El director Stéphane Brizé viene siendo asociado a los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne en la tendencia del cine francófono europeo que algunos denominan “nuevo realismo”. Como en el caso de los Dardenne, sus historias suelen lidiar con personajes de la clase obrera, el trabajo fotográfico es expresamente deslucido y “natural”, la cámara está siempre en mano (sin trípode ni estabilizador), casi no hay música incidental, todos los aspectos de la concepción y realización parecen estar al servicio de los personajes, y buena parte del reparto está integrada por no actores. Al igual que ellos, transmite una singular compasión por los desvalidos, escribe excelentes diálogos y es un sobresaliente director de actores.

La cámara de Brizé es más quieta -y, en ese sentido, más radical- que la de los Dardenne. La mayoría de las escenas tiene un solo plano, y la mayoría de los planos son quietos, eventualmente con alguna corrección en función del movimiento de los personajes. Estamos casi todo el tiempo con Thierry, un cincuentón desempleado desde que cerró hace 15 meses la fábrica en la que trabajaba. Y Thierry se muestra casi todo el tiempo en plano medio o primer plano. Es decir, cortando grueso, que los espectadores ven durante la mayor parte de los 90 minutos de proyección el rostro de la misma persona.

Es un prodigio, entonces, todo lo que se logra, se pone en juego y se revela desde aparentemente tan poco. Vincent Lindon tiene buena parte del mérito: suma a un perfecto físico del rol mínimas inflexiones en la mirada, en la boca o en la actitud corporal. Es como que su postura poco expresiva es la de alguien acostumbrado a la noción de que su voz no cuenta en la sociedad; casi siempre interactúa con quienes son más importantes que él y tienen poder sobre él, casi siempre le toca pedir. Pero al mismo tiempo tiene un importante sentido de la dignidad, que le impide sobreactuar o tratar de manipular la piedad ajena (sobre todo la de quienes no muestran tendencia a la piedad), como si no se resignara a adaptarse a ese rol subordinado impuesto desde afuera. En el conflicto interno entre esas dos tendencias, sólo le queda tratar de no expresar nada (y a Lindon, usar ese mínimo margen de movimientos para transmitirnos lo que le pasa por dentro al personaje).

La mayoría de las escenas no tiene cortes, y el ritmo de los diálogos no está condensado. Son relativamente extensos, algunos crecen y otros simplemente dan una sensación de acumulación. La apariencia realista se acentúa porque no todas las escenas aportan a la historia o a delinear el asunto principal (también vemos extensamente a Thierry en una clase de baile con su esposa, o cenando con la familia). Pero mayormente se van sumando situaciones que amplían la pintura de su situación, que es la de muchos en una Europa occidental en crisis (todo un lujo, sin embargo, comparada con Uruguay, aun en tiempos de bonanza). Lo vemos discutir con un burócrata del servicio social o con posibles compradores de su casa rodante. Lo vemos en una entrevista laboral en la que se le advierte que tiene pocas chances porque su currículo no está correctamente redactado, y porque él tiene práctica en operar la versión 7 de una máquina pero ahora se usa la versión 8 (que es casi igual).

La narrativa es muy elíptica; cada tanto hay un salto temporal y le toca al espectador imaginar lo que hubo en el medio. Así que luego vemos a Thierry en una especie de curso sobre cómo “venderse a sí mismo” en entrevistas laborales. El profesor y los demás alumnos -todos más jóvenes y más vocacionales que él- pulidamente destrozan cada faceta de su actitud: su dicción, su postura, el tiempo que se toma antes de hablar, que su mirada no es firme, y uno adivina en el personaje el desaliento al comprender que esa especie de teatro, de vender la apariencia antes que la sustancia, importa más que saber y estar dispuesto a desempeñar correctamente un trabajo.

