Hay un capítulo de Los Simpson que es brillante. Resulta que Springfield se ve conmovida por un ladrón de guante blanco que entra a las casas por las noches y roba los bienes más preciados de sus ciudadanos. Sobre el final del capítulo lo atrapan, pero el hombre muestra sus manos y están limpias. No hay pista alguna acerca de dónde escondió el tesoro reunido a lo largo de una vida de fechorías. A Homero, Gorgory y otros lumpemprendedores se les hace agua la boca pensando en la posibilidad de quedarse con el botín. Entonces comienzan a juguetear con el ladrón, esperando que les diga dónde lo escondió. Indirecta va, indirecta viene, el ladrón les termina confesando dónde deben cavar si quieren hacerse ricos. El pueblo entero sale hacia allí picando. Cuando encuentran el sitio, los emprendedores se desloman tarde y noche, a pico y pala, en busca del tesoro. Llega un punto, avanzada la madrugada, en el que dan con un cofre, pero adentro sólo hay una nota, en la que el ladrón les avisa que no sigan cavando, que no existe tal tesoro y que aprovechó su ausencia para escaparse de la cárcel. Todos se miran a los ojos. Luego, miran a su alrededor y se dan cuenta de que han cavado tan profundo que ya no pueden volver atrás. No se puede escalar el pozo, y no hay nadie arriba que les tire una cuerda. Alguien pregunta: “¿Qué hacemos?”. Y Homero responde: “Pues seguir cavando”. La salida, el futuro, está más abajo.

Esta historia tiene algo en común con la modernidad, ese mundo habitado por personitas -nosotros- que viven su vida imaginando la vida que van a vivir algún día (si alguien le dijo que vivimos en la posmodernidad o en la pos alguna otra cosa, es mentira; que no lo engañen, querido lector). Por otro lado, ese sueño de la modernidad siempre ha convivido con una idea en apariencia contradictoria, pero que en el fondo está alimentada por la misma esperanza: la idea de que lo mejor ya nos pasó y de que para salir del atolladero de la sociedad contemporánea -sea cual sea esa contemporaneidad- debemos volver hacia atrás, a las raíces. Debemos cavar y, si no encontramos nada, seguir cavando. Hay una utopía en el pasado: la de los conservadores.

La idea de que lo mejor que nos puede pasar como sociedad está atrás y de que el presente es una pendiente cada vez más empinada hacia el abismo es la de los decadentes. Según ellos, la decadencia tiene varias aristas, pero aquí voy a centrarme en las tres más famosas: la decadencia moral, la decadencia cultural y la decadencia política.

La fuerza de los decadentes radica en la idea de que antes las cosas no eran así. Esa idea a veces es explícita, pero en muchas ocasiones se esconde bajo la fórmula de presentar como novedades asuntos que no lo son absoluto, sugiriendo -pero no diciendo- que antes no pasaban. Es la fórmula del estilo “hoy vivimos en el colmo de la corrupción y la bajeza”. El pasado no se nombra, pero igual nos hace sombra.

¿Es verdad que esas cosas no pasaban? Hagamos un “Cuento de Navidad”. Viajemos en el tiempo y conversemos con los muertos.

1) La decadencia moral. No quería hablar con él porque es denso, de mala bebida y deprimente, pero el primero que me agarra es Enrique Santos Discépolo. Si bien tiene la amplitud de miras como para saber que el mundo fue y será una porquería, está convencido de que su época -1934- es la peor: un despliegue de maldad insolente, un revoltijo de merengue, barro y manoseos en el que se han perdido las jerarquías que separan a los profesores de los burros, a los generosos de los estafadores y a los buenos señores de los delincuentes. ¡Cuánto pichaje, Enrique! El siglo XX, para él, es un “Cambalache”, un puesto no muy ordenado y pulcro en la feria de Tristán Narvaja.

Pero vayamos más atrás. A fines del siglo XIX Buenos Aires cambiaba a gran velocidad. La piqueta fatal del progreso derribaba castillos Pittamiglios y edificios de Assimakos todos los días, la ciudad se poblaba de inmigrantes pobres que sacaban la tarjeta Oca a sola firma, y en los colegios “bien” había que aguantar a los hijos de cualquier pelagatos que había hecho plata fraccionando terrenos. Una situación terrible, que así describía mi amigo Miguel Cané en su Prosa ligera, de 1903: “Llegado a la plaza de la Victoria, uno se encuentra con que todos los aspectos de su infancia se han transformado. La torre del Cabildo desaparecida. ¿Dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes? El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor”. Usted me dirá: “Nene, son argentinos que viven tiempos de crisis; obvio que van a dramatizar”. Entonces volvamos a Uruguay por un segundo y conversemos con una voz más que autorizada en lo que a decadencia moral se refiere: el periodismo deportivo. En abril de 1949 los futbolistas uruguayos estaban en huelga y, por eso, rechazaron jugar por la selección en el campeonato sudamericano que se jugaba en Brasil. Esos tipos que declinaron ponerse la celeste -los mismos que un año después protagonizarían la mayor gesta deportiva de nuestra historia- fueron descritos por el diario Acción con las siguientes palabras, el 19 de abril: “Los jugadores actuales no parecen animados del espíritu que impulsaba a los viejos campeones, tal como si en estas actividades del deporte se observara también el cambio fundamental que se puede apreciar entre nuestros jóvenes de hoy y nuestros jóvenes de ayer, en casi todas las actividades sociales. La prodigación en el esfuerzo, el desinterés, los sentimientos de adhesión absoluta hacia la causa del deporte, han sido reemplazados por sentimientos más prácticos que quienes pertenecemos a otras generaciones no acertamos a admitir”. El concepto de ni-ni no se había inventado.

