Hay una generación de cinéfilos que promedia los 40 años, tal vez un poco más, cuyo amor por el cine más o menos coincide, en sus inicios, con el comienzo de la carrera de los hermanos Coen y su inclasificable debut Simplemente sangre, de 1984. Una película llena de sorpresas que presentaba a unos cineastas difíciles de encasillar, que ya demostraban un asombroso dominio técnico para unos debutantes, así como un distanciamiento posmoderno e irónico hacia sus personajes e historias, que planteó desde el principio cierta polémica acerca de las auténticas virtudes de estos cineastas que mezclaban géneros como un borracho mezcla tragos. Porque los films que siguieron a ese debut no hicieron más que ahondar la intriga general que proponía Simplemente sangre.

¿Era Educando a Arizona (1987) realmente graciosa, o apenas una demostración de cómo imitar encuadres de historieta? ¿Era De paseo a la muerte (1990) una revitalización rutilante del policial noir o simplemente la enésima copia de Cosecha roja lujosamente embalada? ¿Qué sentido de existencia tenía un ejercicio estético temáticamente tan limitado como El gran salto (1994)? ¿Era Barton Fink (1991) una desolada mirada sobre el nihilismo contemporáneo y el mercantilismo de Hollywood, o una cáscara de época sin más contenido que un par de simulacros de guion? Considerados por cierta parte de la crítica como emblemas del posmodernismo formalista y hueco, y por otra como unos virtuosos de la narración y la imagen con un gran sentido del humor y de la contención emocional, los Coen dividieron aguas como ningún cineasta -con la posible excepción de Quentin Tarantino- en las tres últimas décadas.

La polémica continuó hasta la sexta película del dúo, el nevado policial Fargo (1996), que dejó sin sentido las anteriores discusiones. Era una película magnífica, una tragedia vestida de comedia policial en la que los Coen, además, parecían bajar la guardia de su coolness y poner en boca de su inolvidable protagonista Frances McDormand (figura emblemática de su cine desde Simplemente sangre y esposa de Joel) reflexiones de una rara humanidad, que no se esperaban de quienes eran considerados unos simples formalistas.

Sin embargo, la década siguiente a esta cumbre cinematográfica volvió a despertar dudas sobre la profundidad del talento de los hermanos. Hoy es fácil considerar a El gran Lebowski (1998) otra obra maestra y el mayor objeto de culto creado por los Coen, pero en el momento de su estreno estuvieron muy divididas las opiniones sobre esta comedia (¿musical?) llena de personajes inclasificables e inolvidables, que aunque llegaría a ser el film más querido de su producción (y para muchos el mejor) fue recibido en su estreno como un paso atrás en relación con la melancólica Fargo.

La sensación no mejoró con su siguiente película, otra comedia musical encantadora pero más bien leve -¿Dónde estás, hermano? (2000)-, ni con la posterior -El hombre que nunca estuvo (2001), que, por el contrario, pecaba de un exceso de seriedad dramática-. El mal recibimiento por el público de esta última los llevó a un terreno más explícitamente comercial que nunca, con un par de comedias: la vacua El amor cuesta caro (2003), que no era más que un vehículo para el lucimiento de sus estrellas (George Clooney y Catherine Zeta-Jones); y una innecesaria y deslucida remake, al año siguiente, del clásico de humor negro El quinteto de la muerte (1955), con Tom Hanks intentando infructuosamente recapturar la magia del rol que había ocupado Peter Sellers.

Una década prodigiosa

Paradójicamente, estos dos films estuvieron entre los menos exitosos del dúo, que luego de trabajar por separado en algunos proyectos menores decidió volver a un territorio más personal, adaptando en 2007 la asimétrica novela policial de Cormac McCarthy No es país para viejos, lo que les valió un regreso a la gloria crítica y popular, así como cuatro premios Oscar (incluyendo los de mejor película y mejor dirección). Así, Sin lugar para los débiles, tal vez su película más climática y poética desde los días de Barton Fink y Fargo, los convirtió en los cineastas estadounidenses más importantes de la actualidad. Después de ese nuevo pico, dieron un paso atrás con el film de espías Quémese después de leerse (2008), que no era en absoluto malo, pero sí de menor perfil y energía que su arrasadora obra previa.

En todo caso, ya las discusiones sobre la auténtica dimensión del talento de los Coen pertenecían al pasado, así como su inseguridad en relación con la respuesta que recibirían sus films. Con carta libre para filmar lo que se les dé la gana, los últimos años de su carrera han estado marcados por la creación de tres de sus mejores obras. Un hombre serio (2009) los encontró, inesperadamente, ahondando en su propia biografía, con un relato sobre la infancia de unos chicos judíos que tal vez sea su film más sutil y más conmovedor. Temple de acero (2010), su primera incursión en el western y su segunda remake (esta vez de uno de los últimos clásicos protagonizados por John Wayne), conseguía ser a la vez fiel y renovadora en relación con el original, y tuvo varias nominaciones al Oscar, aunque no ganó ninguno. Por último, Balada de un hombre común (2013) fue una mirada al Greenwich Village bohemio y lleno de cantautores de principios de los 60, y es otra obra maestra llena de sentimientos contradictorios, que aún no ha recibido el reconocimiento que merece.

