Era tarde en la noche. Madrugada ya. La lluvia finita, el frío, los faroles de la luz hamacándose por el viento. Son ocho las cuadras que separan la terminal de ómnibus de mi casa.

Fue recién en los últimos metros, en la praxis de sacar las llaves del bolsillo y ubicar en el manojo la que abre la puerta de la felicidad, cuando se me disparó un rápido ejercicio de autoanálisis y me di cuenta de lo que me estaba pasando. Fue varias horas después de que en la esquina de Montevideo con Canelones, en el estadio Campeón del Siglo, unas pocas centenas de colonienses, deportistas, hinchas, vecinos, padres, novias y bebés por venir, vivieron su momento de éxtasis deportivo, cuando el viejo club de la Plaza de Deportes de Colonia, el del profesor Alberto Suppici, el que se puso los colores de la entonces naciente Comisión Nacional de Educación Física, una de las más lindas hijas de don Pepe Batlle y Ordóñez, el de casi 100 años, alzó la copa de la dicha.

Fue en ese momento, en esa baldosa floja, en ese semáforo haciendo guiñadas amarillas, que me di cuenta, con satisfacción y vergüenza, con falsa modestia arrinconada, con goce de vida, con miedo a estar haciendo una apropiación indebida de felicidad, de que yo me sentí campeón.

Alto del piso

Era eso. Ser campeón sin nunca haber estado en una práctica, sin haber quedado registrado en ningún formulario, sin que a Eduardo Espinel se le hubiese ocurrido nunca considerarme ni como sobrestante en aquella obra en construcción permanente; yo me sentía campeón, y así iba, alto del piso, con el pecho inflado y pensando sin pensar en eso, en la gloria de esa gente que no era mi gente, pero que parecía ser la mía.

Unas horas antes, cuando pegadito al momento más glorioso salí al aire en el Informe Nacional de Radiodifusión Nacional del Uruguay, tuve una pista de que algo estaba pasando cuando sentí que, a pesar de mi seriedad y profesionalismo para encarar la tarea, se me quebraba la voz al noticiar que Plaza Colonia era campeón del Clausura. Mirá vos, recién me doy cuenta de que, además, es el primer club de la historia del fútbol uruguayo que es campeón en el profesionalismo absoluto de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), después de haber sido el más campeón en la liga de fútbol de su ciudad, Colonia del Sacramento, y de su departamento, Colonia, mientras participó en la Organización del Fútbol del Interior (OFI). Como se sabe, el gran Rocha Fútbol Club, el de Pedro Cardozo, el de los Patos González, el de la Negrita, que así se llamaba la vaca, el adelantado campeón del Apertura 2005, fue un club que se fundó para jugar en el profesionalismo, directo en la AUF, sin haber jugado nunca en la Liga de Rocha ni en la OFI.

Si me das a elegir

Aún hoy siento ese calorcito en el pecho, esa sensación de felicidad inconmensurable, como si hubiese corrido detrás del pizzero Alejandro Villoldo tras ejecutar el penal, como si hubiese ido a abrazarme con todos al final del partido, como si hubiese estado ahí en la tribuna, empapado de gloria y alegría, como si hubiese desandado el camino en la ruta 1 borracho de goce, empachado de sueños, como si me hubiese subido al camión y desde el mionca construir la afonía del “Dale, campeón”, por la entrada, por la Avenida Artigas, por General Flores.

Durante toda esta semana, el ex jugador, actual técnico, carpintero y siempre buen vecino de Cardona y Florencio Sánchez -ciudades a las que unen y separan las vías del tren, como a Colonia y Soriano- recibió en el viejo Parque Prandi a sus jugadores, como cada día desde hace casi 20 meses, cuando estaban últimos en la B, hasta el viernes, cuando sabían que estaban nada más que a horas del partido más importante de sus vidas. Les pidió entrenar con alegría para disfrutar la semana y les encargó que cada vez que se acostaran, al apoyar la cabeza en la almohada, pensaran: “Vamos a salir campeones”.

Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes de la semana de cuento de hadas con pelotas, trancazos, palomitas y corridas. Les preguntó antes de arrancar si alguno de ellos, estos muchachos, que llegan en bicicletas, honditas o en destartalados 147, había pensado aquello, y si alguno había problematizado el “¿por qué no podemos ser campeones?”. Cuenta el entrenador de los campeones, el carpintero de Cardona, el bombero del descenso que volvió al club que lo vio nacer en el profesionalismo como zaguero al lado de Diego Lugano, que todos los días les preguntaba, uno por uno, si alguno encontraba algún motivo para que no tener esa expectativa, esa ilusión intacta, y todos decían que sí, que se podía. “Teníamos argumentos suficientes como para pensar que el trabajo en condiciones normales, como fue nuestro trabajo, tenía que florecer por encima del rival más allá del entorno, de la situación. Trabajamos mucho en lo anímico, siendo positivos y tratando de demostrarnos que se podía. Sabíamos que estábamos ante un gran momento y quedó de manifiesto en el partido”, contó Espinel al programa Derechos exclusivos en Radio Uruguay, mientras se le enfriaban unas pizzas que estaba comiendo con sus amigos de la pizzería Candela en la Avenida Artigas.

