En el catálogo del 18º BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), su nuevo director artístico, Javier Porta Fouz, señala que se exhibe en ese evento la misma cantidad de films (poco más de 400) que en el resto del año en la capital argentina. Es decir, la mitad de lo que se ve en pantallas porteñas se concentra en esos valiosos 12 días, que hacen gala, además, de mayor diversidad de nacionalidades y tendencias que el resto de la cartelera. Con 27 locales de exhibición repartidos por la ciudad, funciones de acceso relativamente barato y en algunos casos gratuito, y una intensa campaña promocional, el BAFICI es asunto general de conversación, y escuché referirse a él no sólo a intelectuales y cinéfilos, sino también a la portera de un edificio y el chofer de un taxi.

Además, es la principal carta de presentación de la política cultural de Buenos Aires, y lo fue especialmente cuando el actual presidente, Mauricio Macri, era gobernador. Fue un punto de honor, por lo tanto, poner un énfasis especial en esta edición, la primera con la ciudad y la nación en manos de la agrupación macrista Cambiemos. Porta Fouz fue uno de los intelectuales que firmaron su apoyo a esta, y el ministro de Cultura de la capital, Darío Lopérfido (por los mismos días en que repercutía su declaración de que la cifra de 30.000 desaparecidos en Argentina es “una mentira que se construyó en una mesa para cobrar subsidios”) exaltó en su discurso inaugural del festival el regreso a la normalidad luego de años bajo el gobierno de una “secta”. Ello motivó protestas e incluso un movimiento de boicot. (No vi, sin embargo, mención a otro hecho simbólico: que Estados Unidos sea el “país invitado” de esta edición, o sea, aquel de donde procede una especial cantidad de películas, personalidades y núcleos temáticos).

No sé en qué medida esas protestas disminuyeron el público potencial del festival, que parece numeroso, animado y variado como siempre. Su presencia, por supuesto, no implica avalar al macrismo, sino simplemente no acatar la lógica endeble del intento de convertir el festival en un fracaso, para evitar que su eventual éxito repercuta como propaganda de quien lo organiza (lo cual sólo tendría sentido si luego se extendiera la convicción de que el fracaso se debió a la gestión y no al boicot).

Las dos competencias principales son las de cine internacional y cine argentino. Pero también hay una cuya designación implica unificar lo que suele ser considerado una polaridad: vanguardia y género. Hay una competencia latinoamericana, una de derechos humanos y una de cortos argentinos. Entre varias muestras, hay una de cortos argentinos, el Baficito (películas infantiles), una de rescates y otras dedicadas a temas diversos. Hay focos retrospectivos en 14 personalidades (entre ellas Peter Bogdanovich, Michel Legrand, Mirtha Legrand y Graciela Borges) y un homenaje al director argentino Fabián Bielinsky, muerto hace diez años. El Buenos Aires Lab exhibe, evalúa y apoya obras en desarrollo. Hay exposiciones, conferencias, mesas redondas, clases magistrales, lanzamientos de libros (dos de ellos editados especialmente, sobre Bielinsky y Bogdanovich). Hay diversos estrenos mundiales (no sólo de cine argentino) y estrenos americanos o latinoamericanos.

De la inmensa programación, ya habíamos tenido el privilegio de conocer unas pocas películas en los festivales de Cinemateca o de Punta del Este de este año, que ya fueron comentadas en las notas respectivas de la diaria. Fueron los casos de la polaca Demonio (Demon), la brasileña Garoto, la española La academia de las musas, la argentina Favio: crónica de un director y la chilena Vida sexual de las plantas.

En los cinco días que pude estar en el festival logré ver 20 otros largometrajes y un par de cortos. Exige disciplina, pero no es un sacrificio. El nivel de la programación (a juzgar por mi muestreo de menos de 7% del total) es altísimo.

Cine oriental

Las películas asiáticas suelen costar carísimo -cosa curiosa, si consideramos que esa región se ha caracterizado por el ingenio para producir y exportar barato-. En estos años de bajón económico se vio muy poco cine de esa procedencia en Sudamérica. La señal más notoria de la inyección de recursos para este BAFICI fue el regreso de una amplia oferta de cine oriental.

