¿Qué cosa hace que uno escriba? Al principio es una tensión, un clima espeso, un olor a piña de garrón. ¿Lo sintieron alguna vez? El olor a piña de garrón es un vaho flotando en el aire que te indica que cuando menos te lo esperes y desde cualquier lugar, alguien te la va a dar.

Ese vaho apestaba en Europa hacia 1939 y preocupaba mucho a dos señores, Adolf Hitler y Iósif Stalin, básicamente porque ambos temían que la piña se la pegara el otro. Es que el olor a piña de garrón te pone tenso, te agarrota los músculos del cuello y de la espalda, te hace transpirar. Es muy probable que, por los nervios, seas vos el que le pegue una piña primero a cualquier cosa que se mueva, desatando esa lluvia de golpes que querías evitar. Por eso, en 1939, los cancilleres de la Unión Soviética y Alemania, Viacheslav Mólotov y Joachim von Ribbentrop, firmaron un pacto de no agresión. Con ello sus países podrían respirar un poco y ocuparse de otras cuestiones. En Wikipedia hay una foto preciosa de la firma del acuerdo, que muestra a un Stalin relajado y sonriente.

La escritura es eso, un pacto Mólotov-Ribbentrop dentro de la cabeza. En cada uno de nosotros se debaten dos fuerzas asesinas, aunque el lugar específico de esa guerra es indescifrable. Un filósofo diría que ocurre en “el sujeto” o en “la conciencia” y un neurocientífico diría que eso no existe y que sucede en todas y cada una de nuestras terminaciones nerviosas, porque somos carne y nada más. Pero yo no soy ni chicha ni limonada. Me gusta el término medio y por ese elijo decir que esa guerra es en nuestras cabezas, el único lugar del cuerpo que se me hace lo suficientemente espacioso como para que pasen cosas y que conserva, de todas formas, reminiscencias metafísicas.

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La escritura, entonces, es el pacto que procura que esas fuerzas estén en paz. Sin embargo, como el de Mólotov y Ribbentrop, es un pacto frágil y está destinado al fracaso. Más temprano que tarde los alemanes volverán a por lo que creen suyo y la guerra empezará nuevamente. Y así por los tiempos de los tiempos, amén.

Quien escribe, para empezar, debe necesariamente asumir cierto desequilibrio mental. Me refiero a algo leve, moderado, manejable y, sin embargo, tenaz, persistente, porfiado. Esto consiste, en primer lugar, en conferir una existencia positiva a una de las fuerzas asesinas mencionadas anteriormente: el pitufo parlante y fascista que vive dentro de nuestras cabezas. A mí me gusta imaginarlo azul, como los de los dibujos animados, con un águila imperial tatuada en su brazo derecho y paseándose por el desierto de mi cabeza con una actitud pendenciera. Cada uno puede imaginarlo como quiera, no importa, lo que sí es necesario es dejar de pensar que la voz de ese pitufo es “el subconsciente”, “la pulsión de nuestra psique” o cualquier otro tipo de elaboración conceptual. No, ese pitufo existe, está ahí físicamente, nos grita cosas desde adentro y trata de manipularnos.

La otra fuerza asesina a la que me refería al principio somos nosotros, ese resto del cuerpo que rodea al pitufo y que está forjado por las convenciones sociales, ese robot que se cree ser humano y trata de vivir sin hacer caso a la voz molesta del intruso, esa creencia ingenua de que el intruso puede ser ahogado con la indiferencia o con fármacos y alcohol, ese deseo atascado de vivir una relación plena y amable con el mundo.

Por eso, el segundo paso que debe dar el que escribe es, sencillamente, conversar con el pitufo, abrir canales de diálogo. A fin de cuentas, tenemos que compartir de por vida el mismo cuerpo, y la guerra sin cuartel probablemente nos aniquile a los dos.