2) Decadencia cultural. ¿Por dónde arrancar? Me limitaré a la música. En los años 20 del siglo pasado, Herman Hesse escribió un libro bello y duro que se llama El lobo estepario. El protagonista es un intelectual que lleva una vida social complicada y tiene un gusto especial por la autoeliminación. En un pasaje se la agarra con lo que para un alemán culto y refinado de su tiempo sería lo que para nosotros Rombai: el jazz. Y tomando la parte por el todo, lo usa para describir la podrida cultura contemporánea: “Era música decadentista. En la Roma de los últimos emperadores tuvo que haber música parecida. Naturalmente que comparada con Bach y con Mozart y con música verdadera, era una porquería... pero esto mismo era todo nuestro arte, todo nuestro pensamiento, toda nuestra aparente cultura, si la comparamos con cultura auténtica. ¿Éramos nosotros, los viejos conocedores del mundo antiguo, de la antigua música verdadera, de la antigua poesía legítima, éramos nosotros únicamente una exigua y necia minoría de complicados neuróticos que mañana seríamos olvidados y puestos en ridículo? Lo que llamábamos ‘cultura’, espíritu, alma, lo que teníamos por bello y por sagrado, ¿era todo un fantasma no más, muerto hace tiempo y tenido por auténtico y vivo todavía solamente por un par de locos como nosotros? ¿Acaso no había sido auténtico nunca? ¿Habrá podido ser siempre una quimera y sólo una quimera eso por lo que tanto nos afanamos nosotros los locos?”.

Dejen el pico y la pala, advierte Herman; allá abajo no hay tesoro ni salida.

3) Decadencia política. No hay tiempo. El editor me corre. En 1939, dos dictadores europeos de peculiar bigote pactaron el reparto del mundo. Alberto Zum Felde, crack de los filósofos del Uruguay ilustrado, vio que todo se venía a pique y sintió la necesidad de explicar lo que interpretaba como el ocaso de la democracia, y así se llama el libro que escribió para dar cuenta de ello. Confesó su decepción cual si fuera el hijo posmo de un bolche arrepentido: “Nada ha sucedido como lo pensáramos. Ni la ciencia, ni el maquinismo, ni la democracia, ni la ilustración han respondido a la fe que nuestros padres pusieron en ellos. Todos los valores positivos de la civilización actual han burlado los ideales del hombre racionalista de nuestros tiempos; y juzgados por sus efectos, en relación con aquellos ideales, aparecen como falsos valores”. Como estaba aggiornado a su tiempo y había leído -supongo- a Theodor Adorno y Max Horkheimer, le echó la culpa a la maquinaria medios-masa: “El pueblo es un elemento intelectualmente infantil, y refleja la opinión que los dirigentes proyectan sobre él, mediante la propagada”. Y remata: “Otra ilusión del optimismo democrático: el vulgo analfabeto y convencionalmente instruido no hace sino repetir los tópicos que le han enseñado, no piensa por sí mismo, sino por sus mentores; tiene la opinión del diario que lee todos los días; está moldeado por la técnica de la propaganda”.

¿Tenía razón toda esta gente? Capaz que sí. Pero el hecho es que si la tenían, nada más tiene sentido. No hay práctica política posible si el sujeto a emancipar es y siempre ha sido inmoral e idiota, porque solo un sentido grandilocuente de nosotros mismos puede hacernos creer que dejará de serlo luego de pasar por nuestro consultorio. Es necesario asumir que ese sujeto posee algún tipo de racionalidad independiente, acorde a sus deseos y previo a nuestra ilustrada labor educativa. Si cada día despertamos en un mundo peor que el de ayer, ¿por qué las cosas habrían de mejorar?; ¿qué sentido tiene la crítica?; ¿qué sentido tiene cualquier cosa? No se trata de caer en el relativismo bobo de argumentar que cada quién se arma de sus valores e ideas y que no hay mejores ni peores, sino diferentes. No se trata de sugerir que Rombai es el jazz del mañana, pero sí de ser un poco más humildes, de aceptar que tal vez estén sucediendo cosas que no entendemos y que exigen el esfuerzo de desarmar y de rearmar nuestra crítica; se trata de asumir que no somos los primeros en hacernos esas preguntas, de ser pacientes, de aprender a mirar el bosque o de tener un poco de fe en la humanidad.

Yo admiro a los que hacen política -no a todos, pero con unos pocos se salva la petisa-, en primer lugar, por la misma razón que a los guitarristas: hacen algo de lo que soy incapaz. Y después, porque saben todo esto que les dije pero no se quejan: elaboran a partir del desencanto.