A veces se tiende a olvidar que el Festival de Cinemateca no es sólo una muestra de cine mundial contemporáneo, sino también un concurso en el que se destaca lo mejor y lo más novedoso de la cinematografía ajena a los grandes circuitos comerciales y a su etnocentrismo. Este año fue notoria la ausencia de nombres ya consagrados, pero eso no significó un descenso en la calidad de los films, entre los que se destacó el creciente número de obras de cineastas mujeres, así como la cada vez más habitual presencia de documentales o películas a medio camino entre estos y la ficción. A continuación resumimos nuestras opiniones sobre 14 de los 15 largometrajes que participan en el concurso de este año (Yo soy el pueblo, documental de la francesa Anna Roussillon, se emitía sobre el cierre de este número).

• Olmo y la gaviota (Olmo and the Seagull), de Petra Costa y Lea Glob (Francia/Portugal/Brasil/Dinamarca/Suecia). Una actriz que se está preparando para uno de los roles principales en una puesta de La gaviota de Chéjov queda embarazada. Eso es de por sí un escollo para el proyecto profesional/artístico, y para colmo, el embarazo se complica y le recetan reposo absoluto. El extenso período de confinamiento la lleva a reflexiones en las que se entreveran el cuerpo, la situación de la pareja, la soledad y el aburrimiento, ansiedades profesionales y vitales diversas, recuerdos, fantasías y elementos de la obra teatral. Sus momentos de soledad muchas veces están representados con secuencias de montaje de objetos cotidianos, reflexiones de la mujer en voz over, una música ambiental hipnótica e imágenes en flashback. Alternan escenas más naturalistas de ella con su pareja. Todo indica que la realización se hizo a partir del momento en que la actriz Olivia Corsini quedó embarazada en la vida real de su compañero Serge Nicolaï, así que fue posible registrar, sin recurrir a efectos, sus cambios físicos, e incluso el nacimiento de Olmo, el bebé. Sin que la historia pretenda ser un documental, hay mucho de psicodrama en varias de las escenas, al parecer improvisadas por la pareja. En algunos de esos momentos se escucha la voz de una de las directoras, que dialoga con los actores/personajes, da instrucciones, desafía o cuestiona, como si se tratara de un taller (y eso vincula al film con la situación de ensayo teatral que vemos reiteradas veces). Los actuación de la pareja es magnífica, y se trata quizá de una de las películas más íntimas e interesantes que se hayan hecho sobre el embarazo, y que aporta además reflexiones sobre la condición actual de la familia nuclear y sobre la plurilingüe y pluricultural Europa de hoy, algo que se refleja también en la cantidad de países involucrados en la producción de este pequeño drama intimista, que transcurre casi por completo en un apartamento.

• Campo Grande, de Sandra Kogut (Brasil). Hay un efecto de déjà vu que se enciende inmediatamente al ver que el tema de una película brasileña es la pobreza infantil y su contraste con la opulencia adulta. En este caso, es el recuerdo de la premiada Central do Brasil (Walter Salles, 1998) lo primero que viene a la mente al enfrentarse a esta historia sobre una cincuentona y su relación con una pareja de niños que encuentra en la puerta de su lujosa casa en Ipanema. Pero hay varias cosas originales en este film, que ofrece una mirada refrescante en su feminidad, y a la vez logra un desplazamiento temático al no centrarse tanto en la pobreza o el contraste social, sino en los cambios arquitectónicos que traen consigo (o que los producen). Con una exquisita fotografía y gran habilidad para no caer en excesos melodramáticos, Campo Grande en cierta forma combate ese déjà vu al ofrecer una versión distinta de un tema clásico.