Karaoke Crazies, de Kim Sang-chan (Corea del Sur), es una comedia sobre personajes bizarros que se van nucleando en un club de karaoke desoladoramente decadente. Tiene su parentesco con esa tendencia buena onda y sentimental que inundó los festivales de cine hace unos años: un grupo de personas que llevan una vida sin gracia se encuentran unas a otras, y su existencia cobra luz y sentido. Pero hay una diferencia abismal con Amélie y similares: aquí la necesidad de supervivencia impone opciones de vida sórdidas, y cada uno de los personajes fue golpeado (alguno lo seguirá siendo en el correr del metraje) por eventos trágicos. Con esa combinación peculiar entre lo risible, lo deprimente y lo doloroso, se construye el clima único, denso, inolvidable, de esta película, que es además una realización magistral en el tratamiento visual, en el rendimiento de todo el reparto y en la música.

Hay risa y horror también en When Geek Meets Serial Killer (Taiwan/Malasia), de Remus Mok y Eric Cheung, basada en novela gráfica de este. Aquí la intención es totalmente cómica. El actor Ray Chang compone en forma medio payasesca el geek del título. Pero hay algo casi sublime en lo extremadamente bizarro de la situación: luego de provocar involuntariamente un par de muertes, al geek se le ocurre, para deshacerse de los cadáveres, secarlos en una parrilla a fuego lento y luego despedazarlos con un martillo, mientras establece una alianza afectiva con un asesino serial.

When Marnie Was There (Omoide no Mani), de Hiromasa Yonebayashi, fue la última producción de los estudios Ghibli (Japón) y candidata al Oscar de mejor largo animado. Tiene el mismísimo deslumbrante estilo visual de las películas de Hayao Miyazaki (principal figura del estudio), y como ellas lidia con una púber que tiene dificultades familiares, e involucra asuntos mágicos y conflictos ajenos a antagonismos maniqueos. Está basada en un libro infantil inglés, y por ello la magia encaja en una estructura más familiar para nosotros. No tiene la complejidad de las obras de Miyazaki, pero sí mucho de su delicadeza, de su ternura, de su densidad de sentimientos y conceptos.

Quienes conozcan las obras de Apichatpong Weerasethakul quizá reconozcan rasgos similares en The Island Funeral (Maha samut lae susaan), de la también tailandesa Pimpaka Towira: ritmo lento, diálogos parcos, composiciones cuidadosas, clima triste y extrañamente inquietante. Cuenta el viaje de tres jóvenes de Bangkok a Pattani (una localidad musulmana). Los entredichos tensos insinúan una situación de islamofobia, amenazas terroristas y control policial. Pero nada es seguro, salvo la belleza de la vegetación frondosa. De pronto una secuencia de fotos, o imágenes documentales de actividades militares, interrumpen el discurso sin motivación clara. La película no alcanza ni ahí el grado de extrañeza y absurdo de Weerasethakul, y las miradas contemplativas parecen empeñadas en insinuar la existencia de una poética, sin llegar a encarnarla.

Había expectativa ante la presentación de la (breve) obra completa del chino Yue Song, anunciado como la emergente estrella del kung fu. Él mismo estuvo presente y además dio una clase sobre “cómo hacer cine de artes marciales”. Su obra consiste en dos largometrajes y un corto, lanzados a partir de 2012. En más de un sentido, son como un regreso al sabor clase B del cine de artes marciales de los años 60 y 70: las actuaciones son malas (muy especialmente la del propio Yue), las historias no tienen pies ni cabeza, los diálogos son banales, los mafiosos siempre fuman habanos y sus secuaces se visten uniformemente de traje negro, la exageración de los sonidos de golpes es caricaturesca, las pretensiones del protagonista de insinuar un trasfondo taoísta o zen son risibles (o no, si pensamos que la gran frase sabia reiterada de The Bodyguard es “el empleado tiene que dar la vida por su patrón”). El montaje asimila la influencia modernista que impregnó el pop de aquellos años, con la influencia actual de la Nueva Nueva Hollywood: muy veloz y fragmentado. Así que tenemos frente a nosotros a un maestro del kung fu, y lo vemos durante una hora y media pelearse contra unos 200 tipos sin que podamos distinguir más de dos movimientos continuos. The Bodyguard incorpora una notoria influencia de las escenas de acción de Matrix, y el poder del personaje está tan exagerado que poco se distingue de un superhéroe. La obertura tiene el visual de una propaganda de muñequito de héroe de acción musculoso. La música es una berretada sentimentalonga, omnipresente e invasiva. En fin, una colección de bagayos (los únicos que me tocaron en el festival).

