Se ha vuelto un lugar común en los análisis sobre la coyuntura de América Latina y el Caribe clasificar las experiencias de gobiernos de izquierda en dos grupos o categorías: regímenes de izquierda moderada o “socialdemócrata” y regímenes de izquierda radical o “populista”. En el Cono Sur, el primer grupo estaría integrado por Brasil, Chile (bajo la Concertación) y Uruguay; mientras que la segunda categoría la representarían Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela. En el plano de las retóricas discursivas y de la presencia o no de estructuras partidarias de sostén consolidadas en el tiempo, este corte puede contar con bases sólidas. Sin embargo, no refleja diferencias en las políticas económicas y sociales de los años recientes.

Propongo una mirada sumaria sobre las características de las políticas fiscales y monetarias, la inversión pública, los sistemas tributarios y las políticas sociales, de donde emergen patrones de cercanía bastante diferentes de los que emergen con la taxonomía moderado-radical o socialdemócrata-populista con que suele simplificarse la discusión.1

En el manejo macroeconómico, las diferencias han sido importantes y la clasificación de los regímenes recientes, muy poco útil. Bolivia y Ecuador han mantenido una importante disciplina fiscal y monetaria, consolidando un equilibrio de las cuentas públicas. Ecuador definió por ley una regla presupuestal que evita financiar gastos corrientes con ingresos contingentes y reserva los ingresos extraordinarios -provenientes fundamentalmente del petróleo- para financiar inversión pública. Uruguay se encuentra en una situación similar, con un déficit fiscal manejable, pero con dificultades para consolidar resultados agregados adecuados ante un enlentecimiento importante de actividad. Brasil, cuya situación fiscal se fue deteriorando, no fue capaz de implementar medidas capaces de revertirla, con un déficit actual de casi 10% del Producto Interno Bruto (PIB). Venezuela presenta desequilibrios macroeconómicos múltiples y críticos. Argentina fue comprometida adicionalmente por la opacidad en el manejo de la información sobre las estadísticas públicas.

No obstante, las debilidades estructurales de la región, fundamentalmente asociadas a la estructura productiva y su patrón de comercio exterior, configuran un escenario de fuerte vulnerabilidad, donde la desaceleración del crecimiento y la caída de los términos de intercambio producen deterioros de las cuentas públicas. Déficit y acumulación de deuda es una consecuencia natural de las políticas anticíclicas. El problema es su magnitud y el “pulmón” de los Estados para sostener la actividad económica.

Una situación fiscal delicada es un problema político, no sólo económico: condiciona la capacidad para intervenir ante situaciones adversas, puesto que un mayor incremento del déficit que arroje dudas sobre la sustentabilidad de las cuentas públicas acota los horizontes de planificación, impone riesgos sistémicos y desplaza la agenda de políticas desde los cambios hacia la gestión de los desequilibrios inflacionarios y de las cuentas públicas que eviten la emergencia de crisis económicas y sociales.

Nuevamente, Bolivia es un caso paradigmático en sentido inverso y poco señalado en el debate público. Alcanzó un superávit fiscal persistente entre 2006 y 2014, y ahora es capaz de utilizar la inversión pública para contrarrestar la reversión del ciclo. Dani Rodrik, economista especializado en temas de desarrollo, señala a Bolivia como ejemplo de que la inversión pública adquiere preponderancia como palanca para el desarrollo. El manejo fiscal y la decisión política de expandir los gastos de capital del Estado (que treparon de 3% a 15% en la era Morales) le permiten a Bolivia ser uno de los pocos países que lograron preservar el crecimiento económico (4% en 2015, de los mayores de la región) al revertirse el ciclo. Un incremento similar de la inversión pública registra Ecuador. Manejos fiscales adecuados permitieron ubicar al Estado como motor central de la economía con un fuerte cambio estructural en el comportamiento de la inversión pública, valor caro para la izquierda. Los efectos sobre el desarrollo económico de largo plazo, que dependerán de la calidad de la inversión, no sólo de su magnitud, recién se percibirán en unos años.

