Al borde de los 100 años, Mariano Martínez (eternamente Marianito Mores para el imaginario popular) ya parecía más un viajero del tiempo que un músico anciano, y la eterna repetición de su nombre como sinónimo de “gloria del tango” hacía olvidar que realmente había sido parte de la era de oro de esa música, a la que le aportó, además, algunos de sus temas más conocidos dentro y fuera del Río de la Plata.

Pianista renuente al principio y de dedicada vocación más tarde, Mores provenía de una familia de melómanos y bailarines aficionados, que soñaban con que él -el primogénito de siete hermanos- se dedicara a la música, algo a lo que se resistió al principio, convencido de no tener aptitudes, y a lo que se dedicó con alma y cuerpo después, convirtiéndose en un reconocido virtuoso del piano. Mientras estudiaba este instrumento conoció a las hermanas Margot y Myrna Mores, con quienes formaría el Trío Mores, adoptando, para no desentonar, el apellido con el que sería conocido más tarde.

De aquel trío se llevaría como esposa a Myrna, a quien dedicó el clásico “Cuartito azul” (al que se referiría como “su primer tema”, aunque ya había compuesto algunas piezas instrumentales antes). Al principio, no del todo definido como un músico de tango, la muerte de Carlos Gardel en 1935 fue el detonante de su interés y luego su pasión definitiva por ese género, en el que se ubicaría con destaque al ingresar en la orquesta de Francisco Canaro, cuando este era la mayor estrella del tango argentino. Un golazo para el joven músico, ya que esto no sólo le permitió ganar un espléndido salario (la fortuna de Canaro era legendaria en aquel entonces), sino que además la orquesta grabó varios de los tangos compuestos por Mores, comenzando por “Cuartito azul”.

Ya desde entonces Mariano orientaba su talento al lado más popular y sentimental del tango, así como a los grandes golpes de efecto. Alejado de la formación liderada por Canaro en 1948, se dedicó a su sueño de crear una orquesta sinfónica de tango, y lo hizo realidad durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, régimen con el que se identificaría rápidamente, haciéndose íntimo amigo de Hugo del Carril (el compositor de la famosa “Marcha peronista”) y tuvo como fan nada menos que a Eva Duarte. El pianista logró en aquel entonces, además, que su orquesta sinfónica tocara en el teatro Colón, lo que en su momento fue visto por muchos como una degradación del recinto, y por otros como el debido reconocimiento cultural a un género popular.

Aunque Mores abandonaría el formato sinfónico (en el que trabajó incluso con la Orquesta Sinfónica de Montevideo), desde entonces se dedicó a formar grandes orquestas, muy superiores en número y timbres a las tradicionales del tango, y mostró una permanente voluntad de fusionar el género con elementos de la música culta. También descubrió la importancia del cine y el teatro como amplificadores populares de su música, y produjo varias películas y revistas, tan populares como rechazadas por la crítica. Siempre rodeado de su familia, con la que formó un verdadero clan artístico, Mores alcanzó durante la década del 60 el cenit de su popularidad, a pesar de que en cierta forma estaba en las antípodas de la revolución del tango que por aquel entonces encarnaba Astor Piazzolla. Las décadas posteriores lo tuvieron siempre presente, aunque su influencia y popularidad se fueron debilitando con la edad (no obstante lo cual dirigió la Orquesta del Colón siendo ya octagenario, e incluso compuso un tema en 1997 junto al rockero Andrés Calamaro).

Su fallecimiento ayer, comunicado por su conocida nieta, la conductora Mariana Fabbiani, marcó tal vez la partida del último de los auténticos gigantes del tango, una figura cuyo nombre se puede citar sin incongruencia junto a los de Canaro, Juan D’Arienzo, Aníbal Troilo y Osvaldo Pugliese, y uno de los compositores que tuvieron como letristas nada menos que a Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi y Cátulo Castillo. Para quienes tienen una idea más bien melodramática y efectista del arte de Mores, sorprende ver su discografía y encontrarlo como autor de canciones tan esenciales como “Cafetín de Buenos Aires”, “Gricel”, “Taquito militar”, la siempre emotiva “Adiós Pampa mía” y el que tal vez sea su mayor clásico, “Uno”.

Fue velado, como correspondía, en el teatro Colón de Buenos Aires, un lugar ineludible a la hora de hablar sobre su vida.