Crecimiento

Little Men, de Ira Sachs (Estados Unidos), es un prodigio. Sachs es un director que tiene afinidades con Hollywood en el estilo, e incluso el prestigio suficiente como para contar en el reparto con actores hollywoodenses como Greg Kinnear y Alfred Molina, y una estrella latinoamericana como Paulina García. Su diferencia es espiritual e ideológica: se anima a construir su historia a un ritmo pausado, por fuera de las estructuras previsibles y de las moralejas solemnes, con personajes del Brooklyn de clase media baja y otros casi pobres. Los límites económicos condicionan cruelmente el devenir de cada uno de ellos. Al inicio parece que el asunto es el encuentro y el descubrimiento mutuo entre los adolescentes Jake y Tony -gozosamente mostrados en escenas y diálogos de rara frescura, y brillantemente interpretados por Theo Taplitz y Michael Barbieri-, pero de pronto el foco se traslada a la diferencia de clase, que se va a interponer en esa amistad. Sin recargar en el dramatismo, con el mismo tono de discreción general, el final es de los más amargos y punzantes que haya visto en mucho tiempo.

Microbe et Gasoil, de Michel Gondry (Francia), parte de una premisa casi idéntica para una película totalmente distinta. Sin descartar el sentimiento, apuesta mucho más al humor y traspasa el naturalismo para lindar con la fantasía surreal (ecos de Jean Vigo y Jacques Tati). Parte de lo gracioso se apoya en la combinación de precocidad e inocencia de los adolescentes. Las hipérboles de la película pueden verse como una manera de volcar a la sensibilidad de espectadores adultos la magnitud que pueden tener en esa edad las pequeñas aventuras. Como en Little Men, las diferencias sociales se hacen sentir, pero el énfasis no está puesto ahí.

Funny Bunny, de Alison Bagnall (Estados Unidos), tiene personajes más crecidos. Pero Titty, pese a tener 22 años, es funcionalmente un adolescente: virgen, inocente, aislado. Distintas circunstancias van a propiciar su vínculo, entre fraterno y filial, con un treintañero. El film se puede vincular también con la estructura de Karaoke Crazies, en el sentido de que está basado en el acercamiento entre personajes freakies y solitarios. Hay un algo de Jules et Jim (François Truffaut, 1962) en el espíritu, incluso por el visual afrancesado y nouvellevaguiano que le dieron a la actriz Joslyn Jensen. Pero es como una comedia de la Nouvelle Vague cruzada con el humor característico de cierto cine indie reciente.

Documentales, arte, política

A Magical Substance Flows into Me, de Jumana Manna (Territorios Palestinos/Alemania/Reino Unido/Suecia/Australia), parte de los registros de distintas vertientes musicales tradicionales de Palestina que hizo, en los años 30, el musicólogo alemán Robert Lachmann. La directora (estadounidense de origen palestino) hurga en las grabaciones y manuscritos de Lachmann mientras persigue manifestaciones actuales de las mismas músicas. Las ejecuciones musicales están filmadas en locales diversos: un estudio de grabación, un apartamento abandonado, la cocina de la casa mientras la cantante prepara el almuerzo. El nivel musical es una maravilla, mucho más allá del interés considerable de escuchar y ver músicas e instrumentos a los que no estamos acostumbrados. Son árabes, beduinos y judíos, y entre los judíos los hay de diversos orígenes y que conservan profundas diferencias culturales entre ellos (samaritanos, inmigrantes desde el Magreb o distintas localidades de Europa). Es difícil imaginar una forma más convincente y humanista de poner en valor las distintas manifestaciones de la diversidad y, sin hacer ninguna declaración directamente política, propiciar el sentimiento de la igualdad de derechos de distintos pueblos.

