Dentro del imaginario de lo sobrenatural en cine, la imagen de la bruja ha generado una interesante cantidad de películas de primer nivel. Desde la esencial, irrepetible y genuinamente mágica (o diabólica) Häxan (Benjamin Christensen, 1922) hasta los logros experimentales de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), la mejor historia del cine de horror y fantasía está jalonada por films sobre brujas (Black Sunday, de Mario Bava; la “trilogía de las madres” de Dario Argento; El bebé de Rosemary, de Roman Polanski-; aun la adolescente y muy influyente The Craft, de Andrew Fleming), realizados por cineastas conscientes de la larga y tortuosa historia de esta figura en el Occidente cristiano y de su simbología perenne, relacionada tanto con el poder de las mujeres como con la fuerza de la naturaleza y la misoginia religiosa. Cualquier película relacionada con el tema y hecha con un mínimo de seriedad es algo más que una simple sucesión de sustos o efectos especiales y deja, como todo lo mejor de ese gran territorio liberado que es el cine de horror, un buen margen a la interpretación (que, por supuesto- puede aprovecharse o no).

Ese margen ha tenido a muchos sorprendidos espectadores de La bruja cavilando acerca de qué es exactamente esta película, o hacia dónde apunta. No es fácil responder, porque se trata de un film engañosamente simple, o simplemente complejo. La historia es sencilla y lineal: una familia de pioneros en la Nueva Inglaterra del siglo XVII es expulsada de su comunidad a causa del exceso de celo religioso de su patriarca. Esa familia viaja hasta las proximidades de un bosque más bien tétrico donde se asienta y vive más o menos bien hasta que una presencia maléfica comienza a acecharla y a traerle la desgracia, generando además la duda de si el Mal (con mayúscula) está realmente en el bosque o vino con ellos.

No hay giros inesperados, vueltas de tuerca posmodernas, derroches de gore ni mayores originalidades formales. El film es totalmente sincero desde su subtítulo “un cuento tradicional de Nueva Inglaterra”, porque de hecho lo es. El director Robert Eggers es casi un outsider de Hollywood; viene del teatro, y su trabajo consistió antes que nada en investigar durante mucho tiempo antiguas leyendas y relatos populares sobre las brujas, sus rituales y la cosmogonía que se les asocia. Si se resume el argumento íntegro de la película (algo que no vamos a hacer para no caer en esa suerte de nueva herejía imperdonable que es el spoiler), podría ser uno de esos relatos que se cuentan a medianoche en cualquier comunidad rural. Lo minucioso del trabajo de Eggers y de su fotógrafo Jarin Blashcke es lo que convierte a La bruja en una película importante, no dentro del subvalorado género del horror, sino del cine contemporáneo en general.

Con un presupuesto ridículo para el cine estadounidense de hoy (apenas un millón de dólares, que la recaudación del film ya ha multiplicado por 50) Eggers y Blashcke realizaron una de las producciones visualmente más lujosas que se hayan visto en años. Situada casi por completo en la granja familiar (no un decorado, sino una auténtica granja al estilo de los peregrinos de hace 400 años, construida desde cero), el film jamás parece minimalista (incluso se da el lujo de “desperdiciar” la reconstrucción de un poblado que se ve fugazmente), sobre todo por lo exquisito de su composición fotográfica. Cada escena está pensada sobre planos meticulosamente planificados y balanceados, con los personajes generalmente tomados de lejos y empequeñecidos contra la enormidad de la naturaleza, usando una paleta que alterna entre un gris-verde nublado y crepuscular y las tomas interiores, realizadas mediante cámaras hipersensibles que permiten esa inconfundible iluminación conseguida casi por completo con velas (como en la virtuosa Barry Lyndon -1975-, de Stanley Kubrick, con sus prodigiosas cámaras prestadas por la NASA). La belleza visual lograda con estos procedimientos es arrebatadora, pero al mismo tiempo el refinamiento visual sirve para generar algunas escenas genuinamente perturbadoras y terroríficas (hay un cuervo que va a quedar en la memoria de todos los espectadores), que no dejan olvidar que la premisa general es antes que nada tétrica.

En términos de fotografía, edición y ritmo (e incluso por su ominosa banda de sonido, que recuerda a las que la banda Goblin hacía para Argento), parece más una película europea que una estadounidense, y si bien para quienes esperen una montaña rusa de sobresaltos puede resultar excesivamente lenta, para quienes se dejen invadir por su sombrío misterio puede hacerse corta. Es una obra sin tesis ni soluciones, tan abierta como para embelesar a una feminista y a un misógino al mismo tiempo; una carta de presentación impresionante para Eggers -un estilista que ha anunciado su intención de hacer una nueva remake de Nosferatu-, que con esta película logró, entre otras aprobaciones, la de varios grupos satanistas estadounidenses, que -como pasó en su momento con El bebé de Rosemary- festejaron un film en el que las figuras de lo oculto y demoníaco se presentaban con respeto y poder. Y de eso ellos deben saber.