Movilización I. No nos vamos a hacer los nunca vistos. Al bajar del barco ya sabemos que vamos a entrar a una ciudad alterada. Una inquietud nos ronda o se apodera de nosotros. Nos cambia la dimensión frente a toda esa exuberancia, ese delirio de avenidas y gente que no se detiene. Nunca. Tampoco vamos a mentirnos como si nada: uno llega a la ciudad y ahora al país gobernado por Mauricio Macri. Y sabe que eso estará presente y que uno jugará constantemente entre saber y no querer saber, entre participar en discusiones encarnizadas o evitarlas, entre darse el lujo de un paseo por una ciudad sin fin o escuchar la palabra de los amigos e intentar tomarle el pulso a la nueva realidad. Podría interpretarse que estoy diciendo que hay que darle una oportunidad a Macri. No es eso: a lo que uno le teme es a la interminable discusión sobre la grieta, la división, los corruptos, el mal menor y el mal mayúsculo. De hablar, ya que entramos en la ciudad más psicoanalizada del mundo, sobre la herida, pero una herida antigua que parece irresoluble.

También existe el deseo de olvidarse de sí, de un pasado en esas calles, de todos los discursos para vivir con merecimiento los parques y andar como un extraño, un extranjero, un hombre que, lejos de su territorio, sólo retiene olores e imágenes. Pero es imposible. Argentina está atravesada por los cambios políticos, y es claro que los amigos también. Ya sabemos lo que está pasando: despidos masivos, desmantelamiento de áreas enteras del Estado, atropellos, el neoliberalismo pateando las puertas de todas las casas, los CEO administrando la polis.

Ya hace años que dije lo que voy a decir, pero en estas circunstancias es necesario decirlo otra vez: no soy macrista. Abierto el paraguas, me habilito otra dimensión de análisis o mirada.

Algunos asuntos acaparan ahora las conversaciones y los discursos políticos y periodísticos. La corrupción que campea y de la que pocos parecen salvarse.

Macri y su entorno rico y corrupto, con causas legales en su contra, Macri offshore, el país entregado a lo que produzca o traiga el capital. Cristina rica y corrupta, con transferencias de obras públicas, echándoles mano a los ahorros nacionales (y fundiendo el país) para ejecutar medidas sociales. Macri fuera de toda concepción de lo público y en una apuesta a una sociedad de gerentes, gerenciada. Cristina inmersa en lo público y en la creación de derechos y de trabajo clientelar; derechos y alto populismo (maniqueísmo, dicen miles), hoteles vacíos pero que producen mucha plata, sobrefacturación, supuestas bóvedas, lavado de dinero.

Unos minutos de televisión (y de zapping) producen dolor de cabeza, confusión, la certeza de que todo el mundo tiene un muerto en el ropero. Y de que la esquizofrenia discursiva (en la ciudad más psicoanalizada del mundo) lo comanda todo. No soy macrista y aplaudí muchas de las medidas sociales tomadas por el kirchnerismo. Pero tampoco soy ni fui kirchnerista.

No soy liberal, demócrata cristiano, anarco, trosko, peronista. Me ubico allí donde quise ponerme: en la enunciación de la crítica, de la disconformidad, en ninguna militancia férrea. En que el lujo y la riqueza no pueden ser el patrimonio de la clase política. Y mucho menos, que la clase política necesite mesías. El embrollo de siempre.

El sábado de noche me junté con varios amigos, todos de cierta casta, los que pertenecemos, así seamos hijos de trabajadores o de la aristocracia: una psicóloga, una politóloga, un asistente social, un licenciado en letras, una experta en educación, un coleccionista de arte. Y muchos vinos, de clase media, que sueltan la lengua. Un uruguayo que siempre se toma licencias y provoca, que juega con la impunidad de la extranjería, de “el martes me tomo el buque”.

¿Nos pusimos de acuerdo? En algunas cosas, sí. El desguace del Estado (aunque alguno anotaba no tanto una ñoquiada pero sí demasiado empleo militante). Los CEO gobernando. El mal mayúsculo y el mal menor. La seguridad absoluta de que ese país cambia de rumbo y de planes (totalmente anversos y siempre en disputa, salvo ese karma que los une: la corrupción como mal congénito, irreparable, ya asimilado), que cambia de planes, decíamos, cada diez años. Y vuelta a empezar. Ave Fénix que no se detiene.