The Revolution Won’t Be Televised, de la mauritana Rama Thiaw (Senegal/Francia), lidia con el grupo rapero senegalés Y’en a Marre (“Estamos hartos”), que canta en francés y en wólof, y que logró dar origen a todo un movimiento político que terminó incidiendo en la derrota de los partidos gobernantes de Senegal en 2012 y Burkina Faso en 2014. El documental sigue esos acontecimientos, incluye debates sobre hip hop y política, e ilustra una de esas circunstancias en las que la música trasciende la “historia de la música” y hace sencillamente historia.

Between Fences, de Avi Mograbi (Israel/Francia), enfoca la situación de los 50.000 eritreos y sudaneses que llegaron a Palestina huyendo de conflictos y represión política en sus países. Israel les niega el estatus de refugiados y los tiene en un régimen de semiilegalidad, con extensos períodos de encarcelamiento que entrecortan su cotidianidad de sufrir discriminación en un entorno racista y etnicista. En uno de los campos de reclusión, Mograbi y el director teatral Chen Alon trabajan con un núcleo de esos eritreos usando técnicas del Teatro del Oprimido, como una forma de elaborar sus maneras de sentir y concebir lo que les pasa, así como de concientizar a algunos israelíes (y, a través de la película, a personas de muchas partes del mundo) sobre esa situación poco conocida. Mograbi es de esos grandes documentalistas con un talento especial para revelar, en pocos segundos de entrevista u observación, aspectos fascinantes de las personalidades y pensamientos de sus “personajes”.

Beyond Clueless, de Charlie Lyne (Reino Unido), es una película de montaje. El contenido visual consiste exclusivamente en fragmentos de unos 200 films, realizados de 1993 a 2006, sobre jóvenes estadounidenses en la edad de la high school (bachillerato). El montaje extraordinario, algo de música agregada y la subnarración en la voz de la mismísima Fairuza Balk (estrella juvenil de los 90) van articulando, en forma sensible, agudamente analítica y matizadamente crítica, observaciones sobre la dinámica de grupos adolescentes, el inicio de la vida sexual, la homosexualidad, el conformismo y el procesamiento en la adultez de los resabios de esa etapa vital, así como la manera en que estos factores se ven, tratan y procesan en el cine hollywoodense.

Inmortal (Immortal), del iraní Homer Etminani (Colombia/España), sigue el cotidiano de Cosme Peñate, un habitante de Bocas de Ceniza, en la costa caribeña de Colombia, que se asignó la curiosa misión de recolectar en el mar cadáveres o partes de cadáveres, en su mayoría procedentes de conflictos armados entre ejército, guerrilla y narcos. Cosme ayuda a recuperarlos y reconocer de dónde proceden según las mareas y corrientes marítimas, y, cuando resulta viable, identificarlos y contactar a posibles familiares. El protagonista murió por accidente durante la filmación, y en paralelo al registro de su actividad vamos acompañando los recuerdos que dejó. Los encuadres y el tratamiento de color son exquisitos y vibrantes, y algunos planos de “cuerpos exóticos” hacen pensar en las fotografías de Leni Riefenstahl. El tono general es grave, meditativo y lento, como si fueran colombianos de Andrei Tarkovsky.

Vintage Print, de Siegfried Fruhauf (Austria), y Traces of Garden, de Wolfgang Lehmann (Alemania/Suecia), son ejemplares de un tipo de cine “abstracto”, hoy en día apartado del foco crítico, pero que se ve que tiene cierta vigencia en los países germanos. La primera está basada en una única imagen: una foto de un camino arbolado, sacada a mediados del siglo XIX. Un tratamiento de tipo minimalista y ritmo estroboscópico va generando un sinfín de transformaciones, que causan impresiones visuales muy novedosas sincronizadas con una banda sonora electroacústica. Traces of Garden trata un conjunto de imágenes de jardín con efectos digitales diversos. Algunos de sus momentos son como un bellísimo cuadro abstracto dotado de movimiento, otros son impresionistas. Pero hay cierta cursilería en algunas composiciones banalmente simétricas, o en la superposición de imágenes de una pareja joven y bella haciendo el amor, o en momentos en que la banda sonora se aparta del tono elektronische Musik para acercarse al ambient/new age. La duración de 70 minutos no colabora con la tolerancia del espectador.

