en asuntos amorosos y sexuales, habla con entusiasmo de sexo con su mejor amigo. Es muy entendible que se excite con Kimey e incluso que se enamore de ella -interpretada por la bella Guadalupe Docampo, que se pasa la mayor parte de la película en bikini-. Lo que es difícil de tragar es que no haya adquirido todavía la desgraciada noción de que es muy improbable que una joven de 20 retribuya el amor y el deseo de un niño de 11. Y aunque la esperanza sea lo último que se pierde, resulta difícil asimilar la idea de que Coco realmente la aborde con la casi seguridad del éxito, y que luego se le venga el mundo abajo cuando descubre que ella no lo quiere a él sino a su papá. Para que eso fuera verosímil, el personaje debería ser, en forma explícita, un niño cómicamente tarado, y no es para nada el caso. No cierra.

La escena de ese desengaño, en la que Coco sale corriendo por ahí, desesperado, y la cámara lo acompaña en un veloz travelling que siempre enfoca su rostro, es otro problema. El pequeño actor Lautaro Murray es muy bueno, y tiene talento y carisma, pero una escena así lo somete a una prueba de intensidad para la que se queda corto, y el supuesto clímax termina siendo todo lo contrario.

Hay cosas medio telenovelescas en la concepción de algunos diálogos y escenas que buscan propiciar sentimientos: el padre que todos quisiéramos haber tenido, la musa de nuestros delirios adolescentes, el más querible de los amigos, el entorno paisajístico perfecto. Por si ya no quedara claro, la música dulzona de Gustavo Pomeranec tiene ese aire de cumplir con el briefing de una ambientación sonora “joven” y aireada, pero realizada por un yinglero.

Pero, en fin, cada uno tiene el fallutómetro regulado de distinta manera, así que esas banalidades (para quienes las capten y evalúen como tales) pueden estropearle totalmente el placer a algunos, o sólo parcialmente -como en mi caso- a otros. En términos generales, encontré muchas posibilidades de disfrutar e involucrarme en esta pequeña incursión en los paraísos de la libertad, la infancia, el amor y una vida llena de futuro.