Tanto no ha cambiado. Hace treinta y tantos años, cuando ya trabajaba, ya estudiaba, ya era padre, ya fotocopiaba mis currículums mecanografiados para salir a volantearlos por las redacciones de diarios y semanarios, parece que era igual.

Uno de esos lunes de verano, fotocopié una copia más de mis escasos saberes y entenderes, y vaya a saber por qué razón vencí vergüenzas y estilos: esa vez, en vez de dejar mis papelitos a la secretaria de marras, pedí con el jefe de Deportes. Aquella muchacha, que bien pudo haber sido la hoy brillante columnista Soledad Platero, hizo un par de combinaciones en aquella consola telefónica llena de teclitas de colores y me anunció que ya me atenderían. Era el diario La Hora, y quien bajaba por esas sólidas escaleras de fines del siglo XIX era Jorge Burgell. Me habré presentado, habremos conversado algo, y le entregué lo que había resuelto que iba a llevar, después de extensas cavilaciones durante todo el día anterior. No eran las flacas hojas manchadas de tonner berreta de mis currículums -esas también se las di-, sino unas cuatro o cinco hojas mecanografiadas de las que se pedían como “papel avión” -muy livianitas y casi transparentes-, en las que contaba lo sucedido en un partido entre Florida y Colonia, por el campeonato del Sur.

Como todos los veranos, la pelota andaba corriendo en aquellos santuarios del fútbol que enriquecían la luminosidad del pueblo con sus focos prendidos, tan ubicables como el campanario de la iglesia, y yo estaba ahí. Vi el partido, desandé el camino gozosamente hasta la casa de mi abuela, donde, en la frontera de la madrugada, me esperaba un suculento plato de comida cuidadosamente tapado con un plato hondo y envuelto en el mantel repasador, artilugio operativo precursor del microondas. Después de la tortilla, la milanga, los tomates, y la crema con vainilla, cacé la Olivetti Lettera de mi tío, fui para el escritorio y, con premeditación y alevosía, escribí aquella crónica sabiendo que había un nutrido público foco para aquel evento, pero fundamentalmente que algún medio de comunicación de aquellos que se denominaban “de alcance nacional” debía estar interesado, por compromiso periodístico, en difundir los aconteceres de un campeonato que interesaba a tanta gente.

Ahí estaba Jorge Burgell abriéndome la puerta para esa e innúmeras crónicas, dándome alas, criterio, respeto, sueños y obligaciones.

Escalera a mi cielo

Hoy, décadas después, vuelvo a ser aquel, ya sin vergüenzas, sin miedo, y subo la escalera de la diaria para entregar esta crónica que, como aquella vez, fue escrita con premeditación y alevosía, a sabiendas de que, cual vendedor de paraguas en el medio del diluvio, iba a encontrar público necesitado de mi ordinario pero, a la sazón, extraordinario producto.

La lógica del mercado es altamente perturbadora. Nos llevan de las narices. Nos explican que las empresas periodísticas son eso, empresas, pero no advierten que el periodismo no es una práctica empresarial, sino una necesidad social. La lógica empresarial ya ha barrido con todo y nos evita distinguir qué funciones e intereses debe tener un periodista o un medio de comunicación y qué intenciones de hacer más o menos plata y cooptar poder tiene la empresa.

No hace mucho, participé en un foro del portal digital Zona Mixta, en el que lateralmente -el tema central era “Medios y violencia: comprender para cambiar”- se trató ese tópico. La crónica de la mesa en Zona Mixta recoge esta preocupación y plantea el problema: “La tensión entre colocar temáticas novedosas pero con pocos receptores o reiterarse en transmitir información de fútbol o de básquetbol que asegura audiencia es uno de los desafíos en la construcción de la agenda informativa de los medios especializados”, pero asimismo nos deja conocer, casi como dato irreversible, lo que sucede en la cocina de la cosa, según el análisis de Ignacio de Boni: “A la hora de seleccionar contenidos, el criterio que prima es el comercial. Y está claro que así sea, porque los medios de comunicación son empresas, aunque nos sea más fácil entender que un supermercado lo es. En periodismo es obvio que Nacional y Peñarol van a acaparar los tiempos de cobertura, porque es lo que le interesa a la gente y esto equivale a más rating y, por tanto, a mejores contratos publicitarios para las empresas” (ver http://zonamixta.uy/comprender-para-cambiar/).

Es lo que hay en Plaza

Muchos sabemos que es así. Algunos quedamos doblegados tácitamente como receptores de más de lo mismo; otros parecemos destinados a la derrota imperecedera, dando la batalla desde adentro. Unos lo tomamos como bueno; otros lo tomamos como malo.

No hace tantos años, un canal de televisión uruguayo exportó un gerente de noticias de Argentina que impuso su teórica lógica de mercado: “Lo que la gente quiere ver es sangre”. No era nuevo. Un siglo atrás, los diarios ingleses multiplicaron exponencialmente sus ventas con el índice de la revolución industrial, mediante la recreación, invención e investigación de crímenes en Londres, Liverpool, Birmingham o Leeds.

