Ayer murió, en el día en que cumplía 79 años, Merle Haggard, un cantante y compositor de música country estadounidense de enorme éxito, que no era demasiado conocido o comprensible en esta parte del mundo, pero que encarnaba a una figura típica en su país, en la que se combinan logros artísticos trascendentes con rasgos conservadores e incluso reaccionarios, en un marco de fuerte reivindicación del individualismo (la idea se aclara un poco pensando en Clint Eastwood).

Sus padres formaron parte de la masiva migración desde Oklahoma a California en los años 30 (entre aquellos okies paupérrimos estuvo el legendario cantante Woody Guthrie), y otros datos de su biografía no son menos arquetípicos: perdió a su padre a los nueve años, aprendió solo a tocar la guitarra, viajó haciendo dedo y como polizón en trenes de carga, realizó diversas changas, empezó a tocar en bares, estuvo preso en varias ocasiones desde la adolescencia y se fugó más de una vez. En la famosa cárcel de San Quintín decidió cambiar de vida y, luego de ser liberado bajo palabra, a comienzos de los 60 comenzó a grabar discos y a tener éxito en escala nacional como parte de la movida de Bakersfield, que apostó a una música country más desprolija, más emparentada con el blues eléctrico y mucho más fecunda que la producida en Nashville.

Desde 1969, a raíz de su canción “Okie From Muskogee”, se convirtió en una especie de portavoz de muchísimos trabajadores pobres, conservadores y con sentimientos patrióticos, integrantes de la “mayoría silenciosa” a la que irritaban los hippies, la contracultura en ascenso y las protestas contra la guerra de Vietnam. Mantuvo hasta su muerte ese perfil, pero a la vez fue parte del subgénero llamado Outlaw, junto con artistas que, por su apariencia, por su actitud y en varios casos por sus posiciones políticas, representaron la irrupción de la contracultura y de ideas de izquierda en el terreno tradicionalmente conservador de la música country. ¿Contradictorio? Sí, y a mucha honra.