I. Visión de la inminencia

En aquel momento era de noche. El sol se había puesto y yo tenía dos semanas de marzo antes de que empezaran las clases. Veinte horas adentro de un ómnibus interrumpidas por escalas sofocantes. Recién llegada, caminé hasta la playa con cierta urgencia; sentí primero la arena fina en los pies, enseguida la calidez del agua transparente y de un verde azul oscuro, que me fue rodeando en la oscuridad, y las risas de otros también en el mar, un poco más lejos, cuando saqué la cabeza al aire de nuevo. Aire dulce. Los morros se desdibujaban a través de una bruma anaranjada.

Con el paso de los días, vino la puntada cítrica memorable del maracujá, las fibras de mango entre los dientes, las miradas sostenidas antes de cualquier encuentro, el olor a mucho perfume de un cuerpo que tocaba apretando y murmuraba al oído gostosa, como si fuera un adjetivo que no me pareciera terraja. En algún momento, ese alguien comentó que mi bikini era el más grande de toda la playa y se sorprendió de que no me depilara bem depilada allá, abajo de la tela pudorosa.

La segunda revelación en tierra brasileña, momento de epifanías si los hay, fue en Rio. Pasábamos en auto frente al cementerio São João Baptista. Mi amiga, que manejaba, me preguntó si era feliz. Quedé muda, incapaz de discernir ese estado, ahí, en aquel momento, turista en medio de tanta magnificencia, segundos antes de salir a la rambla de Botafogo y ver el Pão de Açúcar a la derecha. Le contesté que sí, a veces. ¿Y vos?, inquirí. El semáforo estaba en rojo. Contra el mar, una pareja caminaba de la mano, él de sunga azul, ella con un bikini ínfimo, ambos de carnes copiosas. “Muito”, dijo con confianza y sensualidad, en esa palabra única que condensó la felicidad como una posibilidad real, un deber casi.

Aun así, la vivencia constante es otro cantar. Brasil sigue siendo esas imágenes palpables, pero se ha transformado en otras cosas a la vez. La ecuación corporalidad-sensualidad- libertad no se reveló tan unidireccional como mi estereotipo rioplatense sugería, y como el proceso de adaptación supo evidenciar. Además, escribir con un índice de totalidad sobre los países y personas que coexisten bajo la bandera verdeamarela demuestra ser bastante inútil. El estereotipo resultó ser carioca o, a lo sumo, de algún punto idealizado del litoral, imagen por cierto lejana a la falta de gracia de la dactilógrafa virgen Macabéa, el personaje de A hora da estrela, de Clarice Lispector. No menos clave, los últimos años radicalizaron la experiencia de ser mujer y feminista entre las brasileñas, paralela a un extremo de misoginia sin pudor que se enarbola desde una cierta clase política. Y no son precisamente los cuerpos del estereotipo los que le han salido al cruce a esa marea reaccionaria.

II . Melodía sincopada y estridente

En un principio, fue la modulación fonética del portugués. Un nuevo lugar donde resonaban las palabras. De a poco, la lengua se transformó en algo más amplio. Aprendí que se discute menos, no se le da tanta vuelta a todo. Tuve que ser menos formal, más corporal, y así visualizar síntesis imposibles. “Ni ideales absolutos ni prejuicios inflexibles”, dijo Gilberto Freyre del colonizador portugués en Brasil, comparándolo al hispánico. Sambar todavía se me hace un misterio.

Entre los ajustes, y al tiempo de mudarme, aprendí que el adjetivo “vanidosa” no tenía una connotación negativa, pero que las exigencias de serlo eran infinitas. Una cita semanal en el templo, el Salón de Belleza. Uñas impecablemente pintadas según los colores de moda, dictados por la telenovela de las nueve. Pies y manos, sin excepción. El pelo teñido con reflejos, el “enrubiamiento” que denuncia la feminista y activista negra Sueli Carneiro. La depilación de piernas, entrepierna, culo, axila, bozo, cejas. El maquillaje de capa tras capa, aplicado con maestría aun cuando son las siete de la mañana y el ómnibus va lleno. Parece un despropósito salir de la cama antes para pintarse.

Una hora diaria en el otro templo, el gimnasio. Pesas cada vez más grandes para las piernas, torneadas y definidas. Indumentaria específica, que realce el esfuerzo del cuerpo bombado. Los espejos en los que hombres y mujeres se miran sin disimulo devuelven la imagen ganada a fuerza de voluntad. Cirugías para cuando la gimnasia no es suficiente, y la clase lo permite, tornando a Brasil en uno de los principales mercados de plásticas del mundo. La playa, el ansiado templo final, vendrá a demostrar que el esfuerzo no fue en vano.