El autor

Rodrigo Arim es decano de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República.

Las cuentas públicas no son neutras. La forma en que el Estado recauda recursos y asigna gastos es un componente de identidad política de la izquierda. Así, los sistemas tributarios son mecanismos redistributivos por excelencia, a la vez que definen estructuras de incentivos específicas para la asignación de recursos. Argentina, Brasil y Uruguay cuentan con una importante presión fiscal, por lo que el desafío se centra menos en la recaudación y más en el efecto distributivo global. Las cuentas públicas de Ecuador, Bolivia y Venezuela descansaban fundamentalmente en los ingresos provenientes de la minería, con una debilidad estructural del Estado para recaudar impuestos. El desafío era reducir la dependencia de la financiación pública de las actividades extractivas, una agenda que los gobiernos anteriores se negaron a recorrer.

Mientras que Uruguay incorpora una reforma tributaria general con un sesgo progresivo, en Argentina y Brasil no se encuentran reformas estructurales parecidas, con excepción de las retenciones a las exportaciones, fácilmente revertibles. Ecuador y Bolivia introdujeron reformas de porte que incrementaron la recaudación tributaria: de menos de 15% del PIB a comienzos del siglo a cerca de 20% en 2015. Estas reformas alcanzan mayores niveles de recaudación y son progresivas, aunque su efecto redistributivo es acotado.

Hay clara priorización del gasto social; en particular, del gasto en salud, educación y protección social. La diferencia radica en las características de los programas y su grado de institucionalización. Venezuela hizo descansar buena parte de las políticas sociales en aparatos paraestatales, asociados a la fuerza política en el gobierno. En Argentina se observa una situación intermedia, con programas altamente institucionalizados -educación, salud, seguridad social contributiva, asignaciones familiares- y otros administrados directamente por organizaciones sociales. Uruguay y Brasil registran niveles altos de institucionalización: el Estado administra la totalidad de los programas relevantes.

La distribución del gasto no es sinónimo de logros. Su calidad, entendida como eficiencia en el diseño de programas adecuados a los objetivos, es un tema central. Juzgar esta dimensión es complejo, y aún es temprano para hacerlo. El mayor gasto educativo puede traducirse en cambios de paradigmas o en saltos discretos que mejoren acceso y calidad en cada nivel de enseñanza, pero sus efectos sobre la estructura productiva -no existe cambio en la matriz productiva sin un fuerte incremento del potencial creativo y productivo de los ciudadanos- y el bienestar comenzarán a visualizarse en algunos años.

Políticas de transferencias, reformas tributarias y reformas laborales explican una parte importante de la caída reciente de la desigualdad. Otra parte se debe a condiciones específicas provenientes del mercado: la producción de bienes primarios, que impulsaron el crecimiento, son intensivos en trabajo no calificado, lo que se traduce en un incremento más que proporcional de los salarios percibidos por lo tramos inferiores de la distribución salarial. Sin embargo, es importante reconocer que la política se encuentra detrás de la reducción de la desigualdad, en una región que no logró mejoras significativas en este plano en la última mitad del siglo XX.

Una agenda para el futuro

La institucionalización de los cambios de las políticas públicas es lo que puede dar cuenta de su permanencia o transitoriedad. Reglas de juego conocidas, en las que el acceso a los beneficios de las políticas públicas es anónimo y no depende de vínculos paraestatales o redes de influencia, brindan estabilidad a las políticas; de lo contrario, cambios en la composición del núcleo de poder revierten cualquier reforma. Generar nuevas reglas de juego -eso son las instituciones- y dotarlas de estabilidad ante cambios políticos es una seña de identidad de la profundidad de los cambios.

