A comienzos de la década de 1940 mi bisabuela tenía cinco hijos, todos varones, todos tanos, todos frescos campesinos de entre 18 y 25 años, una edad y una condición preciosa para ser llamado a formar filas del Ejército del pomposo Imperio Colonial Italiano. No hay caso; en la historia hay gente que liga mal y gente que liga bien, habrá pensado la vieja cuando vio que le llevaban todos los bambinos al matadero. Sin embargo, si bien en la Segunda Guerra Mundial murieron algo así como 60 millones de personas, la vieja tuvo suerte porque los cinco hermanos volvieron caminando al pueblo, tranquilos, uno tras otro y sin un rasguño, apenas unos días después de ver el cadáver de Benito Mussolini colgando de un puente en Milán, acontecimiento del que uno de ellos se vanagloriaba de haber participado, al parecer, mediante el heroico procedimiento del salivazo.

Cuando oí este cuento por primera vez, agradecí para mis adentros el hecho de que Italia siempre haya sido a la guerra lo que el Arsenal de Inglaterra al fútbol: a primera vista, un cuadro grande, involucrado en muchos de los grandes acontecimientos de la historia, pero en los hechos un simple acompañamiento, un habitual perdedor, un país pretencioso y ladino a la espera de garronear las sobras del reparto imperial del mundo, ya sea tras la grandilocuente idea de fundar una Europa fascista a la cola de Adolf Hitler, o bajo el subterfugio de llevar la democracia a Irak terciando al recordado Mister Danger. Eso se debe (me gusta pensar) a soldados como mi abuelo y sus hermanos, que seguro habrán preferido viajar gratis en tren hacia el norte, desertar, conseguir una changa en alguna de las ciudades industrializadas, hacer un mango y esperar la predecible derrota para volver al pueblo habiéndole ganado algo a la guerra, que arriesgar el pellejo por una nación cuyo idioma oficial ni siquiera hablaban del todo bien.

Y es que si hubiera sido de otra forma, además, si se hubiera tratado de hombres modernos, cruzados por las ideas de nación, partido o futuro, si en realidad hubieran creído en el relato patriótico, en el mito imperial o en la posibilidad de previsualizar y diseñar la vida de acuerdo con ciertas ideas más o menos científicas, como quería el fascismo, tal vez no habrían vuelto y usted se vería privado de leer este estupendo ensayo histórico. Piénselo: habría sido terrible. Pero parte de esta historia es mentira. Hasta donde sé, los cinco hermanos cumplieron responsablemente sus tareas en el frente y si no murió ninguno debe haber sido, puntualmente, de pedo.

Hace poco viajé a Italia. Entre los lugares que decidí visitar estaba el pueblo en el que nació mi padre. Se trata de un asentamiento humano en vías de extinción, bastante deprimente, ubicado en lo alto de una montaña y en donde el promedio de edad de sus habitantes es muy superior al uruguayo. Recorrí el pueblo con mi novia y con Lorenzo, un amable y misterioso sujeto que conocimos en la terminal de trenes de la ciudad de Paola y que, ante la ausencia de cualquier tipo de transporte público que nos permitiera llegar hasta allí, se ofreció a llevarnos en su auto (a mi entender, porque se enamoró de mi novia y pretendía secuestrarla aprovechando nuestro más mínimo descuido, pero es posible que mi interpretación de sus intenciones se deba al miedo pequeñoburgués que experimento ante los extraños).

El hecho es que en el pueblo encontré sendas placas metálicas dedicadas a los habitantes del lugar fallecidos en alguna de las dos guerras mundiales, y eso que me recordó que, auque no parezca, la vida de las generaciones que nos precedieron fue más peligrosa que la nuestra.

Hay una idea muy extendida de que el siglo XX fue el siglo de las ideologías, la época en la que más gente estuvo dispuesta morir por ideas que ataron pasado, presente y futuro y que se materializaron en estados y partidos, mientras que el siglo XXI -que empezó, más o menos, en 1990- es el siglo de la incertidumbre, una época tan violenta como sin sentido en la que todos podemos encontrar la muerte por las razones más inesperadas, inverosímiles y estúpidas. Antes, doña María podía temer que a su hijo se lo llevaran los tanques rusos; hoy, que se lo lleve el dengue, o los presos de Guantánamo, o un motociclista con casco y acompañante.

