Es interesante ver en un medio de comunicación el texto de una compañera. Mucho más interesante cuando es, además, el texto de una habitante de la disidencia. Incita a pensar. Es más, incita a pensar en público. A tomar la palabra.

Los textos de Heka tienen eso. Su presencia y su oralidad también transmiten algo de ese estilo.

Sobre todo es visible en muchas asambleas en que su voz queda ahí, sola, como una denuncia restallante en los oídos de quienes prefieren seguir en la muda confianza.

Algo, cuyo orden navega entre lo político como campo de cualquier batalla por la existencia y la comodidad del borrego que engorda semanas antes de ser sacrificado en Navidad, se agita cuando veo, oigo, leo a una compañera que toma la palabra para disentir en voz alta y con argumentos.

Sus argumentos -como todos- exigen el trabajo de entender. Un argumento exige ser escuchado, leído, entendido, sopesado. Una consigna sólo pide ser repetida, si es a coro mejor. Cuando la disidencia hace un silencio largo y ostensible, u osa manifestar alguna pregunta a la consigna, esta ya no pide nada. Exige. Con voz de amo, no acostumbrado a que esclavo alguno pregunte nada.

Cuando la compañera dijo en una asamblea que no toleraba la violencia de nuestra dirigencia, uno de ellos pidió a gritos “aclará que no te pegué”. En ese momento, fantaseé con pedir la palabra y hacer algún comentario soez sobre la sexualidad de su madre o “su” mujer, como forma (seguro hubiera funcionado) de hacerlo montar en “justa cólera” y demostrar(le) en los hechos que ciertas violencias no necesitan golpes. Es lo trágico del machismo rampante, su previsibilidad. Pero fantasía y realidad sólo se confunden en la subjetividad de cada uno, nunca en un espacio de dos o más.

Buscando darnos una nueva dirigencia política, previo a las elecciones sindicales, en un par de asambleas discutimos la “paridad”. O, en criollo antiguo, a qué tantas mujeres permitiremos integrar la dirección del sindicato. La idiotez repetida mil veces es deleznable, “si damos lugar a la paridad, podemos perdernos tener un dirigente sindical más votado que una dirigente que sólo sería votada por ser mujer”. El “sacrificado macho militante”, compañero solidario y combativo, sería excluido por la imposición de cierta corrección política con demasiado tufo a feminismo de barricada. O aun peor, Dios y el Estado nos perdonen.

Oí decir a varios compañeros (de esos que vienen con “o”, pene, testículos, voz gruesa y vello abundante) argumentar que “las compañeras tienen que empoderarse”. Se ve que las compañeras mujeres optan por la comodidad de entregar todo el poder -que habrían tenido alguna vez- a los hombres, y después lloran por los rincones. Confieso que llegué tarde a esa asamblea, escuché el argumento de marras (“las compañeras tienen que empoderarse”) apenas entrar, y en el mismo acto me di vuelta y me retiré. No voy a disentir con nadie donde nadie quiere que disienta. Han de ser los años o el gusto por hacer la plancha, pero prefiero elegir mis batallas, o al menos el campo en que las doy. En todo caso, puedo optar por dejar un par de palabras mal articuladas en algún lugar más público y, eventualmente, menos consignado.

Leo la carta nuevamente, y tengo una observación, un mínimo detalle sobre el argumento de Heka. Ella habla del sindicalismo “del” Estado, y yo creo que es sindicalismo “de” Estado. Es un tanto más estructural. Cierta forma de sindicalismo, machista, autosuficiente, gritador y patoteril es constitutivamente estatal. Es el lugar por donde la ideología estatal (machista, liberal a ultranza, xenófoba, ocultadora de toda diferencia, igualadora como un molde de ravioles) se cuela por los poros y los discursos de quienes, desde cualquier lugar, llegamos a trabajar en el Estado y a veces (aunque sea en los ratos libres) a husmear un rato en la militancia sindical.

No en vano, hace ya 45 años, Louis Althusser incluyó a los sindicatos como uno de los aparatos ideológicos “de” Estado (y no “del” Estado, como todos los malos lectores y peores escuchas repiten una y mil veces).

Es decir, jugamos amontonadamente (casi digo colectivamente, pero un colectivo sin escucha, sin respeto y sin lugar a disidencias es a lo sumo amontonamiento, barra Ámsterdam) a una democracia que es directa cuando el grito y la consigna logran imponer silencios cómodos o temerosos, inacciones tranquilizadoras del patrón disfrazadas de astucia estratégica; y que cada tanto necesita legitimarse llamando a que votemos, con cruces al costado de un nombre, a quienes damos nuestra voz en esa pequeña cocina del subsuelo que llamamos directiva.

Una directiva de la que al menos una compañera se alejó, tras soportar actos de nuestra cotidiana violencia sexista, tan violenta como invisibilizada. Tan violenta como legitimadora de sí misma, que señala en el golpe (que puede dejar marcas, que puede ser denunciado a partir de estas) el umbral de lo no conveniente, abriendo así un amplio y denigrante abanico de las violencias permitidas.

He trabajado en oficinas en que muchas veces circulan chistes sobre la sexualidad presunta (y “desviada”) de la gente. Trabajé en una oficina donde una compañera acosada debió irse. Fui a declarar a una investigación por hostigamiento donde las preguntas parecían destinadas a proteger al hostigador. Cuando lo hice notar, la abogada me recitó el debido proceso. Cuando fui a dejar sentadas las formas de violencia que yo veía y que no entraban en las categorías por las que me había preguntado, me miró como si estuviera hablando en algun dialecto de otra galaxia.

Lo curioso es que lo que yo intentaba probar era el cercamiento de la compañera por medio de comentarios como “está loca”, “andá a saber con qué se viene”, “esta ultra”. Los comentarios que te hacían saber que estar de acuerdo con ella iban a hacer que también yo “estuviera loco” y fuera “un ultra” de esos de los que uno nunca sabe “con qué se vienen”.

De última, tomar la palabra para disentir es por definición lo que recorta a un sujeto político del rebaño, lo que hace que seamos expuestos y vulnerables si no logramos dar con la consigna. Caramba, tomar la palabra es lo que te saca de zoo y te hace politikon.

Como no hay lugar para varones disidentes de ciertas configuraciones machistas, como los lugares están ya asignados y previstos, he optado muchas veces por jugar al semicallado que hace preguntas en las asambleas. Seguramente alguien va a preguntar con qué necesidad vengo a plantear todo esto, si encima de todo no reúno las características para ser “apasionada” como llamaron a la compañera afro en alguna asamblea. Ha de ser de puro rompehuevos que tomo la palabra.

O tal vez es que ya no encuentro razones para seguir ciegamente confiado en un sindicato de Estado, ni para seguir siendo un triste cómplice del comodísimo mutismo de las disidencias que terminan siendo deserciones por cansancio. Porque si uno no anda por la vida peleando todas las peleas que la vida le ofrece, tampoco las quiere dejar pasar sin -al menos- señalarlas.