• La bruja del amor (The Love Witch), de Anna Biller (Estados Unidos). Extraña comedia sobre una joven y bellísima bruja estadounidense que hechiza a varones para satisfacer su narcisismo y necesidad de afecto. En el proceso, los destruye. En definitiva, la película lidia con un asunto que la agenda feminista tiende a desplazar; cuál es el lugar y el sentido del empoderamiento femenino cuando no se convierte en una negación de los deseos y de los estereotipos “femeninos”, sino que los sigue abrazando. Esto no llega a constituir una interpelación, porque la superficie de la obra parece mucho más compenetrada con una forma personal de entretenimiento o satisfacción visual: hay todo un juego con el cine giallo y de sexploitation de los años 60 y 70, plasmado con tanto entusiasmo que incorpora la “mala actuación”, los “malos diálogos” y la cinematografía algo primaria de aquellas películas. La directora, guionista y productora Anna Biller es también artista plástica, y dedicó más de dos años a realizar, personalmente, la mayoría de los objetos escenográficos, vestuarios y diseño de decorados, invariablemente llamativos y extravagantes. Como todo en la película, ese diseño de arte traduce una mezcla de distanciamiento irónico y placer. Por si fuera poco, Biller también compuso la música y montó la película.

• Demonio (Demon), de Marcin Wrona (Polonia/Israel). Es como una película de terror (un espíritu, visiones, posesión demoníaca) pero polaca. Entonces, algunas pautas coinciden con antecedentes de Polanski o Zuławski: el desarrollo es lento, el espectador queda muchas veces sin saber si determinada escena fue una alucinación, un sueño o algo que ocurrió de veras, hay varias resonancias fuertes pero de un tipo totalmente irracional y que no parecen tener nada verbalizable que ver con el asunto principal, hay elementos de un patetismo melodramático muy eslavo, el final es abierto. Hay virtuosismo de cámara, montaje y sonidos. La mayor parte de la acción transcurre en una noche de bodas que se va deconstruyendo con hechos cada vez más absurdos, mientras los invitados se emborrachan con vodka y el padre de la novia intenta a toda costa preservar las apariencias. Es decir: es la estructura de una comedia, pero sin humor explícito, siempre dentro de un tono dramático y matizadamente terrorífico, mientras, muy a la manera de Wajda, brotan temas inquietantes que tienen que ver con la historia polaca, las culpas individuales y colectivas, la cuestión judía (el espíritu podría ser un dybbuk), la hipocresía social y el chovinismo.

• Los seres queridos (Our Loved Ones), de Anne Emond (Canadá): Un drama de clima muy propio de festival de cine, que sigue el desarrollo de una familia tras la revelación de que su patriarca se suicidó, dato oculto durante años. En comparación con la temática algo similar de Que tengamos paz en nuestros sueños, comentada más adelante, y su infinita densidad (en el peor sentido del término) narrativa, esta película parece diáfana y elegantemente estructurada, aunque la melancolía asordinada y la reflexión sobre el amor filial y la resiliencia familiar resultan ocasionalmente frías o se quedan cortas en relación con la seriedad general del tema, que de cualquier forma es tratado con mayor luminosidad que la que se podría esperar.

• El evento (Sovïtiie), de Sirguiey Loznitsa (Holanda/Bélgica). Del 19 al 24 de agosto de 1991, ocho camarógrafos del Estudio de Cine Documental de Leningrado (San Petersburgo) registraron varios aspectos de las movilizaciones que acompañaron y siguieron a un intento de derrocar a Mijaíl Gorbachov, que aceleró la disgregación definitiva de la Unión Soviética. 25 años después, el cineasta ucraniano Loznitsa montó aquel material en este documental. Salvo por un letrero final, y por transiciones entre secuencias con fragmentos de El lago de los cisnes, de Piotr Chaikovski, se trata únicamente de imágenes (en espléndido blanco y negro) y sonidos tomados en esos seis días cruciales. La apariencia final tiene mucho parentesco con Maidán (2014), del mismo director, por el asunto y la cultura retratadas: la multitud en las calles, el tono solemne de las proclamas, los discursos que incluyen el recitado de poemas, las canciones pop musicalmente ingenuas, algún atisbo de violencia pronto sofocado, y la pasión de los diálogos entre los ciudadanos -apenas contenida por un respeto sumamente civilizado para la circunstancia-. El film transmite mucha información sobre el sentir de la masa que salió a las calles y lo que dijeron los portavoces con acceso a micrófono, pero se queda muy corto en la elaboración sobre causas y procesos, y los realizadores sintieron la necesidad de aclarar en un letrero final que, aun derrocado el régimen comunista, el poder siguió en buena medida en manos de las mismas personas.