Por supuesto que esa idea del siglo XX es hija de la experiencia de las elites intelectuales. La Segunda Guerra Mundial no significó para mi abuelo y sus hermanos nada de lo que los relatos historiográficos, las construcciones de memoria o las lecturas políticas han determinado que signifique para nosotros (“la democracia contra el fascismo”, la “guerra entre imperios” o el “nuevo reparto del mundo”). Sin embargo, ese acontecimiento, que vivieron como un terrible accidente de la naturaleza, tuvo un impacto sobre ellos y su generación difícil de comprender para esa usina del sentido común que son las clases medias occidentales del siglo XXI, esas personas que, como dice el canoso de Mad Men, no paran de lamerse sus imaginarias. Mal y pronto, millones murieron. Muchos más quedaron con secuelas fisicas y psicológicas de por vida, y eso sin contar a los que la sacaron barata pero igual tuvieron que abandonar su pueblo, su familia, todo lo que conocían y definía los contornos de su realidad, para cruzar el mundo y adaptarse a la vida en países de los que desconocían incluso el nombre. No hay que ser tan dramático y hablar solamente de guerras con nombre y apellido: la sucesión de acontecimientos trágicos que vivieron nuestros mayores -hayan sido gringos, tanos, negros, semitas, chinos o lo que sea- es de una magnitud muy superior a esa visión idílica del pasado que crece cuanto más conservadora se vuelve una sociedad.

Vivimos en un mundo de mierda, pero no en un mundo peor que el de nuestros mayores. Mi generación es de las que tuvieron suerte en la historia. Porque, pese a que somos la generación de la precariedad laboral disfrazada de libertad y oportunidades, la de las relaciones personales inestables y líquidas, la primera que -según dicen los agoreros del fin del mundo- vivirá peor que la de sus padres, somos parte de una sociedad menos violenta que la de nuestros mayores. (¿Menos violenta? Dios mío, es casi pornográfico decir eso. Ni siquiera yo me lo creo del todo. Supongo que esto debe ser la escritura contraintiuitiva).

Es que, más allá de todos los debes que existen en inseguridad pública, violencia de género y ainda mais, la vida de mi generación nunca ha estado en riesgo (como sí lo estuvo la de mis abuelos o la de mis padres). En general, hemos transitado por una suave pendiente de “no acontecimientos”, y si pensamos que tenemos más probabilidades de sufrir una muerte violenta que nuestros mayores, esto se debe a que tenemos mucha más información y conciencia sobre el carácter violento del mundo. Y si hoy tenemos categorías específicas para distiguir determinados tipos de violencia -como el feminicidio- es porque hemos afinado la mira y empezado a buscar en huecos de un tamaño impercetible para las generaciones que nos precedieron. Es verdad, está lleno de casos de personas asesinadas por dos pesos, pero eso no significa que el pasado fuera un lugar puro y cristalino, un remanso de tranquilidad y buenos valores al que deberíamos volver para remediarnos.

Hace poco, una amiga, integrante de una de esas organizaciones políticas que un lego en la materia como yo imagina totalmente filtradas de agentes de inteligencia, me dijo que iba a dejar la militancia. ¿La razón? Estaba embarazada y consideraba que, a partir de ese momento, ya no tenía derecho a tomar ciertos riesgos sobre su cuerpo que antes había considerado naturales, porque ahora había un ser humano que dependía de ella. Yo le dije que exageraba, que estaba trasladando la experiencia de sus padres a un mundo completamente distinto, y que ahora la mano venía por otro lado. Pero me dijo que no fuera tonto, que los ciclos económicos terminan, que el Estado se retira y las clases medias se empobrecen y se violentan, que los proyectos políticos de centro se agotan y que las pujas distributivas nunca son en paz cuando la torta se achica.