Convertida ya en una de las principales productoras cinematográficas del mundo, Marvel Studios ha elaborado un complejo cronograma de lanzamientos relacionados entre sí (llamado Marvel Cinematic Universe), que llega hasta la próxima década y que, tomando como eje sus films de Los Vengadores -la mayor de sus franquicias- va alternándolos con películas dedicadas exclusivamente a integrantes de este grupo de superhéroes. Sin embargo, Capitán América: Civil War es un film difícil de clasificar dentro de este esquema: nominalmente es la tercera entrega de las aventuras en solitario del Capitán America, pero a la vez incluye al equipo más numeroso de Vengadores que se haya visto en la pantalla -así que bien podría considerarse la tercera de la saga conjunta-, e incluso le da tanto tiempo en pantalla al protagonista como a Iron Man, su oponente en esta ocasión, por lo que también podría considerarse el cuarto film del personaje acorazado interpretado por Robert Downing Jr.

En todo caso, la película llegó cuando las tres franquicias mencionadas -las del Capitán América, Los Vengadores y Iron Man- estaban algo debilitadas y perdían su momento hegemónico ante el regreso de Star Wars y otros blockbusters, y se necesitaba un producto que pudiera revitalizarlas. Capitán América y el soldado de invierno (2014) no había sido una mala película, pero sus escenas de acción y destrucción urbana no le aportaban gran cosa a lo que había expuesto antes Los Vengadores (2012). Iron Man 3 (2013) había sido inexplicablemente bien recibida por la crítica, que, confundida con algún film de Woody Allen, le elogió la “madurez y desarrollo” de sus personajes, sin notar que carecía de sentido del humor, que traicionaba el espíritu algo maligno y siempre empresarial de Tony Stark, y que el director Shane Black se pasaba media película homenajeando a su propia Arma mortal 2 (1989), a la que le copiaba varias escenas. Y Los Vengadores: la era de Ultrón (2015) fue el proverbial ratón parido por una montaña: luego de una agotadora y extensa campaña previa orientada a alimentar expectativas, cuando finalmente llegó resultó ser un extenso, confuso y aburrido desarrollo de las ideas ya vistas en su predecesora, que había adelantado casi todas sus escenas esenciales y los mejores gags en la campaña de tráilers previa. De cualquier forma, todas habían sido éxitos económicos, pero las señales de agotamiento y desinterés del público comenzaron a hacerse notar de manera inquietante para una compañía que ya promociona films a rodarse en 2019. Algo tenían que hacer, y ese algo fue esta condensación de las tres franquicias centrales del Marvel Cinematic Universe.

De símbolos y lealtades

No es necesario ser Ariel Dorfman (autor en 1975, junto a Armand Mattelart, de una interpretación izquierdista de los personajes de Disney llamada Cómo leer al Pato Donald) para encontrarle una clara -aunque no esencial- lectura ideológica a un personaje como el Capitán América, un rubio blanco y anglosajón que lucha por su patria con un disfraz que reproduce la bandera estadounidense, pero esa lectura tiene algunas aristas interesantes. Seguramente Stan Lee y Jack Kirby eran conscientes, cuando reflotaron en los liberales años 60 al personaje (creado por Joe Simon en 1940), de que sería insoportablemente chauvinista si se lo presentaba con una idiosincrasia conservadora, por lo que le otorgaron desde el principio características marcadamente progresistas. Si bien Steve Rogers (el hombre que se viste de bandera) era un patriota, los valores estadounidenses que se le asignaban eran el pacifismo, el antirracismo, el espíritu democrático y el antisexismo. Fieles a la costumbre de representar metafóricamente los cambios sociales y políticos de la contemporaneidad en sus historietas, Lee y sus guionistas llegaron incluso a hacerlo abandonar la actividad superheroica, decepcionado, en forma simultánea al escándalo de Watergate y la renuncia de Richard Nixon a la presidencia. Seguramente, en las décadas que han pasado desde que el personaje fue definido, a algún guionista lo habrá tentado presentarlo más patriotero, imperialista o fascistoide, pero básicamente ha sido siempre un soldado de Franklin Delano Roosevelt y el New Deal, no de Dwight Eisenhower y la Guerra Fría. El Capitán, así de rubio e inconfundiblemente yanqui como se lo representaba, era como una versión ficcional del progresista Robert Redford, quien de joven habría sido el intérprete soñado del personaje, y de hecho tuvo un rol en Capitán América y el soldado de invierno.

Por el contrario, Iron Man siempre ha sido, de forma cristalina, un personaje fácil de asimilar con la derecha. Tony Stark, el hombre detrás de la máscara, no sólo es un hipermillonario que siempre habla de sus inventos y nunca de quienes trabajan fabricándolos, sino también alguien cuya fortuna proviene de la venta de armas y que suele expresarse con el mayor cinismo acerca de su desagradable negocio (que abandona tanto en el cómic como en las películas, pero es parte de su pedigrí). Entre los principales enemigos del personaje estuvieron Mandarín y Dínamo Rojo, encarnaciones bastante evidentes de la China maoísta (y, por extensión étnica, de todos los revolucionarios de la antigua Indochina) y de la Unión Soviética. Y por si fuera poco, es un mujeriego.