• La camarera Lynn (Das Zimmermädchen Lynn), de Ingo Haeb (Alemania). Hacia el final de la película Lynn se va a reconocer a sí misma como una persona “diferente”. De hecho, salió de una internación psiquiátrica (no se sabe por qué) y tiene sesiones de terapia con un psicólogo al que nunca vemos y a quien cuenta medias verdades. Se dedica con ahínco a su trabajo de camarera y hace horas extras sin que le paguen por ello, dejando perfectamente pulcros todos los rincones de cada habitación. Pero también se oculta debajo de las camas y curiosea durante horas la vida de los huéspedes. El contacto con una dominatriz le va a abrir de pronto puertas hacia sí misma y el mundo, aunque el final abierto deja margen para posibilidades inquietantes. El film dirige una mirada muy equilibrada a un asunto delicado: no moraliza ni paternaliza, sólo observa con distante ternura (a la que contribuye la actuación notable de Vicky Krieps). El estilo es en cierta medida un reflejo del personaje: limpio, lacónico, meticuloso. Hay quizá una influencia de Michael Haneke en el estilo y en la forma de observar “la perversión”, pero está procesada con mucha personalidad. No hay una pieza de vestuario cuyo color no rime con algún objeto o superficie en el plano, y las composiciones enfatizan esos juegos visuales, que a su vez destacan el uso simbólico de algunos colores (sobre todo el amarillo, que se vincula primero al descubrimiento de Chiara por Lynn, y que va a regresar al final produciendo otras asociaciones relevantes).

• Cabra (Koza), de Ivan Ostrochovsky (Eslovaquia). El debut en la ficción (o algo así) del eslovaco Ivan Ostrochovsky -proveniente del ámbito documental- es en realidad un híbrido entre la ficción y el documental (un subgénero en ascenso). Un boxeador en decadencia y su mánager se interpretan a sí mismos en un periplo deportivo motivado por la necesidad de conseguir dinero para el aborto de la novia del boxeador. Cámaras estáticas y tomas largas y silenciosas diferencian de inmediato este film de cualquiera de la extensa tradición de sagas boxísticas hollywoodenses, pero lo que marca la mayor diferencia es la ausencia de intenciones épicas o de grandeza. El minimalismo de Ostrochovsky hace difícil la empatía con el extraño protagonista, y por momentos atenta también contra el interés de la película, que, no obstante, genera cierto magnetismo alrededor de ese a veces amable y a veces extraviado personaje.

• Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas (Rams), de Grímur Hákonarson (Islandia). Gummi y Kiddi son dos viejos gruñones y solitarios, que viven en propiedades contiguas en un precioso y despoblado valle islandés. Son hermanos pero no se hablan desde hace décadas (nunca sabremos exactamente por qué). Sus vidas se centran en las ovejas y corderos que crían, únicos representantes de una estirpe desarrollada por sus ancestros. Cunde una epidemia fatal para ovinos y caprinos; el único modo de contenerla es sacrificar a todas las ovejas de la región y aguardar un par de años para instalar nuevos rebaños. Para casi todos los criadores y pastores de la región eso implica un gravísimo problema económico. Para Gummi y Kiddi significa también la desaparición de un patrimonio familiar profundamente arraigado en su sensibilidad. La historia es patética, melancólica, pero el tono del film más bien acompaña la sequedad de los viejos, y por momentos tiene visos de comedia (aunque también hay un elemento de suspenso y rasgos de emotividad dramática). Es también un ejemplo de world cinema, pero primermundista: entramos a un mundo desconocido para la mayoría de los espectadores, con sus peculiaridades sociales y paisajísticas, y se nos muestra la existencia, en plena Europa, de un tipo de vínculo “indígena” con la tierra, los animales y los ancestros (una actitud vital, sin nada de místico), que tiende a extinguirse en los procesos enajenantes de la sociedad posindustrial.