Otros marcos

L’Avenir, de Mia Hansen-Løve (Francia/Alemania), fue otra de las gratísimas sorpresas de este BAFICI. Es de ese sector minoritario pero importante del cine francés que, en contraste con el de casi todo el resto del mundo, se atreve a lidiar con un medio intelectual universitario, y no sólo como ambiente glamoroso para una historia “normal”, sino involucrándose directamente con las cuestiones intelectuales en las que viven sus personajes. Es decir, un cine que no se suma a la fobia a la inteligencia y la cultura que es una secuela indeseable de los impulsos antielitistas. Aquí, la siempre maravillosa Isabelle Hupert encarna a una profesora de filosofía cuyo mundo parece derrumbarse: su marido se va con otra, su madre muere, sus hijos no acompañan sus inquietudes intelectuales y sus editores deciden discontinuar sus publicaciones, en busca de tratamientos más atractivos para los jóvenes. No hay centro, y el arco de desarrollo del personaje no lleva a un “cierre”, salvo que se tome como tal una vaga idea de ciclo vital insinuada en la escena final. Es tan sólo el seguimiento de unos años en la vida de una persona, captados con sensibilidad, humor, agudeza, empatía e inteligencia, pero también un anclaje en la naturalidad que no acepta forzar sentidos y formas.

Boi neon, de Gabriel Mascaro (Brasil/Uruguay/Holanda), fue una película que recibió el apoyo del Buenos Aires Lab y ahora se exhibe en el propio BAFICI. Es una de las grandes películas brasileñas recientes. Se va a ver en Montevideo en el inminente Brasil Fest, en el cine Alfabeta, y será comentada en los próximos días en la cobertura correspondiente.

Argentinos

En 2003, Sergio Wolf (que luego sería programador y director artístico del BAFICI durante varios años) dirigió junto a Lorena Muñoz Yo no sé qué me han hecho tus ojos, un documental sobre la mítica cantante de tango Ada Falcón (1905-2002). Por desgracia, la entrevista que le hicieron a Falcón no se pudo usar, porque el audio se perdió. Ahora, en Viviré en tu recuerdo, Wolf regresa a las imágenes de aquella entrevista y construye un documental sobre la ausencia. Esta especie de cine-diario sigue al director en sus intentos de usar de alguna manera ese material valioso: cargar el 16 mm original en una mesa de montaje analógica, transferir a digital, estudiar libros sobre la voz en el cine y sobre lectura de labios, discutir con el montajista, pedir el consejo de colegas y, finalmente, contratar a una sorda de nacimiento para que intente descifrar lo que dijo la entrevistada (lo cual sólo es posible en forma muy fragmentaria, porque la filmación se hizo de perfil). Esa especie de reflexión metacinematográfica incluye algunas imágenes muy expresivas, como cuando tenemos al Wolf de 2015 frente al registro del Wolf de 2000 entrevistando a la anciana, intentando recordar qué cosas le preguntó para ver si así recuerda también las respuestas.

En su momento me perdí de conocer La ciénaga (2000), la ópera prima y obra maestra de Lucrecia Martel. El homenaje a Graciela Borges fue pretexto para exhibirla/apreciarla en una copia muy buena en fílmico (un tipo de experiencia casi extinguida en Uruguay). Se exhibió ante una sala repleta, que incluía una buena cantidad de gente que ya conocía la película pero quería aprovechar la rara oportunidad de reverla, y otros más jóvenes que recién la iban a conocer. Fue conmovedor zambullirme en esa sensación general de asistir a una venerada pieza de historia del cine, y aun más porque se trataba de una obra local y de hace 15 años. Viviendo en un Uruguay enfermo de autonegación, en el que se acentúa la sensación de que ni siquiera los tornados destructivos pueden ser “grandes” y se reprocha mediocráticamente al cine nacional ser “elitista” y “aburrido”, es un alivio ver, al menos en la otra orilla del Plata, ese respeto y esa ansiedad excitada por una película propia, cruda, lenta, difícil, inesperada, amarga, intensa, vagamente política pero radicalmente política al fin, y que el público tenga la lucidez de percibir (como en la película de Wolf) que “hace 15 años” es un montón de tiempo, que sí es historia, que sí es permanencia.