Elevar el problema del manejo macroeconómico a un nivel de principios es un error. Es un instrumento, aunque clave para habilitar una agenda de cambios profundos y duraderos. Despreciar su importancia instrumental conlleva retrocesos sistemáticos: provoca que la veleta de la política vuelva sobre el problema de la estabilización y se desplacen al cambio estructural y la igualdad.

El crecimiento económico es un ingrediente clave del desarrollo, sin el cual los canales para promover el bienestar social se acotan profundamente. La imagen de un Estado bucólico donde se distribuyen los activos igualitariamente se parece a algunas de las utopías socialistas del siglo XIX, pero, como el propio Karl Marx observaba, estas carecían de bases materiales y sociales. La economía capitalista tal como la conocemos es inviable, no en el largo plazo, sino para las próximas generaciones. Pero la emergencia de la agenda medioambiental no es una alerta contra el crecimiento, sino contra este tipo de crecimiento. No existirá crecimiento salvo que el Estado muestre su musculatura para dirigir el proceso de acumulación y el cambio tecnológico. La respuesta está en la política: el interés privado debe ser subsumido a la necesidad pública.

La agenda de la igualdad y el cambio productivo deben ser las señales de identidad distintivas de una política de izquierda. Un acceso equitativo a los activos productivos y humanos es un requisito para avanzar en equidad; como lo es también el fomento de cambios en el entramado productivo que generalicen el acceso a puestos de trabajo más productivos.

Algunos sectores progresistas visualizan los cambios realizados en los sistemas tributarios como un punto de llegada, como un nuevo statu quo que no requiere más elaboración. No hay ni teoría económica ni evidencia empírica que sostengan esta postura. En la región más desigual del mundo, donde 1% de la población más rica se apropia entre 14% (Uruguay) y 20% (Colombia) del total del ingreso nacional, el sesgo distributivo de la tributación debe aumentar su incidencia sobre la riqueza (impuestos al patrimonio y a las herencias) y el tramo superior de la distribución. Las buenas noticias provienen de afuera: hay una creciente masa crítica a nivel académico que propugna reincorporar esta dimensión en la discusión de las políticas públicas.2

En otros casos, las áreas de acción se complejizan por el propio vínculo que la izquierda tiene con distintos sectores que operan en la arena política. La educación y la seguridad social son dos ejemplos. Introducir cambios radicales que impulsen el acceso a los dispositivos de protección social a lo largo de la vida y a la educación desde una perspectiva universalista, y mejoren su calidad, se encuentra en el corazón programático de la izquierda. Hacerlo viable no es sencillo y las coaliciones que restringen o bloquean cambios no son sólo externas.

Los gobiernos de izquierda han mostrado mayores debilidades en los esfuerzos para transformar la estructura productiva, que continúa dependiendo marcadamente de bienes primarios que determinan una inserción internacional vulnerable. Cambios en esta dimensión no son sencillos. No es un problema de “voluntad política”. Requieren el fomento a la innovación y el cambio tecnológico, procesos para los que la política pública debe generar incentivos claros. Pero también se precisa una apuesta decidida a la educación de calidad. Los avances en esta dimensión no son muy alentadores -quizá la excepción sea Ecuador-, y, sin una alteración decidida en este plano, el cambio en la estructura productiva es una quimera.

Es probable que los efectos de estas políticas no sean transitorios. Los cambios en la protección social o las reformas tributarias han provocado efectos tangibles en términos de equidad y asegurado el acceso a ciertos estándares mínimos de vida a significativos sectores de la sociedad. Sin embargo, la agenda no puede asociarse simplemente a conservar lo logrado. La izquierda en la región requiere una discusión programática profunda, que ubique e identifique, con claridad y sin dogmatismos, dónde se encuentran las claves para promover el desarrollo sustentable y la igualdad.

  1. Áreas relevantes no incluidas son las políticas laborales y las políticas de innovación y tecnología.

  2. El libro de Anthony Atkinson Inequality, de 2015, es un excelente ejemplo.