Uno de los grandes misterios que atormentan al televidente uruguayo cuando se enfrenta a la televisión abierta en horario de la tarde tiene que ver con la extraña oferta de una empresa comercializadora de productos de limpieza que promete, con cada compra de un stock completo de sus artículos, un regalo que puede consistir, dependiendo de la semana, en dos smartphones, dos hornos de microondas o dos muebles (de hogar o de oficina). Cuesta entender la razonabilidad de comprar en cuotas artículos de limpieza para todo el año (pagándolos, claro está, también a lo largo del año) para obtener el insólito beneficio de dos electrodomésticos (o dos muebles, o dos dispositivos) completamente gratis. Algo semejante ocurría hasta no hace mucho con un ofertón anunciado por una casa que vendía ciclomotores y daba préstamos a sola firma: el audaz que se metía en un préstamo a pagar en 36 cuotas (tres años) podía llevarse de regalo un televisor de última generación. Hasta daban ganas de endeudarse sólo por la satisfacción de salir por la puerta llevando un enorme televisor obtenido totalmente de arriba.

Casi todo lo que hacemos, desde sacar créditos hasta comprar detergente o abonar las facturas en un local de pagos, tiene su correlato en beneficios, puntos, millas, cupones o regalos, a tal punto que somos capaces de soportar un dolor durante varios días para esperar al jueves de descuentos en tal o cual farmacia. Hemos incorporado esa lógica oportunista impuesta por el marketing y ya no hay marcha atrás. Pero sería ingenuo pensar que sólo los pelagatos como uno se dejan arrastrar por esa corriente ventajera.

La grabación de una conversación entre una señora pituca y una muchacha empleada de un call center, que circuló en las redes sociales hace pocos días, dejó bien claro que también las personas pudientes se toman la molestia de estudiar meticulosamente los planes promocionales de esto o aquello, para garronear el máximo posible. Algunos dirían, incluso, que son especialmente las personas ricas las que se apresuran a investigar los atajos que hacen más fácil y más barata la vida (y si no me creen, pregúntense cuántas veces vieron a las cámaras empresariales pedir subsidios para poder hacer frente a los perjuicios que les causan la sequía o las inundaciones, y luego traten de recordar si alguna vez vieron a un obrero de la construcción pidiendo que no se le cobren las tarifas de los servicios públicos luego de que un prolongado período de lluvias lo dejó sin cobrar varios jornales).

Días atrás, en estas mismas páginas, y a propósito de la conversación entre la señora pudiente y la muchacha trabajadora, Guillermo Lamolle se compadecía de la escasa instrucción cívica de los ricos, siempre olvidados por los planes sociales y abandonados a su suerte, obligados a mantener y reproducir sus propios valores sin que ninguna institución les proporcione un marco ético (ver “Una cuestión de educación”).

Bromas aparte, la lógica de la ventaja, la oportunidad y el sálvese quien pueda ya está instalada y no parece que podamos frenarla. Hay una percepción de legitimidad en la búsqueda de beneficios que nos permitan eludir las obligaciones que rigen para la mayoría o cubrirnos de los chaparrones que caen, democráticamente, sobre todas las cabezas. A tal punto aceptamos esa lógica que nadie pareció sorprenderse cuando, por ejemplo, el director del Plan Ceibal, Miguel Brechner, dijo que la sociedad offshore que tiene registrada en las IslasVírgenes Británicas fue abierta en 2002 como un trust fund para asegurar el futuro de sus hijos. Nada más normal que pensar en el futuro de la propia descendencia, pero algo chocante si quien lo hace (y, para eso, invierte en paraísos fiscales o compañías extranjeras) es una persona cercana al gobierno de un país que se jacta de ofrecer a todos sus ciudadanos servicios de salud y educación gratuitos.

Un extrañamiento similar producía, hace años, un aviso publicitario del Banco de Seguros del Estado que invitaba a las parejas jóvenes a ahorrar “para la educación de los chicos”, como si la educación no estuviera garantizada, desde el nivel inicial hasta el terciario, por la Constitución de la República. Da la impresión de que a la hora de velar por la familia no todos estamos dispuestos a confiar en la capacidad del Estado. El problema, en todo caso, es que algunos pueden buscar atajos, y otros no tanto.

Una publicidad de la empresa Chevrolet que los uruguayos podemos ver en la televisión por cable nos invita a imaginar que vivimos en una meritocracia: un mundo maravilloso en el que cada uno tiene lo que se merece; lo que se ha ganado con su legítimo esfuerzo y su compromiso constante. Es una idea que poco a poco también hemos ido aceptando. La de que nuestro bienestar y nuestra capacidad de disfrutar de lo bueno de la vida dependen enteramente de nuestro talento y nuestro trabajo, de tal modo que también lo malo que nos pasa (no poder pagar el alquiler, no poder comprarles zapatos a los nenes) es nuestra entera responsabilidad. Tan acostumbrados estamos a ese discurso como al que nos invita a aprovechar descuentones o a garronear entradas. Y allá vamos, soportando la culposa sensación de ser los únicos infelices que no pescan ni un caramelo de la piñata, mientras a nuestro alrededor suena a consigna hueca cualquier interpelación de clase o cualquier invocación de lo colectivo. Es una lástima, porque cuando las papas quemen no serán los que tienen atajos los que nos tiendan una mano.