Pero esas tres últimas películas tenían en común cierta seriedad de tono, y no es raro que los Coen -quienes, a pesar de su capacidad de transgredir géneros, son antes que nada dos espléndidos creadores de comedias- hayan decidido volver a territorios más risueños con ¡Salve, César!.

En tiempos confusos

La nueva película de los Coen está situada en 1951, cuando la emergencia del cine europeo y de la televisión -junto a una crisis producida por la pérdida del monopolio de los estudios sobre las salas de cine- produjo un período de incertidumbre en Hollywood. Desesperados por atraer público a los cines, los estudios apelaron a todo tipo de trucos, generando un cine tan espectacular como efectista, en el que las coreografías de baile acuático se mezclaban con las proezas de cowboys inhumanos y las representaciones de la Biblia o la historia de la nación.

Todo esto está presente en ¡Salve, César!, un film compuesto por escenas casi aisladas que giran alrededor de Eddie Mannix (Josh Brolin), empleado de un gran estudio especializado en emparchar y solucionar discretamente diversos problemas de las estrellas de cine (embarazos con padres ausentes o desconocidos, rumores de homosexualidad, conflictos legales y desbarajustes económicos). Esto sirve como excusa a los Coen para parodiar -con minucioso detallismo- varios de los géneros y estilos de la época, incluidos complejas comedias musicales, acrobáticos westerns y grandilocuentes parábolas religiosas, trazando un entramado en medio del cual un grupo de guionistas comunistas, liderados por el mismísimo Herbert Marcuse, secuestra a un famoso actor similar a Kirk Douglas (un brillante George Clooney) para pedir un rescate. Todo es un gran homenaje satírico por el que desfila medio Hollywood actual (Scarlett Johansson, Ralph Fiennes, Tilda Swinton, Frances McDormand, Channing Tatum, Jonah Hill y hasta un par de nombres tan sorprendentes como los de Dolph Lundgren y Christopher Lambert), una sucesión de actores que aprovechan para lucirse en diversos grados de actuación y sobreactuación, según estén interpretando sus roles en ¡Salve, César! o los de los films que esta transita.

Como El gran Lebowski y ¿Dónde estás, hermano?, es una comedia musical que no tiene muchos números musicales propiamente dichos, y que apunta más al hedonismo y al espectáculo puro que al complejo estudio de personajes de Balada de un hombre común o Un hombre serio, sin la casi misántropa y oscura reflexión sobre el ser humano que asoma en sus grandes y violentos dramas como Barton Fink, Fargo o Sin lugar para los débiles, y a quienes le moleste el lado más formal y frívolo de su cinematografía les puede resultar un poco irritante. Sin embargo, el despliegue de imaginación visual y talento disperso es tan enorme que, sin que se pueda considerar a ¡Salve, César! una de sus obras mayores, no deja por eso de ser una espléndida película, que además de homenajear al cine estadounidense de hace 60 años, también recuerda -más allá de las referencias cinematográficas obvias- a la espectacularidad dramática y teatral del Federico Fellini tardío, y, en todo caso, es un derroche de generosidad visual y narrativa admirable, aun si no se sabe con qué objetivo.

Algunos críticos estadounidenses, amargos como el mate, le han recriminado el tratamiento burlón al que somete al círculo comunista de Hollywood, retratado en los tiempos en que el macarthismo estaba por caer sobre él sin el menor sentido del humor. Otros, no menos serios, alegan que ¡Salve, César! finalmente demuestra -por la ironía con que las simplezas de la época dorada de Hollywood son representadas y recreadas- el desprecio que los Coen sienten hacia el cine, a pesar de su meticuloso conocimiento de este, pero ese comentario es una tontería. Nadie demuestra semejante capacidad de mímesis y comprensión hacia lo que desprecia u odia; por el contrario, hace falta mucho amor para dedicar tanta energía y talento a algo siendo consciente de su ingenuidad y sus fallos. No se debería confundir, además, la evidente dulzura de la mirada hacia estos personajes unidimensionales con la sorna, pero lamentablemente el mundo actual está olvidando que alguien puede reírse de algo sin dejar de apreciarlo y, ciertamente, sin detestarlo.

Posiblemente sean las indudables destrezas prácticas y formales presentes en el cine emulado -como la capacidad de bailar con excelencia, enlazar un caballo o editar a la perfección a un actor impresentable- lo que fascinó a estos cineastas -y a su fotógrafo habitual, el genial Roger Deakins- tan detallistas en los aspectos técnicos de sus películas. En todo caso, ¡Salve, César! es puro cine desde que comienza hasta que termina, es decir, aquel gran espectáculo.