• Que tengamos paz en nuestros sueños (Ramybe musu sapnuose), de Sarunas Bartas (Lituania). Es una obra más lisamente narrativa que otras de Bartas, un director lituano con una ya extensa trayectoria al que se considera heredero de Andréi Tarkovsky y, por medio de este, de Ingmar Bergman. Sus films suelen tener pocos diálogos; son enigmáticos, elípticos, graves, poéticos y caracterizados por un espléndido visual de colorido muy delimitado (en este caso, verde, marrón, beige, crema y amarillo pálido). Aquí Bergman es el más presente, en la mirada hermosa de la adolescente, en la artista (interpretada por una preciosa rubia) que interrumpe en forma inexplicable un concierto y luego entra en una crisis compleja, que se va a procesar en el aislamiento campestre de la familia, junto a gente rústica. Uno de los problemas de la película es que la rubia es muy mala actriz. Los personajes se la pasan planteando preguntas y recibiendo, en vez de respuestas, un enigmático silencio. Es una afectación, claro, y cuando dialogan es peor, con una banalidad cargada de pretensiones que da vergüenza ajena. Un hombre se encuentra con quien parece ser una ex amante, se saludan en dos o tres intercambios breves, ella pregunta “¿te gustaría volver a ser niño?” y sigue un discurso sobre la adultez y la felicidad. El protagonista está interpretado por el propio Bartas, y no queda muy simpático que se adjudique una constante pontificación sobre el orden del mundo, como si fuera un bastión de sabiduría, con frases como “sólo sigue tus sueños”. Lo que sigue intacto en el cine de Bartas es el poder de las imágenes, quizá las más bellas que se hayan proyectado en este festival. Los diálogos, la dirección de actores y la filosofía evidentemente no son lo suyo.

• La academia de las musas, de José Luis Guerín (España). Jugando con la textura visual de los documentales, el español Guerín explora las fronteras entre estos y la ficción, para ofrecer una historia absolutamente original y de gran amplitud experimental. Situándose en la clase de literatura de un profesor fascinado por Dante, deja sermonear al personaje sobre el amor ideal y el concepto de musa, para luego contraponerle el discurso realista y escéptico de su esposa, en una estructura hiperdialogada que al resumirla parece árida, pero que resulta inesperadamente entretenida. Un film que parece haber sido hecho casi sin querer, pero que revela una conceptualidad muy firme y el talento de que no se vea nunca la mano que maneja los hilos.

• Suite Armoricaine, de Pascale Breton (Francia). Otra película de ámbito universitario, pero de un formato más clásico, que narra la historia de personajes de dos generaciones entrelazadas por la cultura local de Bretaña y algunos vínculos familiares. Gira en torno de una profesora de mediana edad que vuelve de París a su ciudad natal de Rennes, reencontrándose con el pasado casi olvidado de su niñez rural y su juventud punk a comienzos de los 80. Una enorme melancolía asordinada atraviesa este film, que se va armando en forma coral y es en cierta forma la historia internacional de una generación que jamás imaginó que iba a envejecer o a bajar la velocidad. Hay pequeños toques de humor y mucha humanidad en esos personajes adaptados a medias al mundo moderno y su circunstancia, y confrontados además con una juventud universitaria actual muy similar a lo que ellos fueron y a la vez muy distante. Película de lenta cocción, Suite Armoricaine nunca trata de asombrar, sino que seduce progresivamente al espectador, por la elaboración de sus diálogos -llena de ejemplos culturales ilustrativos y pertinentes-, la calidad de las actuaciones, una fotografía que le hace honor a la belleza natural de Bretaña y una banda musical que oscila entre el after-punk y la música celta, redondeando una obra que quizá no sea para todo el mundo, pero de una enorme belleza y potencia emocional para quienes sean sensibles a su particular universo.

