En estos días circula en las redes sociales una nota publicada hace un mes por el diario argentino La Nación en la que se cuenta la historia del gesto de una profesora de geografía que aprobó a una alumna que “no sabía nada”. Brevemente, la estrategia de la docente consistió en aprovechar los conocimientos que la chica tenía por su propia experiencia (los detalles de la producción de frutillas en los agronegocios de la Sierra de los Padres, en la provincia de Buenos Aires; las condiciones de vida de los trabajadores bolivianos y las diferencias con los argentinos) para permitirle sortear el obstáculo de una materia de la que no sabía nada y que necesitaba aprobar para pasar de año. La historia es verdaderamente conmovedora y deja varias moralejas. La primera, que toda persona es portadora de saberes que pueden ser jerarquizados y valorados aunque no se amolden a los rígidos formatos institucionales. La segunda, que la buena voluntad y la empatía de los docentes pueden hacer mucho más por los alumnos que la fría currícula académica. La tercera, que se desprende de las anteriores, que si todos ponemos lo mejor de nosotros, el mundo puede ser un lugar mucho mejor.

En el mismo sentido que esta aleccionadora historia funciona una viñeta que pretende ilustrar la diferencia entre igualdad y equidad: tres personas de distinta estatura (¿niños?) tratan de ver, parados sobre cajones del mismo tamaño, algo que ocurre al otro lado del muro de un estadio cerrado. Como los cajones son iguales pero las personas son distintas, sólo uno de ellos consigue ver con comodidad lo que hay del otro lado; el del medio a duras penas asoma la cabeza, y el más chiquito queda con la ñata contra la pared. La solución que propone la equidad es repartir los cajones con distinto criterio: en lugar de darle uno a cada uno (como, se supone, propondría la igualdad), se le quita el cajón al más alto para sumarlo al cajón del más pequeño, de tal manera que los tres quedan, como el del medio, con el muro a la altura del cuello. Finalmente, la solución es simple y todos pueden ver, sin grandes comodidades pero en forma pareja, lo que pasa del otro lado del muro. La moraleja, en este caso, parecería comparable al segundo hemistiquio del enunciado marxista que dice “de cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”, y, en ese sentido, es irreprochable. Lo malo es que oculta algo fundamental: deberíamos tirar el muro. Deberíamos aspirar a dar cumplimiento, también, a la primera mitad del enunciado (la que exige de cada cual según su capacidad), porque esa es la única manera de asegurar que no nos pasaremos la vida apilando cajones para que los petisos de la historia puedan vislumbrar el luminoso mundo de los que están del lado de adentro del muro.

El recurso de la profesora de geografía que adaptó el examen a los conocimientos de una alumna evidentemente desfavorecida por el sistema es comparable a la solución de los dos cajones para el más bajito: una forma sensata y sensible de reparar una injusticia original y evitar castigar a alguien que ya venía suficientemente castigado. Pero lo cierto es que la niña de la historia no agregó conocimientos nuevos a partir de su experiencia educativa (excepto, claro, el nada menor de saber que sus propios conocimientos también valen) aunque haya, de todos modos, aprobado el año. La enseñanza no le dio lo que debía darle, y la compensación que la mantiene en carrera no puede suplir esa falta.

Una consecuencia del llamado “fin de los grandes relatos” fue, precisamente, el de dejarnos en una posición de constante incertidumbre respecto de lo que podemos pensar y hacer colectivamente. Creció -estimulada por la vieja ideología conservadora transmutada en nueva filosofía posideológica- la idea de que cada uno es responsable de lo que le toca, y ese principio, que tanto sirve para pontificar sobre innovación, liderazgo y emprendedurismo como para retirar culpas sociales de la exclusión y la miseria, alcanza también a lo que podemos hacer por los demás. Cada uno, decimos, hace lo que puede con su presupuesto. Si no puedo cambiar el sistema, puedo, por lo menos, hacer lo que esté a mi alcance para compensar algunos daños. Puedo donar dos pesos a la salida del súper, puedo no tirar basura a la calle, puedo darle una mano a una niña que no pudo estudiar para que igual salve el año, puedo poner dos cajoncitos debajo de los pies de alguien demasiado pequeño para asomarse por sobre un muro. Es, modestamente, lo que está en mis manos. Sin embargo, no es verdad que sólo podamos hacer eso, y mucho menos es verdad que hacer eso excluya la posibilidad (el deber) de hacer otras cosas.

Estos últimos tiempos vienen mostrando, aceleradamente, que la lucha de clases sólo está muerta en el discurso. Que los privilegiados siguen en guerra con los más jodidos, que no quieren mezclarse con ellos ni reconocerles los más mínimos derechos (no sé si vale la pena traer a colación, una vez más, el penoso incidente de la señora rica que no pudo garronear media entrada de cine por falta de una tarjeta “para mucamas”), que están decididos a arrasar con cualquier plan social (con cualquier cajoncito) al grito de “sinceremos la economía”, que no van a vacilar en usar las herramientas jurídicas, mediáticas o políticas que tengan a mano para conservar su posición de poder y mantener a raya a los advenedizos que quieren colarse a la fiesta. La lucha de clases existe y es despiadada, y nos encuentra discutiendo el derecho a fotocopiar libros o bajar películas sin detenernos un minuto a reflexionar sobre la propiedad en general, sobre su pecado de origen (¿en qué legalidad se funda la propiedad de cualquier pedazo de tierra?), sobre la cadena de injusticias derivadas de ese daño original.

Dilma Rousseff acaba de ser sacada del gobierno de Brasil por intereses poderosísimos que encarnan lo más rancio de la estructura de propiedad y explotación. Varios aliados circunstanciales se le dieron vuelta y más de un oportunista se ve ya libre de las investigaciones que podrían probar sus manejos corruptos y desenfadados. En los años que estuvo en el gobierno, el Partido de los Trabajadores amontonó cajoncitos, pero no golpeó, como podría haberlo hecho, los privilegios de los más poderosos. Y aunque incluyó a los más pobres en el circuito de consumo, no tiró los muros que los mantenían separados de los ricos. No cambió la vieja receta que recomienda agrandar la torta para que caigan más migas. No tomó de cada cual según su capacidad, y sin eso no se puede dar a cada cual según su necesidad por mucho tiempo.

Uruguay transita el tercer gobierno de izquierda de su historia, y atraviesa, por primera vez desde el primero, una crisis global que afecta su economía. Los encargados de gestionar los recursos advierten del peligro de tensar la piola, agitan las sábanas del fantasma del desempleo y recomiendan prudencia (¿cuándo no recomendaron prudencia?) a la hora de hacer reclamos. No se anuncian, por el momento, recortes en los cajoncitos (aunque podrían tomarse como tales varios avisos de control de las cuentas públicas), pero se llama a un diálogo social lleno de invocaciones al trabajo y a la responsabilidad, con palabras clave como “productividad”, “flexibilidad” y “compromiso”. En el menú discursivo no hay nada que llame a la movilización por más justicia o menos explotación. Nadie nos está hablando de tirar el muro, aunque es cada vez más evidente que los que lo levantaron están más fuertes y nos tienen rodeados. Hay que volver a hablar de ciertas cosas.