Capitán América: Civil War está basada en algunos aspectos de una serie de cómics (un “arco temático”) llamada Civil War y publicada en varias de las revistas de Marvel entre 2006 y 2007, que enfrentaba a ambos personajes, enemistados por un acta gubernamental que ponía a los superhéroes bajo la supervisión del gobierno y los obligaba a revelar sus identidades. El paralelismo con las medidas antiterroristas de George W Bush era más que evidente, y en los cómics Iron Man y un buen número de héroes decidían acatar la disposición gubernamental, mientras que Steve Rogers (el álter ego del Capitán) se declaraba en rebeldía y combatía contra sus antiguos aliados. El argumento de la película es similar, pero introduce un par de variantes significativas.

Al igual que la recientemente estrenada y resistidísima Batman v Superman, esta película introduce dos factores que los cómics de superhéroes tienen incorporados por lo menos desde la legendaria novela gráfica Watchmen, de Alan Moore (editada hace ya, parece mentira, tres décadas). Ambos son aportes de corte realista, dentro de lo verosímiles que pueden ser estas historias: por un lado, batallas como las que suelen librarse en ellas, en las que se demuelen ciudades enteras, tienen que producir cientos -o miles- de víctimas, y enormes resentimientos; por otro, ante el pánico social que causaría la existencia de criaturas con poderes de dioses, los estados se apresurarían a legislar sobre el uso de esos poderes y a tratar de mantener a los superhéroes bajo control gubernamental (o directamente a combatirlos), algo que Marvel ya había introducido, mucho antes que Watchmen, con la fobia a los mutantes en X-Men. Pero la principal diferencia entre los cómics originales y el film Civil War es que en este último es la ONU la que decide intervenir a Los Vengadores -y no sólo el gobierno de Estados Unidos-, debido a las numerosas muertes civiles causadas por sus superbatallas (que son traumáticas para Iron Man, pero al parecer no para el Capitán embanderado), y sin preocuparse por la investigación de la privacidad de los personajes. La rebeldía de Rogers, entonces, se vuelve casi el capricho individualista de un supersoldado que se niega a aceptar órdenes de nadie, y contradice el espíritu del personaje, no sólo en las historietas sino también en los films anteriores. Puede parecer una diferencia menor, pero para los observadores es bastante molesta, ya que, como señaló la columnista de política Amanda Marcotte, hace que Rogers deje de ser un demócrata patriota pero garantista y se convierta en algo próximo a los libertarians, esa corriente de derecha independiente que vive quejándose de cualquier intervención estatal. Pero abandonemos esta lectura fina, próxima a la interpretosis, y vayamos a la película, que es lo bastante buena como para hacer olvidar esas aristas antipáticas.

Choque de titanes

Capitán América: Civil War es poco efectiva en sus aspectos serios, no sólo en los ideológicos ya mencionados, sino también en los de relaciones humanas. Carece de la calidez entrañable con la que Rogers era presentado en la primera película y de la soledad de desplazado que irradiaba en la segunda. Al mismo tiempo, Stark no es el ingenioso e irónico playboy de antes, sino alguien más traumatizado y lúgubre (igualmente redimido por Robert Downey Jr, brillante como de costumbre). Pero si en estos aspectos tambalea un poco, en el plano del mero entretenimiento es tal vez uno de los films más divertidos y espectaculares de Marvel Studios, sólo comparable con la casi perfecta Guardianes de la galaxia (James Gunn, 2014). Las batallas entre los numerosos héroes son coreografías aceleradas, que intercalan efectos especiales de última generación con acrobacias intrincadas y una edición vertiginosa pero clara. A pesar de que los personajes son más numerosos que nunca, no se amontonan y se estorban como en La era de Ultrón, sino que asumen roles primarios y secundarios sin conflictos jerárquicos, y, de hecho, algunos de los secundarios terminan siendo lo mejor del film. Paul Rudd, en sus escasos minutos como Ant-Man, consigue las mayores risas de la película, y el ignoto Tom Holland resulta ser el Hombre Araña más divertido que se recuerde.

Hay muchos personajes nuevos, o casi, y una concepción visual general más próxima que nunca a las viñetas de cómic: los hermanos Russo dirigen con mucho mejor sentido dinámico que en la ocasionalmente abrumadora y estirada Soldado de invierno. Pero, sobre todo, Capitán América: Civil War realiza a la perfección la difícil tarea mencionada al comienzo: les aporta aire fresco a unas franquicias tan enormes y sobreproducidas que cada pequeño paso atrás resonaba como una estrepitosa caída. Ese era el objetivo principal, y la película lo cumple con creces. Lo demás son quejas de los que nunca estamos conformes con nada.