Hay una amistad profunda, seria, que se solidifica a la distancia y sin que un amigo sepa nada del otro. Sin pegotes, exigencias, reclamos, no estuviste o no estás. Esos vínculos extraños que no sabemos si son recuerdos, huella del alma, fotografía instantánea. Un diálogo que dura toda la vida y se repite como mantra, aquella palabra exacta, el no perfecto con una caída de ojos, el llanto expedido porque sí en el momento inesperado y proseguido del abrazo, el chiste que 20 años después y solamente evocado por uno le rompe la jeta a lo agrio con una carcajada incontenible.

Es la presencia ausente del otro. El amigo que vive en otro país, en otro barrio, el que se casó y ya no hay farra, el que murió. El de la huella psíquica (sin o con desorden mental), el de la puñalada con sus verdades, el que nos mató el hambre, nos sacó de paseo, aguantó un noche de soliloquio, soportó los desplantes, nos prestó un buzo y plata o nos arropó sin saberlo.

Y el amigo que abandona. Uno que abandona. El desapego. Creo que sobre eso estoy diciendo. Creo que preparo el terreno para esa cita de Georges Bataille que me mandaron por correo: “Amigo hasta ese estado de amistad profunda en que un hombre abandonado, abandonado por todos sus amigos, encuentra en la vida al que, él mismo sin vida, lo acompañará más allá de la vida, capaz de la amistad libre, desapegada de todo lazo”.

Suena extraño, pero es tan cierto que revuelve la conciencia y pone en otros sitios la forma de nuestros amores. Se está cuando se está, y luego un hilito de oro guarecido bajo la piel. Miles de células de oro. Escondidas, convulsionando hasta el cuerpo a punto de morir. Si uno pide más no es un amigo, es un comerciante de afectos.

Voy hasta la biblioteca y busco otra vez a Roland Barthes y su Fragmentos de un discurso amoroso. Busco esas entradas que me parece obvio que nombrará y ahora me auxiliarán: “amistad”, “afecto”; pero en la a sólo encuentro “ausencia”, y la cosa empieza a corresponderse: “Ausencia. Todo episodio de lenguaje que pone en escena la ausencia del objeto amado -sean cuales fueren la causa y la duración- y tiende a transformar esta ausencia en prueba de abandono”.

Está servido (ya me lo había dicho Bataille): quería escribir sobre el abandono. El real y el supuesto. El abandono de sí mismo, de las causas, de cuando uno es abandonado y de cuando abandona. Principalmente, a un amigo, a dos, a diez, a una barra, a una época; de cuando uno se convierte o lo convierten en abandónico, y de los dos lados del mostrador, siempre con culpa. No me abandones, perdón por abandonarte, te abandono, me abandonaste.

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Si sólo fuera me fui, te fuiste, todo sería distinto. En la amistad, en el amor, en la familia. Siempre me llamó la atención que en esas búsquedas empecinadas del hijo o el amigo, esas de fotos que dicen “así estaba la última vez”, no se sospeche (o no queramos sospechar) que las personas también se van, desaparecen sin dejar rastro, huyen de su mundo, abandonan. Es cierto que hay otras realidades y verdades (secuestros, asesinatos) que no permiten pensar en esa libertad extrema, en ese dejarse ir, en ese dejarlo todo. Esa sin esquela es una ausencia feroz que se parece a la del suicida, pero que angustia aun más: no hay cadáver, carta, rastro. Siempre pienso en lo doloroso de esa evaporación del otro (y el sufrimiento de los que quedan, sin al menos una llamada, una carta, un hasta nunca), pero también en la libertad radical de irse sin decir adiós. Esa película de Sean Penn, Into the Wild (2007), y aunque odie la aclaración, debo hacerla: “basada en hechos reales”. El título se tradujo Hacia rutas salvajes, y no dentro de lo salvaje. No es lo mismo ir hacia que estar dentro. Pero ahora no importa: la película narra la historia de un muchacho estadounidense que luego de recibirse y tener todo un futuro por delante con no me acuerdo qué profesión liberal (y con auto de regalo de los padres), decide que no quiere eso que le espera. Rompe tarjetas de crédito, cada vez da menos noticias, se adentra en un viaje hacia Alaska en busca, lo sabemos desde el principio, de sí mismo.

