Eduardo Galeano dedicó sus últimos años a escribir este libro que, como casi todos los suyos, se puede leer de dos maneras. Una de ellas, la más habitual, es deslizarse sobre la superficie pulida de su escritura, registrando lo que dice de modo explícito y se comprende con facilidad. Por esa vía rápida, una multitud de lectores en 20 idiomas ha llegado a venerarlo, y hubo también quienes lo eligieron como emblema de lo que menosprecian o combaten.

Los primeros aman su capacidad de transmitirles, en prosa clara y placentera, un relato integral que no se presenta como doctrina, sino que construye al menudeo y suele apoyarse, persuasivo, en la quijotesca premisa de Sancho Panza: “Donde hay música no puede haber cosa mala”. Galeano fue, como señala el título de este libro, un cazador de historias: gran cazador capaz de hallar, en el fárrago del mundo, indicios convincentes de un significado, a los que capturaba vivos y trataba luego como bonsáis. Los convertía, con sumo cuidado, en miniaturas depuradas de todo lo accesorio. Como un escultor trabaja el mármol hasta que este revele la estatua que él vio en su interior, lograba que cada elemento ejemplificara un concepto, consistente con el significado del mundo que Galeano percibía por todas partes y en todos los tiempos. La mayoría de nosotros tiene arraigada la noción de que lo bello es verdadero, aunque sepamos que la verdad no es siempre bella, y el engarce de esas pequeñas joyas se volvía un poderoso alegato. Tanta elocuencia le molestó mucho, por lo general, a los detractores de Galeano. Le reprocharon, indignados, que su selección de historias sesgara la Historia, y que el modo en las contaba resultara demasiado eficaz y convincente.

Hay, como se dijo antes, otra manera de leer a este tipo que fue un poco periodista y un poco poeta, con algo de historiador y de gurú, y entre muchas otras cosas, un formidable publicista de ideas. Hay que sacrificar el placer inmediato y descubrir el proceso de orfebrería. Del mismo modo en que algunas comas no se ubican en su lugar ortodoxo -que Galeano bien conocía-, sino exactamente allí donde mejoran la métrica y la musicalidad del texto, e incluso revelan mejor una idea, hay otros procedimientos inusuales que tienen un sentido profundo (como cuando, al describir a un personaje real pero poco conocido fuera de su país y de su época, omite algunos datos que podrían enriquecer el retrato, pero le quitarían nitidez al relato). En otras palabras, uno se va dando cuenta de que Eduardo Galeano era un escritor virtuoso e inteligentísimo, y de que su éxito tuvo, entre otros motivos, algunos estrictamente literarios. Y no hay que olvidar que, como señaló Marcelo Jelen, era alguien a quien se identificaba “sin posibilidad de error leyéndole apenas un par de líneas”, un “maestro de estilo”.

Un estilo que fue, además de inconfundible, notablemente moderno, y también precursor. Muchos años después de que perfeccionara su arte poética de textos breves, llegó internet; entonces pudimos darnos cuenta de que era difícil imaginar una forma de escribir más adecuada para ese medio que la que él ya dominaba.

Vivió embanderado, y se puede decir que no concebía vivir de otro modo, pero se las arregló para que sus banderas ondearan sin impedirle ver. Cuestionó con fuerza, cuando lo consideró necesario, al gobierno cubano y al frenteamplista; sólo fue incondicional contra el olvido y a favor de “los nadies”, de los menos; indígenas, mujeres, campesinos, niños. Ese Galeano de siempre está en El cazador de historias. Pero también es distinto, porque lo terminó de pulir cuando sabía que la muerte estaba cerca, y las dos últimas secciones de lo que era su plan para la obra, “Los cuentos cuentan” y “Prontuario”, tienen mucho de memoria y balance acerca de su oficio, y tras ellas hay otra, muy breve -“Quise, quiero, quisiera”-, formada por textos para otro libro posterior que no llegó a terminar. Se refieren, serenos, a la muerte, y son un adiós conmovedor.