La receta para La vida sexual de las gemelas siamesas, la última novela de Irvine Welsh, salta a la vista. Y demasiado claramente. También lo hace, hay que decirlo, la ejecución sólida y rendidora. Y entre lo formulaico y lo efectivo, entre el cliché y el entretenimiento bastante bien hecho, es que cabe ubicar este libro lleno de mierda, sudor y saliva, tan pensado para shockear como más o menos todo lo que ha escrito hasta la fecha este escocés de 59 años.

Podemos mirar Skagboys, la novela que Welsh publicó en 2012 (2014 en castellano); allí tenemos unas buenas 667 páginas con más de una docena de personajes relevantes, otros tantos puntos de vista narrativos, voces claramente diferenciadas, enciclopedismo histórico y unas cuantas estrategias del arsenal de las novelas largas y con pretensiones de totales (está claro que con esa precuela de Trainspotting Welsh quiso ofrecer un retrato de Reino Unido a fines de la década de 1970; igual de claro está que lo logró). Esas páginas nos pueden servir para pensar, entonces, qué es lo que Welsh sabe hacer bien cuando quiere y hasta dónde llega su ambición. En La vida sexual… encontramos más bien un recorte en plan confort zone de esas ambiciones, una muestra mucho más discreta de recursos y, si bien aparece la ambición de recrear algo así como un Zeitgeist (el de Estados Unidos en la segunda década del siglo XXI, presentado en Miami), también se siente que todo fue dispuesto con trazos más bien burdos, apelando a clichés y diciéndole al lector lo que ya sabe.

Hay dos voces narrativas que, con recursos manidos y constantes apelaciones a lugares comunes, ensamblan dos personajes. Está Lucy, una personal trainer incapaz de sentir empatía, obsesiva, abusadora, un poco psycho y fascista, quien finalmente se nos revela como la triste víctima de un padre indiferente (y ahí van ya como cuatro clichés); y también está Lena, una gordita presentada de entrada como triste y patética, químicamente libre de autoestima y que, a medida que avanza la trama, resulta que también es víctima de una educación alienante pero que, detrás de su aspecto lastimoso, tiene mucho que dar al mundo mediante su arte y esconde fortalezas mayores que las de su contrapartida Lucy (y acá ya se rompió el clichémetro).

No hay mucho más que eso. La novela sigue la esperada curva de cambio (“evolución”) de las protagonistas, las presenta lo más claramente que puede con el alto contraste de sus voces narrativas, las hace interactuar (caca, vómito, pichí y mocos mediante) y, hacia el desenlace, Sancho asancha al Quijote y el Quijote aquijota a Sancho. El final se puede describir como “feliz” (o feliz al 95%), y se cierra el libro para guardarlo por ahí.

Pero es que, en realidad, no hay mucho más que pedirle. En última instancia, página tras página, termina siendo una novela divertida. A Welsh se le da maravillosamente bien el humor grotesco, y cuando lo articula en las peculiaridades del habla de sus personajes funciona aun mejor (incluso en las generalmente horribles traducciones de Anagrama). Es difícil leerla sin reírse, y también hay un par de escenas especialmente repugnantes, algo así como lo-que-todos-los-fans-esperan de un libro de Welsh. Es decir, caca, pichí, vómito y mocos.

De hecho, la novela es extrañamente redonda, casi como si finalmente se acomodara en la memoria del lector como un cuento muy largo. Cabe pensar en una adaptación al cine, y a la primera objeción -que eso destruiría uno de los intereses del libro: el contraste entre las dos voces narrativas, tan bien diferenciadas- se puede contestar que, en realidad, la trama termina siendo mucho más interesante que su exposición a dos voces, porque la construcción misma de esas voces -la manera en que Welsh las hizo tan diferenciables- no es interesante en sí misma y, por tanto, no se perdería gran cosa. El truco es simple: la personal trainer narra como si padeciera el síndrome de Tourette y la gordita es todo lo contrario: tímida, gentil, medida. Muchas sutilezas podrían diferenciar voces; Welsh va a lo más burdo y él mismo parece darse cuenta, porque intercala aquí y allá quiebres de esa estructura: e-mails de varios personajes, mayoritariamente, y también reseñas de las obras de arte de Lena. A la vez, como parte de la escenografía de Miami en los años 2010, va construyendo una historia paralela y análoga, la de dos siamesas que desean separarse quirúrgicamente, con riesgo de vida para una de ellas. Pero esa historia termina siendo demasiado análoga; se parece tanto y tan claramente a la Lena y Lucy que acaba por ser superflua y hasta molesta, por lo obvia y predecible (nota al margen: para novelas sobre siameses o algo parecido, la que hay que leer es Bang Bang, en el original Brothers of the Head -1977-, de Brian Aldiss).

Welsh escribió dos novelas más después de esta, aún no traducidas. Como admirador de buena parte de su producción, no las voy a dejar pasar llegado el momento, pero se me ocurre ahora que quizá en su obra se pueden distinguir las novelas ambiciosas y ricas -Trainspotting, Porno, Skagboys, más jugadas, más comprometidas con un proyecto narrativo interesante- de las de ocasión, las hechas en piloto automático, las olvidables. Y La vida sexual de las gemelas siamesas, con todo lo divertida que pueda resultar, es de estas últimas.