Si le preguntan a un brasileño quién inventó el avión, dirá que fue Santos Dumont. El resto del mundo pensará en los hermanos Wright. Alguno remontará el tema a la época de Leonardo da Vinci. Más difícil sería contestar: ¿quién inventó el Boeing 747? Cada una de sus partes fue producto de la experimentación de varias personas a lo largo del tiempo. Hubo teóricos que describieron con ecuaciones matemáticas el movimiento del aire a través de una superficie. Hubo quien buscó materiales menos pesados y más resistentes. A todos ellos les debemos la naturalidad con la que hoy nos tomamos volar de un continente a otro. Quien estudió el movimiento del aire tal vez pensaba en cómo obtener propulsión para lograr aviones más rápidos. O tal vez quería, simplemente, comprender el viento. ¿Qué más da?

Hace un par de semanas defendí públicamente mi tesis de doctorado, realizada en el Instituto Pasteur de Montevideo. Asistió buena parte de mi familia, pero salieron un tanto desconcertados. Es que desde hace años les vengo contando que estudio unas moléculas de ARN que se encargan de prender y apagar genes, y cómo las células tumorales liberan a la sangre dichas moléculas para manipular al resto del organismo. Implícitamente, he sugerido que en el futuro podríamos bloquear este proceso, para así curar el cáncer. Sin embargo, centré mi exposición en describir cómo dos mitades del ARN de transferencia de glicina se chocan afuera de la célula, y eventualmente se pegotean entre sí. ¿Qué tendrá eso que ver?

El diálogo entre la ciencia y la sociedad falla, porque hablar de diálogo presupone que se está ante dos entidades distintas que dialogan, cuando lo deseable sería pensar en una sociedad que asuma el conocimiento como un aspecto inherente a su ser. Pero esto no sucede, porque el motor de la ciencia siempre ha sido la curiosidad, y el motor de la sociedad lo hemos puesto en el dinero. Así que, encima, es un diálogo en idiomas diferentes. Por fortuna, hay un lugar para la ciencia en nuestra mercantilista sociedad moderna. Pero para una ciencia al servicio de la técnica, que permita mayor dominio y la generación de más riqueza. Y aunque parezca contradictorio, también hay cierto lugar para la ciencia básica.

Ciencia básica es preguntarse el “¿cómo es?” y los “¿por qué?”, más que los “¿para qué?” de las cosas. Es en lo que trabajo, junto a tantísima gente en Uruguay y el mundo. No es ni más ni menos importante que su prima hermana, la ciencia aplicada. Pongamos un ejemplo. Decía que estoy investigando la unión entre dos moléculas de ARN. Quiero saber si es verdad que se juntan; y si no lo hacen, quisiera saberlo también. Si se pudieran ver a simple vista o con un microscopio, no habría mayor problema: “¿Están juntas o no?”. Bastaría mirar y saber. Podría decir que nuestro trabajo intenta hacer visible lo que, por su tamaño, es invisible. Y eso insume tiempo, y no pocos recursos. Es lógico que alguien pregunte: “Y todo eso, ¿para qué sirve?”.

Y corre por mis venas un escalofrío. Pusieron el dedo en la llaga abierta. No se le pregunta a un “básico” el “¿para qué?”. No se le pregunta, porque lo que tendría que contestar es: “Porque es relevante saberlo; del mismo modo en que es relevante conocer que existen los agujeros negros, aunque dudo que alguien pueda llegar a visitarlos”. En cambio, contesta: “Porque si entendemos los mecanismos moleculares que utilizan las células sanas, podremos comprender qué es lo que pasa en el cáncer cuando dichos mecanismos fallan. Y si comprendemos los mecanismos que fallan en el cáncer, podremos diseñar nuevas drogas que corrijan dichas fallas”. Y las dos respuestas son válidas. Las dos son igualmente verdaderas. Pero una sola se considera admisible. Adivinen cuál.

La ciencia básica se tolera en el entendido de que es el primer escalón en una serie de peldaños que llevan, diez o 15 años después, a un producto de interés comercial. Es un paso costoso y limitante de un proceso de producción ¿Por qué no tercerizarlo? ¿Por qué no comprar el conocimiento básico ya hecho, y dedicarnos solamente a los últimos pasos? Los “básicos” de este país intentaremos explicar por qué este pensamiento es equivocado. Diremos que la ciencia básica es la escuela donde se forma toda la ciencia aplicada. Que de ella surgen los grandes descubrimientos. Que una fuerte academia local es la única defensa ante el nuevo colonialismo, que es el colonialismo del conocimiento. La dependencia de la ignorancia.

El autor

Doctor en Ciencias Biológicas por el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas, Pedeciba (Udelar, MEC). Realizó su tesis doctoral en el Laboratorio de Genómica Funcional del Instituto Pasteur de Montevideo. Docente de la Facultad de Ciencias (Udelar) y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (ANII).

Entre esas verdades se pierde, sin embargo, un aspecto medular. La ciencia básica no puede justificarse únicamente en función de su aporte al aparato productivo, por muy fundamental que dicho aporte sea. O mejor dicho, el mayor activo que produce la ciencia básica es acrecentar nuestro saber. A menudo se piensa que del árbol de la ciencia brotan dos frutos: el conocimiento, para el científico, y un producto útil, para la sociedad. Es un error. Todos necesitamos comprender mejor el mundo en el que vivimos, en el que somos. Así como delegamos en los bomberos la tarea de apagar incendios, y en los jueces la de hacer valer la justicia, se delega en los científicos la tarea de investigar la naturaleza. La ciencia recibe recursos de la sociedad no para devolver una rentabilidad a cinco años, sino para saciar esa sed de entendimiento que nos hace humanos.

Debemos volver a valorizar el conocimiento, no sólo en el sentido de darle valor agregado, sino en el de valorarlo por lo que es, por lo que significa. Dicho esto, desde luego que todos nos movemos detrás de un sueño, y yo sueño con que mis investigaciones puedan llegar a abrir la senda hacia una nueva cura del cáncer. Les juro que es así. Y creo que es un sueño posible, porque cada paso firme que nos permita comprender mejor cómo las cosas son, despeja el camino para un siguiente paso. A veces pensamos que sólo la meta es digna de comunicar, y nos guardamos la maravilla de un mundo que se nos va haciendo inteligible de a poco. Además de investigar duro, me comprometo a compartir mejor los frutos de la ciencia, que son alimento para todos. Pero antes de hacer eso, primero tenía que escribir estas líneas. Para reconciliarnos.