No todas las brasileñas son así, es cierto. Pero quien no cumple con los requisitos parece ser invisible, no existir. El “cuerpo como capital”, en palabras de la antropóloga Mirian Goldenberg, denota la pertenencia a la clase alta, o sirve de pasaporte para ascender en la pirámide social. Como en las casas, eternamente iluminadas con tubos de luz fluorescente, en el cuerpo exigido no parece haber lugar para la penumbra. No sé si es libertad, o una sociedad llena de reglas, que indican cómo, cuándo y con quién se debe ser gostosa. Pero es una corporalidad inmediata, no tan intelectualizada. También es cierto que mientras sigo siendo extranjera, incapaz de cumplir con las exigencias de la lista, en Uruguay alguna vez me atribuyen un “abrasilerada” entre gracioso e irónico.

III . Fuerza que sangra

Domingo de tarde. El barrio se ha poblado de mujeres con pollera de tela oscura hasta el tobillo, pelo largo recogido en una cola de caballo tirante. Los ojos miran hacia abajo, hacia el suelo por el que caminan con zapatos sin taco, cerrados, a pesar del calor de abril. Los hombres, camisa impecablemente planchada y pantalón, las cuidan del lado que pasan los autos. Caminan en grupos, cada cual a una de las tantas iglesias evangélicas del norte de la isla. En este mismo momento, sigue la votación del juicio político contra Dilma Rousseff. ¿La agresividad sería la misma si no fuera mujer? Allá en Brasilia, esos “diputados neofundamentalistas del congreso brasileño actual, hombres cuyas características éticas y políticas, morales y psíquicas son inadjetivables”, como bien los definió la filósofa Marcia Tiburi, no sólo deciden el futuro de la presidenta, sino el de todas las mujeres brasileñas, a quienes les ha declarado una batalla campal.

Horas antes, el auto que hace propaganda a puro parlante pregonaba la verdad de Jesús, la salvación a todos los males, la obediencia, el encuentro de la misa puntual. Pasó despacio por la calle de casa, interrumpido en un momento por otro auto, con audios capaces de animar un estadio, de donde salía funk gritando: “Vem na maldade, com vontade / Chega encosta em mim / Hoje eu quero e você sabe / que eu gosto assim” (Vení con maldad, con ganas / Vení, pegate a mí / Hoy quiero y lo sabés / que me gusta así). Los tristemente conocidos dichos del diputado Jair Bolsonaro contra la también diputada Maria do Rosário, a quien insultó en 2014 en pleno congreso diciendo que no merecía ni siquiera ser violada, no son algo aislado. Tampoco el pegotín de Dilma con las piernas abiertas que muchos pusieron en la puerta del tanque de nafta. O el revuelo por una pregunta a propósito de Simone de Beauvoir en el examen nacional de ingreso a la universidad.

Rechina. Los derechos de las mujeres son el blanco de la agenda conservadora de una cámara que entre sus perlas cuenta, por ejemplo, con un proyecto que pone obstáculos a la mujer víctima de una violación o que sufre complicaciones en caso de aborto clandestino. Cercenar, segregar, punir: es como si, además del odio, se hubiera perdido el pudor de expresarlo a nivel público. La familia tampoco se salva del embate, y hay otro proyecto que niega la existencia de composiciones familiares diversas, negándoles por ende sus derechos. ¿El paladín? Eduardo Cunha, figura indeseable si las hay, cuya astucia política lo ha colocado como segundo sucesor de Rousseff.

IV. Domingo 17

No hay cómo quedarse callada. Desde que “los frentes conservadores y fundamentalistas empezaron a preocuparse de modo tan sistemático y detallado por las mujeres”, como apuntó el teólogo André S Musskopf, el feminismo se ha hecho oír más y más. El cuerpo pobre, negro, periférico, de mujer, encarna hace mucho tiempo el lugar de resistencia, aunque haya un esfuerzo del establishment para que no se vea (ese mismo poder patético que le dedica el voto pro juicio político a la dictadura). Internet y las redes sociales contribuyen a visibilizar una forma de ser que no sale en la telenovela. Campañas virales, moda o compromiso duradero: lo que importa es que suena y se hace cuerpo.

Un artículo reciente de la Agência Pública tenía por título “La hoguera está armada para nosotras”, haciendo alusión a la violencia que sufren las mujeres, casi siempre negras y pobres, en Brasil. Mientras que el número de mujeres blancas asesinadas cayó entre 2003 y 2013, indica el artículo, el de mujeres negras aumentó casi 20% en el mismo período. “Es necesario racializar las políticas de género. La mujer negra ha sido violentada desde el período colonial, las violaciones fueron cometidas bajo la égida del mestizaje. Se crearon estereotipos de la mujer negra como ‘buena en la cama’, ‘caliente’. Esas violencias, que también son confinadores sociales, deshumanizan a esa mujer”, denunciaba la feminista Djamila Ribeiro al mismo colectivo periodístico.

Son más de las 11 de la noche. La propuesta de juicio político a Rousseff llegó al voto 342, necesario para que esa maniobra vergonzosa siga adelante. Se siente el embate. Pienso que ya es hora de tramitar la ciudadanía. La luna sale entre las nubes, creciente. El aire, a pesar de todo, sigue siendo dulce; una siempre es distinta.