¿Acaso le damos a la gente lo que quiere leer, ver o escuchar? Sospecho que no. En eso se basan mi premeditación y alevosía para demostrar que no vale apoyarse en “lo que quiere la gente” -excusa para vender más, para asegurar mayor retorno publicitario a aquellos que avisan- cuando el orden natural de la información y la opinión va de la mano de la jerarquización natural y necesaria de lo noticiable, circunscrito al ámbito común de los receptores -Uruguay- y la evolución de la competencia -el Torneo Clausura.

Termina el clásico -lindo, apasionante, movido- y juno el reloj, con la certeza de que casi nadie, por no decir nadie, irá a San José de Mayo, donde Plaza Colonia puede encaramarse otra vez, como lo ha hecho en casi la totalidad de los fines de semana de los últimos tres meses, como único líder del Clausura. El desprecio y el desdén con los que la prensa deportiva se ha acostumbrado a tratar a todo aquel club de fútbol uruguayo que no se llame Nacional o Peñarol se potencia en este caso con el histórico club de Colonia del Sacramento, el de la Plaza de Deportes, el casi centenario, el que ha transitado por todos los campos y desde 1999 está registrado en el fútbol profesional de la Asociación Uruguaya de Fútbol, pero que desde 1917, cuando apenas eran 5.000 en la ciudad fundada por los portugueses, anda con los colores de lo que fue la Comisión Nacional de Educación Física. “Pero mirá que puede quedar solo de nuevo”, me dice uno, y yo le contesto: “Tranquilo que no va nadie: ni un diario, ni un canal, ni una radio”. Y diga que lo pasan por televisión, que si no…

De cancha en cancha

Pispeo el reloj y sé que si cazo el Cotmi de menos cuarto, llego justo al Casto Martínez Laguarda, donde Plaza será visitante del no local Sud América. Mi crónica del puntero tendrá lugar jerárquico en cualquier lado, y si no comparte tapa, será contratapa, y si no, tal vez, porque hay que entender la lógica del mercado, convincente segunda noticia en los informativos, jerárquica página impar de diarios y publicaciones periódicas.

Puede parecer joda, pero es cierto: a ningún empresario periodístico le interesa Plaza aunque haya hecho un campañón, aunque sea el equipo de una ciudad de más de 25.000 habitantes, aunque tengan la alerta de Leicester en Inglaterra. La plata y los negocios, con su correlato narrativo como crónica deportiva, no saben de protocolos primarios, de ecuanimidad ni de justicia en el tratamiento de las cosas.

Hace frío en el Martínez Laguarda y casi no hay gente. Trato de apretarme en la inmensidad del cemento prefabricado entre unos locos soñadores que hicieron los 110 kilómetros que separan a la sede de la avenida General Flores en Colonia del estadio maragato. Sus paraguas sombrilla albiverdes los delatan, pero mucho más su seguridad en la esperanza que les brindan esos 11, 20 hombres, muchos de los cuales hace poco más de año y medio estaban últimos en la B y sin ganar. Esos muchachos -la mayoría de ellos colonienses, y el que no, lo suficientemente cercano como para ser considerado vecino- que se aprietan en un abrazo antes de empezar el partido, juramentándose, como siempre, dar todo y seguir con el sueño -que primero era andar bien, después salvarse del descenso, después terminar bien el campeonato y ahora, pero un ahora que ya tiene meses, tratar de salir campeones-, son el espíritu del deporte, de la democracia del fútbol. Y ahí están, aunque nadie les dé pelota, otra vez primeros y solos.

Su entrenador, un carpintero de la vecina Cardona, un ex futbolista de este y de otros campos, los aplaude con sus manazas, los estimula discretamente, usando sus manos como megáfono, y quiere abrazarlos, palmotearlos cuando llega el gol que los devuelve a la punta. Sus jugadores, los vecinos que pueden llegar en chiva o en scooter a la práctica, están firmes como rocas. Cuando les llega el momento de hablar para la televisión, contestan la pregunta retórica del que sostiene el micrófono y cuando los despiden, entre la vergüenza y el respeto, piden permiso para mandar saludos a su familia que los está mirando por televisión, para mi novia, para mi tía.

Ahí está Plaza, el que vino el año pasado de la B, el que desde el 6 de febrero sabe lo que es estar primero en la tabla, posición que ha ocupado la enorme mayoría de las semanas transcurridas hasta hoy. Ese es el pata blanca, el que se salvó del descenso, el que todos esperan que se caiga pero no se cae, el que juega donde tenga que jugar y cada fin de semana se sube al bondi de la ilusión, entre milanesas al pan, bananas y tangerinas.

Plaza de Colonia está primero, amigos, como lo ha estado durante casi todo el campeonato, y tiene todo para ser campeón. Y si no lo es en esta crónica, en la mía, lo será en las que vendrán.

Según la lógica empresarial, Plaza “no es lo que quiere la gente”. Plaza no es ni Peñarol ni Nacional. Para peor, viene de la B y es un equipo de canarios. En el horno. Tanto, que si les sale el campeón y les arruina “lo que la gente quiere”, capaz que improvisan un copy paste del equipo de Claudio Ranieri y le terminan llamando Square Colony.

Vamo' el pata, vamo'.