Básicamente, el pacto consiste en asegurarle al pitufo que ya no intentarás dominarlo, estrujarlo, ahorcarlo con tus propias manos, sino que, por el contrario, le concederás determinadas potestades sobre tu cuerpo. Eso no debe implicar (y este punto tiene que estar especialmente claro) una completa cesión de soberanía de tu parte. Le dirás, por ejemplo: “Pitufo, sé que sientes un odio real y profundo por los motociclistas que prescinden del caño de escape de sus vehículos con el fin de expandir el ruido de sus motores y hacerle saber al resto de la sociedad que existen, que están ahí, que quieren con desesperación que alguien les preste atención; puedo convivir con ese odio, pero eso no implica que vaya a empujarlos debajo del 144”; “conozco tus impulsos de patear en el pecho a mi jefe, a mis compañeros y a mis clientes, así como tu deseo de soretear a mis subordinados, pero no creo que sea ni prudente ni productivo relacionarme con el trabajo de esa manera”; “soy conciente de que darías un dedo de mi mano izquierda por levantar la pollera de esa bella joven que aprovecha los primeros calores de la primavera para lucir la fina tela de su nuevo guardarropas, pero dudo que ella comparta tus intenciones y sé que no está bien hacerle lo que no me gustaría que me hicieran”. “En fin, pitufín, no escapo al hecho de que estás convencido de que ambos seríamos más felices si te dejara gobernarme por completo, como hace Brad Pitt en El club de la pelea con el bueno de Edward Norton, pero creeme: primero, no sos tan fachero ni carismático -aunque es cierto que la película tiene final feliz- y segundo, ya no somos adolescentes, y sabemos que la sociedad significa respetar el derecho de los otros”.

El pacto, por supuesto, tiene una segunda cláusula, que consiste en reconocer que ese pitufo no se equivoca del todo cuando nos grita -luego de experimentar nuestro rechazo a sus deseos- “cagón, vos en verdad querés, pero no te animás porque tenés miedo de la condena moral”. Ahora bien, no alcanza sólo con reconocerlo. También hay que explorar los caminos para viabilizar sus deseos, porque llegados a este punto ya sabemos que el problema no es lo que el pitufo quiere, sino la forma en que quiere acceder a ello. Su problema no es odiar tu trabajo o querer intimar con esa muchacha de liviana pollera, sino tramitar ese odio y ese deseo en imposición y violencia sobre las personas que los representan.

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Entonces digamos que la escritura es la exploración de ese camino. No es dibujar símbolos sobre una hoja o presionar teclas con tus dedos, no es registrar tus ideas, tus emociones o tus experiencias; es el proceso mediante el cual, todo el tiempo y sin importar los sucesivos fracasos que desatan nuevas guerras, volvés a tomarte un tiempo para conversar con el pitufo, volvés a tratar de entender lo que dice, a controlar sus excesos y aceptar aquellas cosas que los originan, independientemente de si ese proceso se patenta en algún tipo de producto escrito o si funciona simplemente como una tercera voz dentro de tu cabeza, una voz nueva, que ante cada coyuntura de la vida es capaz de identificar dónde está el pitufo, dónde estás vos, qué es lo que quiere cada uno, por qué y cuál sería la mejor opción para todos. Y es saber, además, que esa exploración está destinada al fracaso, que ese camino no termina en ningún lado, que esa tercera voz va y viene y que sólo sirve para paliar la angustia, porque el pitufo nunca se va a ir y vos nunca vas a dejar de ser el producto de las infinitas convenciones sociales que te fueron civilizando desde antes de que nacieras.

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Creo que fue el historiador Isaac Deutscher el que dijo que el nazismo y el estalinismo, en su horror, se diferenciaron, de todas formas, por un aspecto fundamental, que habitualmente se pasa por alto. Decía algo así como (alarma de invento de cita): “El nazismo utilizó métodos modernos para alcanzar un fin bárbaro, mientras que el estalinismo hizo lo contrario, utilizó métodos bárbaros para alcanzar un fin moderno”. Esto quiere decir que Hitler empleó la tecnología más avanzada y las técnicas de gestión burocrática más modernas para exterminar a la mayor cantidad de gente posible, mientras que Stalin sometió a la población rusa a condiciones de esclavitud para modernizar el país y empatar o superar el desarrollo de los países occidentales (lo cual, dicho sea de paso, emparenta al estalinismo con procesos de acumulación de capital guiados por gobiernos liberales, como el igualmente salvaje colonialismo inglés).

Quiero llegar a la idea de que esas dos fuerzas asesinas que se debaten en nuestro interior no son iguales; pero liberadas a su antojo, ambas pueden matarnos. El pitufo pretende que volvamos al salvajismo mediante una sistemática y tenaz tarea de deconstrucción retórica de nuestro sentido común, mientras que el resto del cuerpo, ese robot torpe y fuerte, intenta aplastar al pitufo para transformarnos en seres adaptados, productivos y funcionales. En este contexto, ¿cómo conversar? La paradoja de todo esto es que la conversación sólo se produce porque esas dos fuerzas están en conflicto y ya no se puede seguir así y, sin embargo, sólo se produce si ya hemos logrado, aunque sea durante el breve lapso de la escritura, convivir con ellas.