En su camino, se cruza con un anciano solo y bien acomodado que lo quiere adoptar; con una pareja hippie y curtida que también; con una muchacha por la que, románticamente, debería detener el viaje. Pero el muchacho sigue, no puede detenerse, no quiere. Y no es un témpano ni una piedra, simplemente siente que debe continuar su viaje hasta verse solo, absolutamente solo o sin más compañía que su destino craneado, su Alaska desolada.

Algo así le ocurría también al protagonista de París, Texas (Wim Wenders, 1984), pero en sentido contrario: no intentaba despojarse de su origen, sino buscarlo.

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Ahora lo veo más claro, justo un día que me dejo llevar (¿me dejo ir?) por la escritura y las asociaciones sin plan. La mayor parte de nuestras vidas estamos entre la búsqueda de una promesa, algo que encontraremos allá, ese algo de pronto revelado (el paraíso prometido) y el pasado como explicación del ahora. En París, Texas el protagonista va en busca del lugar exacto en el que fue concebido. Y por esa búsqueda, luego de que su amada lo dejó, otro abandono, él abandona hasta a su hijo. Y camina, camina, camina. En ambas películas hay un dejarlo todo por una búsqueda incesante de sí mismo. Hacia atrás o hacia adelante. Y en soledad.

Sigo pensando, construyendo este decir en cada oración que escribo. Ahora pienso cómo se conectan esas experiencias extremas con el desapego en la amistad antes anotado, con esos vínculos que se inscriben en la piel y en el adentro aunque con el paso del tiempo se llegue hasta los rostros difuminados, aunque que te vaya de verdad bonito, aunque desaparezcas o me suicide. En la potencia del encuentro, siento. Pienso en que aquel niño que ahora recuerdo les quería estrechar la mano a todos los habitantes del planeta. En que si te he visto sí me acuerdo, y si vivimos algo bueno juntos más me acuerdo, pero que eso no nos puede atar, ni a vos ni a mí, ya sea porque otros entraron a nuestras vidas o porque decidimos salir de la vida de todos.

La soledad, tan mal vista, ella. Y tan común fuera del pacto civil de la compañía. Eso de andar en tribu o no mostrarse, en sociedad, solo. Eso de la barrita de adolescentes, de las comedias juveniles, de no amigarse (justo, la amistad) con el insomne que nos acompaña (más allá de un cuerpo nocturno y durmiente al lado, o también insomne y en el mismo limbo), con el entendimiento de uno con uno, con ser (qué) sin los demás. No estoy haciendo una apología del solitario, del desamparo, del abandono, del desapego humano, de la ausencia del otro. Tampoco quiero decir que nos educan para estar buenamente con otros (una educación casi siempre fallida) y nunca para nombrar el uno con uno, y saber padecerlo o disfrutarlo. Estoy hablando de que lo efímero también puede ser intenso y dejar más huellas que largas estadías en el otro. De la libertad de moverse, de irse sin aviso, también. Que uno u otro estén de paso por la vida de los demás no significa que sean unos desamorados. Ese irse para siempre, ese encontrar “en la vida al que, él mismo sin vida, lo acompañará más allá de la vida, capaz de la amistad libre, desapegada de todo lazo”, quizá traiga un lazo más fuerte con uno, parecido a la libertad. O no, quizá en ese irse, en ese abandono de todos y de todo, le suceda lo que le pasó, al borde de la muerte y solo en Alaska, al protagonista (“basado en una historia real”) de Into the Wild, que dejó escrito en su último suspiro: “La felicidad sólo es real cuando es compartida”.