Patas blancas

Venía parado en el ómnibus, apretujado y con escaso equilibrio, pero una vez que desensillé camperas, chaleco, mochila, radio y teléfono, empecé a tuitear como quien lava y no tuerce, meta Plaza nomás, p’aquí y p’allá. Mi condición de profesional de los medios de comunicación de alcance nacional y mis posibilidades de ejecutar políticas de difusión de lo nacional y no caer en el círculo vicioso del etnocentrismo montevideano me llevan a expresarme con emoción por los patas blancas, y seguro que confundo a más de uno que, por canario, me lleva para aquel lado y se cree que me crié en el Prandi y que iba a nadar a la sede de General Flores. Nada que ver, estoy lleno por Plaza, pero pudo haber sido por Independiente de Trinidad, Lavalleja de Rocha o Estudiantil de Paysandú. Me siento pleno por el fútbol, por los sueños y por esta gente.

No soy de Colonia, pero tal vez sí lo soy. No he pasado en esa maravillosa ciudad más de diez noches de la veintemil que he vivido, no he tenido un amor, un tío, una madrina, pero reconozco su música de ciclomotor, su perfume de fritura, sus accesorios de yerba contra los árboles, su arte de estacionar bicicletas haciendo equilibrio sobre un pedal, su cabeceo al vecino desconocido, su buenos días antes de pedir la flauta, su risotada a los gritos porque el Juan, que es de los que te dije, está de capa caída porque se comieron cuatro.

Conocí a Plaza en la cancha de la Plaza de Deportes, allá por 1974, jugando una instancia decisiva con Atlético Florida, y quedé prendado de su elegancia, la elegancia de un fútbol que crecía mirando por televisión el fútbol del otro lado del puerto. Le pido ayuda al gran Jorge Burgell para que me alimente la memoria de este grande, para que me dé el espaldarazo sin tener que salir a volantear panfletariamente lo que parecen ignorar olímpicamente los popes de la articulación del periodismo deportivo: Plaza es un grande con historia dentro del fútbol, mucho camino recorrido, muchas alegrías, otras tantas tristezas, pero un sueño vigente desde hace 99 años, desde los tiempos de Prandi y Suppici: jugar, competir, perseguir la gloria del sudor colectivo detrás de una pelota de fútbol. Jorge me contesta lo que el cree que será un borrador, pero es definitivo.

“Yo empecé a ver fútbol de la ciudad de Colonia entre 1957 y 1964, entre mis diez y 17 años. Más que nada en la edad liceal. Los domingos salíamos a las 13.15 en ómnibus de la Boca del Rosario, donde vivía, e íbamos a pasar el domingo a Colonia. Llegábamos puntualmente sobre las tres de la tarde. Mi madre pasaba en la casa de sus padres italianos, mi viejo se iba al hipódromo, y yo arrancaba para lo de otra abuela, la criolla Doña Emilia -así le decían-, que vivía en un primer piso que era como la Ámsterdam -el edificio luego fue hotel y todavía existe-, justo atrás de uno de los arcos de la cancha de la Plaza de Deportes, único estadio coloniense de la época donde se jugaba casi toda la liga local y la selección albiceleste en su caso.

Los cuadros dominantes eran Plaza y Peñarol. Otros equipos eran Central -camiseta celeste-, del que era hincha mi tío, el Chungo Burgell. Otros tíos Platanos -Luis y Alfredo- eran de Plaza. Semillero tenía buen equipo, el equipo de la Estanzuela entre Colonia y Tarariras; también estaba el Sarandí del cuartel, y Juventud, equipo del Pueblo Nuevo, donde vivían mis abuelos italianos, que más adelante se convertiría en el verdadero rival de Plaza”.

Por la camiseta

Después de no haberle dado durante todo el campeonato y de haber ejercitado el estúpido recurso del “todos pensábamos que se iba a caer” -no en mi nombre, capos-, el equipo que casi fue líder de punta a punta desde el 6 de febrero ahora es visto como una curiosidad, con jugadores que además tienen o tenían otro trabajo u oficio, que utilizan bicicletas o ciclomotores para moverse en el pueblo porque les queda mejor, es más lindo, y porque no tienen autos de alta gama. Ven las camisetas colgadas al costado de la cancha, pero no entienden que el sudor de esas camisetas es el mismo que el de las otras, que los sueños que albergan esas camisetas es el mismo que el de las otras 15 a las que superaron, que las ganas son las mismas.

El pizzero Alejandro Villoldo, el del gol de la gloria, no era pizzero, pero como quería seguir soñando con el fútbol mientras no podía jugar, mientras esperaba que le sonase el teléfono, aprendió con su primo en Nueva Palmira a trabajar la masa, a leudarla, a amasarla, como se amasa un sueño, y entonces agarró la pelota, casi ensordecido por la irritante silbatina de todos los que querían que le fuese mal, la puso contra el piso, cerró los ojos como para que fuese un sueño y se llenó la pata como lo venía haciendo en semivela desde las 5.00. Fue el gol del campeonato de la vida de Villoldo, de Plaza, de Colonia, de nosotros los canarios, del fútbol uruguayo.

Entonces, entendí por qué yo era un campeón sin título, sin medalla, pero con una irrefrenable alegría.

Gracias, Plaza.