En la segunda mitad de la película, tirando hacia el final, están las dos elipsis más drásticas. Luego de la primera de ellas, resulta que Thierry sí consiguió trabajo, en la seguridad y vigilancia de un supermercado. Sus jefes y colegas le enseñan la tecnología y el oficio. Él debe estar atento no sólo a los clientes, sino también a los demás empleados. El infractor es llamado a una salita en la que Thierry, siempre con alguien más, lo interpela. Si es un cliente, tiene que pagar lo que tomó o va preso. Si es un empleado, perderá su trabajo. La entrevista es educada, civilizada, pero no por ello deja de ser sumamente humillante para quien fue atrapado.

Esa sección, con Thierry trabajando en el súper (quizá el último tercio de la película), contiene lo esencial de la narrativa, y el cierre va a tener que ver con eso. Pero la sección tendría un sentido muy distinto si no hubiésemos acompañado a Thierry cuando estaba del lado más desvalido, como desempleado. Ese antecedente configura su nuevo empleo no como uno más, sino como algo que lo pone, en buena medida, en un rol opuesto al que había tenido antes. Ahora les toca a los demás humillarse frente a él. Pero Thierry no pierde la perspectiva de lo que es estar del otro lado.

El patrón parece ser una persona comprensiva, atenta con sus empleados y preocupada por servir bien a los clientes. Hay pactos bien claros en la situación: yo ofrezco para vender, usted compra si quiere y puede; yo te pago el sueldo, vos te ponés al servicio de la compraventa. Frente a ello, uno no tendría por qué compadecerse de las vivezas de quienes rompen deshonestamente con el pacto. Pero el telón de fondo desarrollado en la primera parte muestra toda una serie menos visible y menos clara de injusticias e hipocresías en el sistema, frente a las cuales las cosas son menos en blanco y negro, y realmente parece desproporcionado ponerse tan duros con quien intenta escaparse con un pedazo de carne, o con la cajera que pasó su propia tarjeta para quedarse con los puntos de la compra de un cliente que no tenía una.

La segunda de las grandes elipsis es quizá el hecho más dramático, y va a desencadenar el final. No sólo en el manejo de la cámara Brizé es más austero que los Dardenne, también lo es en que contornea las escenas emotivas fuertes, las omite. Evita las grandes explosiones de emoción en cámara y prefiere lidiar nomás con el perfume de esas emociones (una de las maneras de ser muy francesas, a lo Claude Debussy o Stéphane Mallarmé o Robert Bresson o Eric Rohmer).

Pero siempre dentro de ese criterio sumamente delicado, hay otro tipo de elipsis que consiste en aprovechar la predominancia de planos cercanos para omitir (o apenas insinuar) lo que ocurre fuera de plano. Así, Thierry de pronto está a solas con el viejo que fue descubierto cuando intentaba robar un pedazo de carne; este no tiene los 16 euros para pagar por ello, y por lo tanto van a llamar a la Policía. Thierry, callado desde hace un buen rato, hace un gesto con el brazo (que apenas adivinamos por el movimiento de su hombro), y el plano se interrumpe. Creo entender, o tiendo a pensar, que decidió darle 16 euros al pobre señor para que se quedara con su pedazo de carne y no tuviera que cargar con un antecedente policial. Pero es algo de lo que no estaremos seguros nunca.

Ese criterio de cámara quieta va a permitir el momento más expresivo del uso de cámara en toda la película, cerca del final. El mero hecho de que de pronto se mueva, acompañando a alguien que camina a paso acelerado, con un dinamismo ausente en todo el metraje anterior, es todo un acontecimiento que le añade fuerza al cierre.

Suena medio terraja, pero realmente es de esas películas que nos enseñan a ser mejores personas. Insiste en una mirada analítica sobre aspectos del mundo actual, buscando poner en evidencia problemas relevantes: el desempleo mismo, claro, pero también la tendencia al individualismo, las relaciones en que la conexión personal (afectiva, solidaria) tiende a quedar enterrada en los aspectos formales (“impersonales”), el predominio cada vez más tentacular del simulacro. Todo eso mediante un personaje entrañable y una realización formidable en todos los sentidos.