El discurso actual de la mayoría de las autoridades educativas y del sistema político es profundamente médico-militar y etológico: apunta a la vigilancia y el monitoreo de alumnos y docentes, y construye una percepción empresarial sobre la educación, un lenguaje que funciona como un “chasis” del entendimiento, como las coordenadas mismas de lo que puede decirse sobre el tema educativo.

Dos expresiones verifican lo antedicho: “diversificar la oferta educativa” y “construir comunidad”. Ambas, ubicuas en los discursos de las autoridades, responden a la lógica de la economía, del mercado laboral (“diversificar la matriz productiva y energética”, se dice) y a una lógica territorial explícitamente asumida por las políticas educativas. Ahí están, por ejemplo, las palabras de la ministra de Educación y Cultura, María Julia Muñoz, respecto del cambio de ADN de la educación: “Para la generación 2016 es cambiar la forma en que se imparte la enseñanza para que los chicos se sientan más atraídos por ella. Es tener talleres y diversificar la oferta, lograr [...] actividades a las que de pronto tienen acceso chicos de altos recursos y no los que más lo necesitan” (las cursivas son mías). También está el llamado del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed) para elaborar ítems con el propósito de evaluar, de manera estandarizada, el rendimiento de escolares y liceales en lengua y matemática. En sus “Términos de referencia llamado AT012/2015” el documento expresa: “En dicho marco, el Ineed espera desarrollar pruebas de evaluación de desempeño de los estudiantes, tanto en primaria como en educación media, que permitan monitorear el desempeño de los estudiantes. Para que estas evaluaciones brinden insumos pertinentes para la política educativa, y se constituyan en evaluaciones propiamente dichas, es necesario que el desarrollo de estos instrumentos sea acorde a los perfiles de egreso establecidos por la ANEP” (las cursivas son mías).

Y para rematar, en la misma línea se encuentra la “oferta educativa” de posgrados del Consejo de Formación en Educación, reticente al saber disciplinar, pero afín a todo lo didáctico (o “didacticoso”) y a la “solución gestionaria”. He aquí la victoria de la lógica de las universidades privadas, del discurso que ha impuesto la gestión por encima del saber mismo, arruinando lo específicamente educativo.

Resulta conocido el discurso según el cual la educación debe someterse a una mejor gestión, incluso a una gestión capaz de llegar al corazón mismo del aula, allí donde su objeto es el aprendizaje. De esto se deriva con naturalidad el discurso del aprender a aprender (incluso como un consejo para toda la vida), de las prácticas emprendedoras, de los cursos de liderazgo en el aula, etcétera. Lo importante, en definitiva, es que la “oferta educativa” sea interesante para los alumnos, quienes pueden disponer de los insumos que los centros educativos les ofrecen como quien elige productos en las góndolas de los supermercados. El sistema educativo se convierte, entonces, en una máquina de dispensar mercancías (cursos, talleres, propuestas educativas más laxas, adaptables a las necesidades del alumnado de hoy, de cada comunidad). Piénsese también en el sistema de créditos que hoy rige en la Universidad de la República.

La apuesta por esta estrategia (por la diversificación de la oferta y por la comunidad) es profundamente solidaria con todo el discurso empresarial de las competencias y las habilidades. Y es así como el imperio de las estadísticas, de las gráficas y del mapeo numérico de la realidad se ha convertido en el suelo sobre el que se apoya todo discurso que hoy quiera hablar de educación, a partir de una supuesta cientificidad basada en evidencias, datos objetivos y, llegado el caso, inobjetables. Todo el aparato estadístico es funcional a la solución gestionaria de la educación.

En este contexto, la educación responde a la lógica perversa de la economía y el mercado laboral. Por ello, está obligada a pensar en este: la escuela y el liceo deben modificar sus programas y objetivos educativos con la cabeza puesta en la inserción de los estudiantes en esa cosa llamada mercado laboral, verdadero motor y horizonte de un país que quiera llamarse, algún día, desarrollado. Mercado laboral es sinónimo de progreso educativo.

Con “construir comunidad” pasa algo semejante. La comunidad no es lo social, lo público, lo político, sino ciertas necesidades particulares de un grupo territorialmente definido. La estrategia de trabajar en el territorio, adoptada hace años por el sistema educativo, es elocuente al respecto. Importan menos los conceptos que maneja la educación como fenómeno universal que el trabajo práctico en las zonas en que se encuentran los centros educativos, donde se pueden desarrollar proyectos focalizados. La conjunción misma de las palabras “estrategia” y “territorial” supone una lógica económica y médico-militar que convierte la educación en algo del orden de lo que debe ser vigilado de cerca, monitoreado, mapeado, para describir y clasificar el comportamientos de sus actores principales. Así, la educación hoy es un gran dispositivo etológico.

De esta manera, las soluciones que se proponen para “arreglar” la educación se parecen mucho al tipo de propuestas de solución para problemas como la seguridad o el control del dengue. Soluciones territoriales, de vigilancia permanente; soluciones, en una palabra, etológicas. Una sola y misma lógica las rige, cuando la educación debería ser el espacio que se apartara de esa lógica, que permitiera pensarla críticamente y establecer una resistencia, un “afuera”.