Hollywood desembarcó en Cannes, fuera de concurso pero con dos de los nombres más reconocibles de su star system, George Clooney y Julia Roberts, al frente de Money Monster, un thriller de denuncia acerca de la “economía de casino” -las apuestas millonarias en la bolsa- y sus víctimas, dirigido por la actriz Jodie Foster, con resultados escasamente incisivos. Un inversor indignado decide tomar como rehén al histriónico presentador de un programa de televisión sobre finanzas que es transmitido en directo. La situación remite lejanamente a Poder que mata (1976), obra maestra de Sidney Lumet, e incluso a El cuarto poder (1997), de Costa-Gavras. Pero la capacidad de este film para formar conciencia política es nula, porque ya nos sabemos de memoria su estructura mecánica y cansa la simplificación, en formato fílmico, de la perversidad del robo por parte del sistema. Hasta Clooney y Roberts lucen desganados, quizá conscientes de que utilizar el saqueo económico global para reconducirlo a un producto inocuo y que no tiene empacho en explotar, por lo menos, la cara más glamorosa del capitalismo -la que tiene que ver con la cultura del espectáculo y sus estrellas- es bastante feo.

No tardará el estreno internacional de la obra que abrió el festival, Café Society, la película número 46 de Woody Allen, que el público aplaudió enfervorizado, aunque su director tuvo que soportar algunos chistes no demasiado oportunos del presentador de la gala, que remitían a las acusaciones de abuso sexual por parte de su hija adoptiva Dylan (hoy, Malone) Farrow. El film narra la historia de un joven judío de Nueva York (Jesse Eisenberg) que se va a Los Ángeles para trabajar con un tío millonario que es agente de talentos en Hollywood, y de cuya secretaria (Kristen Stewart) se enamora en forma fulminante. La magistral puesta en escena, con una elegancia digna de la edad de oro de la comedia estadounidense, logra hacer de este Allen menor un film bastante atendible.

La lucha por la Palma de Oro arrancó con un brío que promete altas pujas. Es magnífica Sierranevada, del rumano Cristi Puiu. El director de La noche del señor Lazarescu (2005) -que hacía en esa película la autopsia del país que dejaba el régimen de Nicolae Ceausescu- nos cuenta el estado de catatonia de la Rumania presente, a través de un retrato de familia cuyo virtuosismo es una marca de la casa. El escenario oclusivo de una microvivienda nos sirve una representación prodigiosa, donde parecen caber el espíritu de Luis García-Berlanga balcanizado, los retratos de burócratas cubanos de Tomás Gutiérrez Alea, el absurdo existencial de Samuel Beckett y las teorías conspirativas de Don DeLillo. Asombra el modo en que Puiu dibuja un cuadro intergeneracional de seres que en uno u otro momento caen en la demolición emocional, y eleva el costumbrismo a mosaico nihilista de un país y una sociedad que se anuncian como inhabitables. El espectador cree tener la certeza, hacia el final, de que le han mostrado las ruinas de una Rumania plagada de contradicciones y en la que el capitalismo, apenas estrenado, ya parece una apuesta de todo o nada, enfocada a una Europa que no hace sino evidenciar su fracaso.

Con Rester Vertical, Alain Guiraudie brinda otro film desafiante por su explotación de la ternura en un microcosmos sórdido de seres marginados. Se trata de una fábula hobbesiana sólo a medias, en la que el hombre es algo más que el lobo del hombre. Todas las combinaciones de sexo explícito entre sus personajes tienen lugar, incluso una sodomización casi eutanásica con anciano agonizante -“un peu trop, monsieur Guiraudie”, casi se pudo escuchar en los corrillos-. La película presenta una armonía mayormente homoerótica, que concluye con una hermosa metáfora sobre la bondad hermafrodita del hermano lobo. El público aplaudió su irreverencia; entre los críticos, se comentó que le falta la consistencia de su anterior El desconocido del lago (2013).

Entre lo más interesante que se ha visto en la competencia oficial está, sin duda, American Honey, de la británica Andrea Arnold -que ya obtuvo premios en Cannes con Camino rojo (2006) y Acuario (2009)-, en la que Star, una adolescente estadounidense, abandona a su disfuncional familia para unirse a un equipo de venta puerta a puerta de suscripciones a revistas, que recorre la región Medio Oeste de su país. Arnold construye un agudo retrato de una juventud sin educación que sobrevive como puede en una sociedad fracturada. Es una road movie que bascula entre lo luminoso de los jóvenes que ocupan la pantalla y lo obsceno de esa sociedad aplastada, en la que esos jóvenes -libres y felices cuando cantan en su camioneta- tienen un futuro poco promisorio o nulo.

Por otro lado, pudo verse Ma loute, del cada vez más heterodoxo Bruno Dumont, cineasta de la crueldad devenido humorista del nonsense. Protagonizada nada menos que por Valeria Bruni-Tedeschi, Fabrice Lucchini y Juliette Binoche, trata sobre una familia de caníbales devora-burgueses que observan los comportamientos de sus vecinos ricos, tan excéntricos como ellos mismos, mientras un policía gordo investiga la desaparición de varias personas sin más herramientas que su estolidez.

Así es Cannes: de las risas contagiándose entre el público se pasa a las lágrimas provocadas por los ya exageradamente burdos golpes bajos que plagan la película de Ken Loach titulada Yo, Daniel Blake, en la que denuncia las crueldades e injusticias del neoliberalismo, utilizando sus fórmulas de siempre y todos los clichés posibles para provocar la empatía de un público al que, a todas luces, menosprecia. Tan loables son las intenciones como rudimentarias las herramientas empleadas en este film-panfleto. Ojalá Loach pudiera ver que se repite y que esa repetición es contraproducente. Lo que quiere contar merece estar en el foco, pero respiraría con mayor fuerza si fuera presentado con algo de sutileza.