• Un monstruo de mil cabezas, de Rodrigo Plá (México). La anécdota es como Un día de furia pero se centra en cierta especie de fraude institucionalizado de las compañías de seguro médico, cada vez más extendidas en el mundo. La protagonista, desesperada porque a su marido, enfermo de cáncer pero aún recuperable, no le asignan el tratamiento que lo podría salvar, recurre a métodos poco ortodoxos, hasta llegar a la violencia a punta de pistola. Pasan por la película la recepcionista omisa, el médico certificador, el jerarca, el abogado, una accionista. Con un aumento de tensión característico del thriller político se va revelando -también de acuerdo con ese género- el funcionamiento corrupto del sistema, en el que los médicos reciben incentivos económicos si su tasa de rechazos de pedidos de tratamiento supera determinado porcentaje. Todos los escalones de la burocracia juegan su papel para menospreciar la enfermedad, a fin de reducir gastos y potenciar ganancias. El asunto es terrible, pero el guion es poco llamativo, y los actores y diálogos, apenas correctos. Lo que tiene una fuerza tremenda es el tratamiento visual y sonoro, un ejemplo más de la madurez alcanzada por este director uruguayo. La cámara casi no se mueve, y los encuadres son muy peculiares y complejos. Un buen ejemplo (entre muchos) es el plano maravilloso en el que la accionista llega en auto: la vemos a través del vidrio de la puerta de un edificio, y el foco está sobre los reflejos en el vidrio (lo que se ubica detrás nuestro); recién cuando la mujer entra, sale de campo y se dirige al fondo, la vemos en foco, en su reflejo, mezclada con las luces de la ciudad. Casi no hay plano que carezca de algún tipo de interés visual y de construcción del espacio.

• Una juventud alemana (Une Jeunesse Allemande), de Jean-Gabriel Périot (Francia/Alemania/Suiza). Un director francés mira al otro lado del Rhin para hacer este fantástico documental sobre una de las guerrillas más carismáticas (aunque despiadadas) del siglo XX, la Rote Armee Fraktion (RAF) alemana, también conocida como “banda Baader-Meinhof”. El periplo de ese grupo ya fue tratado varias veces, tanto en formato documental como en ficción, pero esta película adopta una mirada completamente original que, respetando la formación cinematográfica de muchos de los integrantes de la guerrilla, intercala documentos del accionar político y social de los integrantes de la RAF con fragmentos de sus obras audiovisuales, recurriendo estrictamente a los comentarios originales de las imágenes y sin utilizar jamás la narración en voice over o subtítulos explicativos. Si bien esto puede dejar algunas lagunas para quienes no están familiarizados con la historia de estos jóvenes, atractivos y violentos activistas, Périot se las arregla para mostrar claramente su proceso de radicalización, su aprobación original por parte de la opinión pública y su subsiguiente alienación de esta, con una maestría que es un éxito en todos los planos. Un montaje deslumbrante hace que filmaciones radicalmente distintas en formato y estilo fluyan con suavidad de un cuadro al otro, al tiempo que el impacto emocional de la yuxtaposición de noticieros, cortos artísticos y proclamas políticas supera el mero registro de una parte de la historia del siglo XX, para convertirse en una mirada que interroga a toda la radicalidad militante de una juventud. El film plantea una nueva vertiente -revisionista y muy estetizada- del género documental, que evidentemente está pasando por una época dorada.