Uno de los problemas que se presentan, por ejemplo, en la discusión en torno a los derechos de autor, es la imposibilidad de medir el valor del trabajo intelectual. Sin embargo, es precisamente eso lo que está en juego, porque, ¿qué es lo que se obtiene gratis cuando se reproduce, por ejemplo, un libro? No el papel, ciertamente, porque las hojas de fotocopia siguen teniendo costo. Tampoco el soporte electrónico, porque quien quiera leer un material digitalizado deberá contar con el dispositivo para hacerlo, y, hasta el momento, los únicos dispositivos que los estudiantes obtienen en forma gratuita son los que suministra la ANEP (y para esos dispositivos ya hay materiales obtenidos mediante convenidos diversos). Así, lo que se volvería gratuito en caso de consagrarse el nuevo marco jurídico sería la parte inmaterial del objeto. El trabajo, ni más ni menos. En el caso de un libro, el trabajo del autor, del editor, del diseñador, del corrector y del armador que participaron en lo que terminó por ser un volumen de texto.

No debería sorprendernos, sin embargo, que sea precisamente el trabajo la parte oculta o invisible en esta historia. La historia del capitalismo podría leerse precisamente como la historia del ocultamiento del proceso productivo o como la transformación del producto en un objeto mágico surgido de ninguna parte, sin dolor, sin sufrimiento, sin relaciones de explotación, sin violencia ni injusticia ni abuso.

El trabajo es siempre invisible porque el capitalismo de mercado necesita cosas que pueda cuantificar: productos, artículos, objetos. Por eso los servicios se pagan tan poco (¿cómo medir cuánto trabajo hace una persona que cuida a alguien, excepto midiendo las horas que le dedica a esa tarea, tan poco calificada?) y algunos productos, inherentemente inmateriales, como la creación intelectual, no pueden valorarse sino en función de la oferta y la demanda.

En estos días se procesa una discusión en torno al reclamo que el escritor Diego Fischer introdujo en la Justicia contra el grupo de parodistas Los Zíngaros. Fischer argumenta que la parodia (un género que varias legislaciones contemplan a la hora de hacer excepciones a los derechos de autor) usó en forma indebida material de su libro sobre Juana de Ibarbourou. El asunto se dirime en el juzgado (y será interesante ver qué pasa, porque en caso de que se le reconozcan al autor los daños causados puede venirse una avalancha de juicios iniciados por músicos cuyas melodías han sido usadas en el carnaval, sin permiso y sin escándalo, desde el fondo de los tiempos), pero mientras tanto se discute en foros y redes sociales. Alguien dice que el trabajo de un escritor de novelas es siempre creativo, a diferencia del que hacen un periodista o un biógrafo, meros contadores de hechos o circunstancias de la vida misma. No demora otro en responder que contar hechos es un trabajo enorme que requiere investigación, horas de bucear en documentos y de entrevistar a testigos o protagonistas, y que, en todo caso, trabajo por trabajo, el del investigador es más trabajo que el del creador de ficciones. El propio Fischer, para enfatizar el valor de su libro, explica que fue reeditado 28 veces y que vendió más de 30.000 ejemplares. Como sea, el problema sigue siendo el mismo: para dar cuenta del esfuerzo de un autor hay que recurrir a las horas de trabajo materialmente cuantificable, de desgaste físico hecho en polvorientos archivos o en horas de grabación y desgrabación de materiales y, finalmente, al número de ejemplares vendidos en el mercado. El trabajo intelectual en sí mismo y el trabajo material con el lenguaje no son percibidos como trabajo y no parecen merecer remuneración. (Una anécdota al pasar: cuando yo empecé a escribir sobre libros para un periódico de plaza de circulación gratuita, se me explicó que las reseñas, a diferencia de “las notas”, no se pagaban. La única remuneración del reseñista era el libro, con el que podía quedarse luego de haberlo leído y de haber entregado la reseña. El director de la publicación partía de la base de que leer un libro y comentarlo no constituían un verdadero trabajo, a diferencia de, por ejemplo, sentarse a conversar con alguien con el grabador encendido, hacerle preguntas y luego desgrabar la charla y transformarla en escritura. El trabajo verdadero, supongo, estaba en el esfuerzo físico de desgrabar).

En todo caso, la discusión alrededor de los derechos de autor expone problemas mayores que el de la mera propiedad intelectual, y deberíamos aprovecharla para pensar en ellos. Uno de esos problemas es, justamente, el del valor del trabajo. Y no sólo el trabajo inmaterial, porque a fin de cuentas tampoco se valora el trabajo del que pasa toda una jornada con el lomo arqueado cosechando papas, sino que se valora la bolsa de papas que entrega al final del día. El otro problema es el de la propiedad, a secas. Los nuevos tiempos han dotado de un aura especial a ciertos bienes (la cultura, el paisaje, el agua) y, por lo tanto, parece sensato reclamar su propiedad colectiva, no enajenable. Pero otras cosas siguen allí, protegidas por implacables salvaguardas que hacen impensable cuestionar sus derechos de propiedad. Es el caso de la tierra, por ejemplo.

No deberíamos engañarnos: vivimos una era caracterizada por la frase “quiero todo a lo que tengo derecho”, y “a lo que tengo derecho” -en ese esquema- podría traducirse como “cualquier cosa que exista”. Cada adelanto tecnológico, cada nueva aplicación, cada creación del mercado está ahí, ofrecida y tentadora para que yo sienta que no soy menos que nadie y que me asiste el derecho a poseerla (“toda persona tiene derecho a viajar”, dice un aviso de venta de pasajes). Pero eso no tiene nada que ver con derechos fundamentales, sino con una aceptación chata y acrítica del mandato consumista. Tanto como haya en el mercado puede haber para mí.

No veo la hora de que todos, con la misma convicción, reclamemos la tierra y el techo que nos corresponden, el pan en la mesa, la educación, la salud, la dignidad y la justicia. Yo estoy convencida de que toda propiedad privada tiene algo de robo. Quisiera saber cuántos me acompañan en esa convicción.