Movilización II. Voy a Once y veo lo mismo que vi hace cuatro años: pobreza, latinoamericanidad al palo, entrevero, compraventa, el judío ortodoxo (y a veces rico) al lado del peruano que vende medias o longanizas. Un mundo que parece explicarse por reglas propias, pero tan atractivo para relatarlo. Como si se tratara de componer el cuadro contemporáneo más realista.

No puedo evitar el relato y la memoria. Allí viví y con esa experiencia construí parte de un libro. Pienso en esa expresión que estuvo tan en boga por muchos años: el relato. El kirchnerista y el otro, el anti. También existían y existen otras miradas, pero parece que nadie las atendió ni las atiende.

Una de ellas dice de un mundo imposible, de un desorden natural o provocado, lo mismo da, existente y cierto en todos los casos. Pienso, alejado de aquello que viví, en los relatos que uno construye: sobre las ideologías que los permean, la relación entre las cosas y las personas, la mirada puesta en dónde. En no militar (no adherirse, no afiliarse) y situarse o dar cuenta de la locura, que es lo que nos devuelve el mundo. Hacerse cargo, sí, pero con la responsabilidad (también ética) de no manipular lo inmanejable, las imágenes, los números (sobre todo los ajenos).

Inmovilizado. No podemos negar todo el tiempo nosotros, los enamorados del arte y el pensamiento, que además de registrar la miseria o el capitalismo inmundo, también vivimos y disfrutamos de los placeres estéticos. Ese también es nuestro alimento. Nadie más hipócrita que el que escribe todo el tiempo y toda la vida sobre la inmundicia del mundo, cierra el Word y se sirve, lavado de culpas, el mejor vino. Recoleta tiene una belleza extraña. Partes de ese barrio son hermosas, pero luego de mucho visitarlas uno siente que la vida allí está detenida, que la burbuja (que también contiene al Bellas Artes y a la Biblioteca Nacional, cuidado) es igual a sí misma desde todos los tiempos. Pero así como no se puede decir (yo, al menos, no puedo) que todos los habitantes de las partes más lujosas de Pocitos o Punta Carretas son unos conchetos de nariz respingada, tampoco lo puedo decir de Recoleta. En Punta Carretas o Pocitos viven grandes pensadores, intelectuales, artistas, psicoanalistas. En Recoleta, también. Y yo, tan dúctil (no acomodaticio o interesado, sino movedizo), hago amigos de todas partes (la explicación, es obvio, es parte de la culpa del intelectualoide o del despecho eterno del hijo de obreros).

Así, esta vez, paré en la casa de unos amigos en ese barrio. Y gocé o disfruté de otros relatos, de existencia real y alucinada; no quería moverme de la casa. No porque estuviese en Recoleta, sino por lo que contiene esa casa: libros y miles de libros antiguos, primeras colecciones, dedicatorias de Jorge Luis Borges, un cuadro de Manuel Mujica Láinez, otro de Silvina Ocampo, uno de Rafael Alberti, otro de Antonio Berni, un Anatole France en colección de lujo, y más y más y más libros, todos con ese valor agregado, y el amor, el cuidado y la humildad del primer gran coleccionista que conozco, de no más de 30 años. La mayor belleza que me mostró fue un libro de poemas de Alberti cosido por él, escrito de puño y letra en distintos colores y con poesías rabiosas, malditas, herejes. Vi un libro de un gran poeta que además es el único ejemplar sobre la Tierra. El coleccionista no sabe el precio monetario, sabe del simbólico. En Buenos Aires, la supuesta ciudad furiosa, yo obtuve una calma que hacía años no vivía. No me hago el esnob ni el desentendido del resto de la ciudad o de los inequitativos accesos a la cultura.

¿Me enamoré de los fetiches? No sé. Mi cuerpo era el que estaba en paz, no mi cabeza maquinante. Mientras tanto, toda la maquinaria social, toda, seguía su curso hacia al abismo. Y yo estoy otra vez en el engranaje.