En varias ocasiones me ha tocado integrar jurados de los concursos literarios oficiales -del Ministerio de Instrucción Pública, del Municipio de Montevideo-. Y, en algunas de ellas, en el sector “ensayo”. Es una tarea que incita a la perplejidad y reclamaría la omnisciencia. Recopilaciones críticas, monografías literarias, antologías, tratados -de pedagogía, de sociología, de lingüística-, investigaciones filosóficas, “artes de vivir”, inclasificables (y a veces incalificables) divagaciones se codean allí en una feliz, desprejuiciada, inquerida heterogeneidad. Hace dos o tres años -es un recuerdo que no me es particular- un colega jurado, cuya cultura y cuya penetración nadie discute, protestó tajantemente que si él hubiera sabido que tendría que dictaminar sobre ese libro, hubiera declinado el cargo. Se trataba (no tendría sentido ocultarlo) de las Investigaciones sobre la naturaleza aporético-dialéctica de la eticidad (Montevideo, 1959) de Mario Sambarino. Valioso estudio (tal es mi opinión) de riguroso discurso, escrito en un lenguaje a menudo ríspido y siempre técnico parece, de cualquier manera, en las antípodas del atractivo estilo de ciertos filósofos muy leídos de este siglo o del anterior. De un Nietzsche, de un Ortega, de un Santayana, de un Croce, pongamos por caso. Alguien, entonces, aventuró modestamente que había otra filosofía que no es fácil, que no se deja leer fluidamente por el lector común, ni Aristóteles, ni Santo Tomás, ni Kant, ni Heidegger. Y que si por difícil, y por no juzgársele ensayo se consideraba allí un intruso al libro de Sambarino, el Essai sur les données immédiates de la conscience de Bergson era, desde su título, un ensayo y no se dejaba leer, hágase la prueba, con la facilidad de una novela. También agregó, o mejor recordó: que era ensayo (pues también lo reclama en su rótulo) The Wealth of Nations, de Adam Smith, que no es nada breve y es bastante riguroso; que lo es el malafamado Essai sur l'inégalité des races humaines, del Conde de Gobineau, que tampoco tiene nada de compendioso ni de liviano. Los argumentos -y el debate- hubieran podido alargarse pero, inevitablemente, tendría que desembocarse en esta comprobación: para cierto criterio de vigencia muy amplia -y que las clasificaciones oficiales reflejan- todo lo que no es poesía, narrativa o teatro es ensayo y sólo el respiro de dos apartados (en los concursos estatales la “ciencia” y la “historia” son declinadas a la Universidad; en los municipales la segunda se juzga separadamente; en ambos, la neutralidad liberal declara inexistente el ensayo de tonalidad política) alivia algo la imponente, previsible masa resultante.

[…] ¿Pero, se sabe, en verdad, qué es el ensayo? La reacción antirretórica coetánea del Romanticismo y la posterior fundamentación teórica de Croce (a partir de su Estética de 1901) disolvió la coriácea entidad de los géneros tradicionales. Pese, con todo, a aquella, pese al maestro de Nápoles, el sentido común y otras filosofías literarias -más realistas, menos esquemáticas, menos ambiciosas- se aúnan y ayudan. No hacen imposible identificar, con relativa seguridad qué cosa es un poema, una novela, un cuento, un drama. Con la prosa, sin embargo -con la prosa que cabría llamar “no-imaginativa”, conceptual, ajena al hilo enhebrador de la ficción-, los textos se presentan con apariencias tipológicamente más elusivas, con contornos mucho menos nítidos.

Si se recorren las viejas preceptivas, es posible comprobar que toda la prosa, narrativa o no, imaginativa o no, ocupaba un lugar marginal, ínfimo, epilogal. La reacción antirretórica a que aludía no pudo destruir, en este caso, categorías, moldes que no existían. Y si la novela y el cuento encontraron con posterioridad su propia teorización, a menudo profunda, a menudo brillante; si la teoría de la ciencia y sus medios de exposición se afinaron hasta alcanzar rigor y precisión filosóficas; si la propia filosofía se hizo consciente de la variedad, de la individualidad de sus cursos de pensamiento, si algo semejante ocurrió con la crítica (artística, literaria), en medio de todas ellas quedó un vasto, peligroso, desnivelado vacío. Un área que tenía contactos con todas sus vecinas, que a todas en parte rozaba e invadía y se dejaba invadir. Apenas nominable. Y con una historia -si rica, si ilustre- de una desazonadora anarquía, de una multiplicidad aparentemente loca de ambiciones, de blancos, de medios, de técnicas, de propósitos.

Porque si se busca el denominador común -por modesto que sea- de esa variedad, ¿cuál puede ser? Marginando la tentación de una historia cabal, recapitúlese lo que como inequívoco “ensayo” ha sido considerado. Desde los orígenes con los Essais de Montaigne (1571-1580) -“leçons morales”- y los Essays de Bacon (1597-1625) -“dispersed meditations”-. Y también El príncipe de Maquiavelo y el Elogio de la locura de Erasmo. De ahí hasta nuestros días, sin dejarse nunca de mencionar la gran constelación de los ingleses, con los primeros periódicos y periodistas del siglo XVIII en los que el género, lenta, perezosamente, se va desglosando de la ganga vecina de “discursos”, “cartas”, “tratados”, “bosquejos” (The Tatler, 1709, y The Spectator, 1711, de Richard Steele y John Addison, The Rambler, 1750, y The Idler, 1761, de Samuel Johnson). Pero tras ellos, los altos nombres de la ensayística británica del XIX: Charles Lamb y William Hazzlit, De Quincey, Stevenson, Carlyle, Macaulay y Pater. Y Sainte Beuve, Taine y Gourmont, representantes indiscutidos del ensayo francés. Y en el siglo XX, todos, prácticamente, los que han pensado el hombre y el mundo, el pasado y el presente fuera de los cánones de la ciencia, la filosofía, la historia o la crítica. Y toda, aún, una tradición española e hispanoamericana que ilustraron Montalvo y Sarmiento y reverdeció en décadas pasadas con tantos textos de Unamuno, con El espectador de Ortega y Gasset, con los Siete ensayos sobre la realidad peruana de Mariátegui, con los Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña.

[…] No es muy abundante (ni muy significativo) el género ensayo en nuestra literatura del siglo XIX. Y esto no sólo por participar de la general modestia de toda ella, sino porque la urgencia, las presiones de la lucha política e ideológica -que fueron en largos trechos de aquel tiempo los númenes de la creación intelectual- intrincan demasiado todo material potencialmente ensayístico con la prosa beligerante, con la polémica, con la crítica de promoción, con la monografía servicial, con la historiografía de imantación nacionalista o partidaria.

[…] Con todo, creo que fue la “generación del novecientos” la que representa la época de oro de nuestra ensayística. Y me parece importante para decidirlo así no sólo la calidad intrínseca de sus representantes mayores, sino alguno factores provenientes del clima histórico (estéticos, culturales y hasta económicos) que ya han sido aludidos. Ellos fueron, por ejemplo, la boga indiscutida de la “prosa artística” (tal como ha sido caracterizada); el rasgo todavía primicial de la sistematización de muchos saberes en ciencias e, incluso, la baratura de la edición y la buena voluntad de algunas editoriales francesas y españolas (Sempere, Garnier, Bouret; entre otras) para recoger en volumen los estudios y artículos -en puridad “ensayos”- de los escritores hispanoamericanos. (No tanto, y es triste historia, para pagarlos).

  • Fragmentos del prólogo de Antología del ensayo uruguayo contemporáneo de Carlos Real de Azúa. Universidad de la República. Montevideo, 1964.