El 9 de junio de 1924, un hombre joven de apenas 23 años, primera generación de los que llegaron de los barcos , experimento, aprendió en ese momento la gloria de sentir que su pueblo a través de él, de ellos, sus compañeros, eran los mejores del mundo, de su mundo.

José Nasazzi, de él hablamos, que juntó a sus compañeros y en un gesto de educación, pero de emoción y de júbilo, recorrió caminando los cuatro puntos cardinales de aquel estadio oval, agradeciendo a aquellos extraños y amigables vecinos, subyugados por el juego y el temple, por sus aplausos y sus vítores reconociendo a aquellos inmensos campeones.

El 9 de abril de 2016 un hombre ya muy maduro para futbolista con sus 41 años, pleno representante de su pueblo, en el final mismo de su carrera, con lo que le quedó de resto físico después de darlo todo en una de las más heroicas finales que se tenga recuerdo, levantó la copa de campeón, de sus campeonato del mundo, del de sus compañeros, de sus coterráneos. A paso de hombre la fue devolviendo entregando a cada uno de esos 3000 vecinos de su universo que empapados, embarrados, pero conscientes que estaban viviendo uno de los días para siempre inolvidables de aquel mundo, gozaban de aquel momento único y para siempre, de ser los mejores.

El es Néstor Coscia, el Negro, el capitán, que para jugar aquel, este tal vez su último partido que es a su vez el primer partido más esperado de sus cuatro décadas de vida, debió o eligió entrar al quirófano para una intervención ambulatoria, porque él sabía que tenía que estar en este partido, en esta final del mundo, la de nosotros los canarios, la nuestra la de los uruguayos que no nacimos y nos criamos en Montevideo, la de ellos los palmirenses, química emocional del Uruguay y el Río de la Plata.

Buscando la vuelta

Fue el sábado, en la ciudad portuaria de Nueva Palmira donde confluía la selección deportiva de un campeonato que debió haber arrancado con 30 selecciones representando a cerca de 40 pueblos, en el campeonato más uruguayo del Uruguay.

El Evelio Isnardi, el estadio que debió ser modificado por el pueblo, y hasta por los propios jugadores, para que aquella fiesta fuese real ahí donde la ruta 22 te presenta a la laburadora Palmira, estaba hasta las manos a pesar del diluvio y su hijo adoptivo el barro, resultado de tan apurado y querido empeño por la obra de la nueva tribuna.

Fue una final inmensa, gigantesca, honorable, en la mejor acepción que uno pueda encontrarle a la honra deportiva, a la honra de los pueblos.

Fue lo que tenía que ser, una final del mundo, de nuestros mundos, del pueblo de Nueva Palmira, de aquellos cientos de duraznenses que hicieron kilómetros a lo loco, en excursiones, autos y capaz que hasta algún mionca, para quedar en su ínsula, la mitad de la tribuna principal, la que da espaldas al pueblo, y de nosotros los floridenses, lo fernandinos, los riverenses, los sanduceros, lo mercedarios, los del pago que sea que quisiéramos que alguna de esas camisetas fuese la nuestra.

De meta y ponga

Con todos esos antecedentes, esa puesta en escena ambulante de una final que venía de 7 días atrás en Durazno donde habían empatado 0 – 0, se escenificó ese enorme partido de dientes apretados de fútbol de baguales, de personas que dejan todo, pero todo, lo que tienen en ese momento por una simbología cercana de sentir que lo están haciendo por ello y por sus parientes, sus vecinos, sus todo. Y fue por eso entre otras cosa que fue magnífico, por los palmirenses brillantemente llevados por su joven técnico Patricio Urán, que iban por su primera vez, y por los duraznenses, un colectivo gallardo de tipos que sabían por la que estaban y que a pesar de su enorme carga histórica, estaban ahí como empezando de nuevo a pesar de sus callos de sueños cumplidos.

Los albicelestes del puerto juntaron todo: sus ansias, sus sueños, sus cuidados, su máximo de concentración y disposición, su casi improbable, pero al final sí cumplido, control de la ansiedad, ese desboque de abrazar la gloria para que el recuerdo no la deje soltar nunca más.

Es que Durazno es un tanque, una máquina vieja pero implacable, con mucha presencia y jugó para dar el golpe.

Así estuvieron todo el tiempo, con los palmirenses -en el plantel había además 5 doloreños, 3 carmelitanos y 1 de Cañada Nieto- yendo sin pausa y sin prisa, siguiendo los planes de Urán que seguramente durante toda la semana en su discurso que trasciende lo futbolístico habrá machacado sobre la ligera frontera entre el éxito y el fracaso como consecuencia de la ansiedad, de la perdida de concentración, de las certezas que solo puede dar la seguridad de un colectivo. Entonces, con una zaga dura y expeditiva, con el Negro Coscia recontrainfiltrado para jugar y paradito en el medio de la cancha y Carlitos Carbrera surtiendo de juego al toro Avelino y al Flaco Rovetta, Palmira fue estirando el umbral de sus sueños, manejando en tensión, mucha tensión el juego, pero sin pestañar ante el poderoso juego ofensivo de Durazno, que fue un campeón aún en la derrota final.

Empapados por la gloria

Un gol, solo un gol separaba los sueños del infierno, el infierno de los sueños, y el juego seguía transcurriendo en el medio de la emoción, el placer, el miedo. Durazno sometido en posesión de pelota empezaba a ser cada vez más artero en los contragolpes, y con el ingreso del veterano Titi Rivas su poder ofensivo y de juego aéreo se multiplicó. Palmira seguía y seguía y la gente bajo la lluvia empujaba con aquel y persistente grito de las canchas de pueblo ¡Gol!-¿gol!-gol! Es el grito en increscendo que empieza a circular en el estadio y allá va una pelota larga y el Flaco Joaquín Rovetta que en la semana había estado echando el lomo para hacer la tribuna nueva, para el escenario de sus sueños, arrancó a velocidad donde el último escalón neotribunero aún tenía el cemento fresco como para que el goleador hiciera una inscripción amorosa a su pueblo. Y ahí salió disparado Rovetta, recortó la desesperada salida del golero duraznense Maxi Grajales, que intentó evitar el infierno tan temido, y empujó la globa a la gloria.

El 1–0 de Nueva Palmira sobre Durazno en la final de la Copa Nacional de Selecciones ya quedaría como un mojón tan hito de la zona como el que marca el fin del Río Uruguay y el principio del Río de la plata a apenas unos kilómetros del arco donde el flaco Rovetta hizo el gol del campeonato.

Fue espectacular. Faltaban 10 para terminar y Nueva Palmira, sabía que no la podía dejar ir y multiplicó su atención y su esfuerzo, para frenar los últimos y valiosos empujones de Durazno.

Cuando el árbitro marcó el centro de la cancha y el mundo tenía un nuevo campeón, el relator local, de Emisora Cono Sur, soltó el llantó, recordando a los padres, y abuelos de estas generaciones que habían forjado el sueño del fútbol palmirense, y yo terminé largando el moco también.

¡Palmira nomá!